jueves, diciembre 27, 2007

El Sereno


El poco pelo que le quedaba era oscuro, salpicado de algunas canas. Tenía arrugas en el entrecejo y en la barbilla. No era ni muy bajo ni muy alto. Se llamaba José y era el sereno de las tres calles que cortaban con la avenida principal. Yo le recuerdo siempre enfundado en la misma chaqueta, una larga y azul con capucha. Cuando era verano siempre la llevaba desabrochada o atada a la cintura. Cuando era invierno, hacía de última capa de muchos jereis.
Era eficaz y amable, pero también discreto. Cuando siendo jovenzuela le pregunté cuánto tiempo hacia que trabajaba en el barrio, sonrió diciéndome que mucho antes de que yo naciera. Había heredado el oficio de su padre. Vivía con su mujer en el portal del último edificio y siempre se le veía los domingos paseando con ella por la gran avenida comiendo castañas asadas, ya hiciera frío o calor. Decía que fortalecían el corazón.
Tenía una voz potente y única que siempre respondía con fuerza cuando le llamaban para que abriera o para pedir la hora.
No puedo recordar que hubiera ningún conflicto en todos los años que estuve allí. Era un buen barrio, desde luego, de los mejores de Madrid, pero seguro que eso no impedía que algún malhechor intentase acercarse. José, corpulento y seguro, cuidaba esas tres calles como si fueran hijos, siempre pendiente de que todo estuviera en orden. Su mujer le ayudaba, se preocupaba por llamar a los servicios de limpieza o a la perrera cuando algo amenazaba con empañar la tranquilidad de su espacio.
Lo que más gracia me hacía era su gran manojo de llaves. Nunca dudaba en cuál utilizar. Hacían un ruido propio, un ruido que siempre acompañaba sus pasos.
José era querido por todos; el día de Navidad, las señoras de las casas siempre enviaban a las sirvientas con dulces y un aguinaldo a casa de José y muchas le decían que le incluían en sus rezos.
Era nuestro guardián, y nos cuidaba bien. Mi padre sentía por él mucho afecto y siempre le describía como un buen hombre. El afecto era mutuo. Años después supe que José había guardado un gran secreto a mi padre, pero ésa ya es otra historia.
En todo esto pensaba yo sentada en uno de los bancos de la Iglesia, con el féretro visible que contenía el cuerpo de José. Había mucha gente mayor, los señores y señoras que seguían regentando los mismos pisos de aquellas calles, ahora sin sereno. Pero había también gente joven; éramos los hijos e hijas de aquellos señores, los que conocimos a José mientras crecíamos. Estábamos allí por él, por aquellos pirulos de caramelo rojo y blanco que nos daba de vez en cuando, por aquellas veces en que llegábamos tarde a casa y le llamábamos entre risas para que nos abriera el portal. Estábamos allí porque fue el guardián de nuestra infancia, el que se encargaba de encender los faroles de gas que daban a nuestras calles una apariencia tranquila y segura. Nos cuidó siempre con una sonrisa sin queja, con una alegría que desprendía cariño. Y así, quisimos todos acompañarle y despedirle. Con el respeto que se ganó nuestro sereno.

domingo, diciembre 23, 2007

Un paseo para recordar




La primera vez que un desconocido cogió su mano, ella sintió que un calor vergonzoso la recorría. Fue de repente, sin aviso. Tenía 14 años e iba caminando con aquel chico que le gustaba, aquel a quien el flequillo le tapaba medio ojo. La estaba acompañando a casa después de que comieran un helado sentados en el banco del parque. Ella no supo qué hacer ni qué decir. Notó que la mano le empezaba a sudar y que los dedos se volvían laxos. Así, en silencio, sintió esa mano hasta que llegaron a la verja de su casa, donde se soltó de aquellos dedos con alivio.
Habían pasado los años y seguía fijándose en cómo la gente se daba la mano. Le fascinaba el gesto.
Veía manos de niños pequeños, sucias y pegajosas, bailando en las de sus madres. Se fijaba también en esos apretones ostentosos y soberbios que tenían que ver con la cordialidad. Se deleitaba con los dedos entrelazados por rutina de cualquier pareja de enamorados que paseaba mirando escaparates.
Dar la mano, ella pocas veces la daba. Alguien le dijo que era un gesto tranquilizador, pero para ella no lo era. La misma persona le susurró una vez que cogerse con alguien de la mano daba confianza y seguridad, pero ella no le creyó demasiado. Fue durante un paseo. Como casi siempre, ella tenía ganas de caminar; hacía frío y le apetecía esconder su boca en la bufanda y pasear mirando al suelo, dando pasos sin pensar. Él quiso acompañarla. Escogieron uno de esos largos paseos marítimos que la gente utiliza de excusa para pasar el domingo, uno de esos en los que se oye y se huele el mar de fondo entre los gritos de los niños que pedalean sus bicis. Llevaban ya un rato cuando él le preguntó dónde estaban sus manos. Ella sonrió como si se tratara de una broma. Él, le siguió preguntando por esas manos, las que se movían tanto al hablar, las que acariciaban su nuca y su pelo cuando se dejaba llevar en la oscuridad.
Sus manos estaban en los bolsillos, siempre volvían a los bolsillos después de sostener un cigarro o de subirse la cremallera. Pensó que él estaba haciendo un juego de palabras, que estaba teniendo un anhelo de arrebato momentáneo. Sonrió y siguió caminando en silencio. No sabría decir cuándo se enamoró de él. Había aparecido de repente y ella, al principio, no lo veía muy claro.
La pasión les empezó cuando ella creía que ya no llegaría. Era un chico tranquilo, de ademanes pausados, de pocas palabras. Ella estaba más acostumbrada al desparpajo, a la palabrería, a las acciones rápidas e impulsivas. Antes de enamorarse de él le decía que no tenía sangre, que pensaba mucho y hacía poco, que quizás era demasiado frío. Él le contestaba que se estaba describiendo a ella misma. Pero una noche la sorprendió con un largo beso.
A lo largo de aquel paseo sólo habló él, le contaba algo de cambiarse de trabajo y mudarse a las afueras. Ella, con las manos en los bolsillos, le escuchaba distraída mientras pensaba que quizás le gustaría vivir cerca del mar. Miraba las caras de la gente, frescas y sonrientes, con la nariz roja y los ojos despreocupados. Aquel paseo lo habían dado un domingo de noviembre, después de salir del cine.
Después de un rato Mario guardó silencio. En el paseo quedaba ya poca gente y ella lo empezó a disfrutar más. Pensó que se sentía bien, que se sentía feliz. Le miró de reojo y se sintió afortunada al pensar en los muchos paseos que les quedaban juntos.
No hubo más paseos; dos días después Mario le dijo que iba a trabajar a Asturias y que no sabría llevar una relación a distancia. Después de un tiempo ella pensó que quizás no estaban tan enamorada como creína.
Fue el otro día cuando se lo volvió a encontrar. Parecía que los años no hubiesen pasado por él, si acaso, más delgado. Cogida a su mano había otra mano, la de una chica menuda y sonriente que le dio dos efusivos besos cuando él se la presentó. Hablaron de trabajo y se preguntaron por la familia. Ella vio que esas manos se apretaban fuerte, y que el pulgar de él acariciaba los nudillos de ella.
Sigue pensando en manos. En esas que tienen pocas horas de vida y aferran con convicción cualquier objeto. En esas que chocan de alegría. Recuerda las que alborotan el pelo con cariño. Se emboba con las manos arrugadas de las ancianas que esconden tanta ternura sin ya, destino. En las que se ofrecen para ayudar a alguien cuando se ha caído. Luego, se da cuenta de que una mano puede acariciar, puede herir, y a veces, sólo a veces, piensa que una mano, si acaricia a otra, puede ayudar.

viernes, diciembre 14, 2007

Más despacio, por favor


Desde luego, las formas son importantes, el “por favor” nunca sobra pero vamos, en este caso y aunque suene mal, es lo de menos. Me piden por favor, a mí y al resto de ciudadanos que conducimos, que no pasemos de 80km por hora en las autopistas, que es por el medio ambiente y por los accidentes. Creerme que me duele no poder pensar que sea así. Me encantaría poder ser algo más estúpida y pensar que realmente ir a 80 salvaría vidas y haría que respiráramos un aire más puro. Pero no, lo que va a hacer es que miles de personas (que ya lo tenemos mal para llegar a fin de mes) lo tengamos peor aún. Porque si hay algo claro de la imposición de esta nueva normativa, es que las arcas de Interior van a estar rebosaditas de dinero de los contribuyentes. ¿Será que con ese dinero van a comprar vidas o una nueva capa de ozono? Será.
Y me pregunto yo, así, en una de esas preguntas tan absurdamente sencillas donde muchas veces residen las respuestas: ¿Por qué el mercado y los medios de comunicación están llenos de anuncios donde nos venden vehículos cada vez más potentes? ¿Por qué, si tanto preocupa la velocidad como autora de muertes y contaminación, permiten los que ahora nos obligan a no sobrepasar los 80, que se vendan coches cada vez más potentes y “seguros”? ¿Por qué no retiran del mercado todos los productos que dañan y contaminan el medio ambiente? ¿…? Esos puntos suspensivos pretenden escenificar la cara de lerda que se me pone ante semejante alternativa. Es, nunca mejor dicho, como la famosa canción que habla de empezar la casa por el tejado. El eslogan bien podría ser: “Paga por tener potencia y luego, paga por utilizarla”. Que no se malinterpreten mis palabras; sanciono, y siempre lo haré, a aquellos que conducen a velocidades extremas poniendo en peligro no sólo su vida, sino la de los demás. Pero una cosa es ir a 180 km por hora y otra cosa no poder rebasar los 80. Como bien saben los que conducen habitualmente, ir a una media de 120km/h por las autopistas con los coches de hoy en día, es seguro. A más, ya no es tan seguro y por eso se sanciona, algo normal, ¿pero a 80? ¿Lo han probado? Yo lo he probado hoy, con mi mejor y más cívica voluntad; me he puesto en la derecha, con la vista más fijada en el marcador que en la carretera (sería aquí discutible pensar en la reducción de los accidentes si miras más la aguja de la velocidad que a lo que tienes delante) y he intentado no pasar de la redonda cifra. Con decir que he tenido que bajar de quinta a cuarta ante la inminencia de que el coche se me calara, lo digo todo. No puedo. No puedo apoyar algo que huele a falso y a hipócrita, que se vende como solución cuando no lo es. No puedo, aunque me lo pidan por favor, ver una voluntad real de que el objetivo sea el que dicen que es. ¿Por qué no arreglan los miles de “puntos negros” que existen en las carreteras de este país si realmente se quieren evitar accidentes? ¿Por qué no limitan los caballos de los coches utilitarios que salen al mercado? Porque vamos, lejos de la mentira estoy si digo que ofertan mono-volúmenes, de esos para las familias felices con dos o tres hijos, de esos espaciosos donde casi se puede vivir (con un poquito más ya tendríamos viviendas de 30m cuadrados y encima movibles) y que pueden llegar a superar los 200 caballos, es decir, que en tercera, ya cogen los famosos 80. Y sigo lejos de la mentira si digo que yendo a 80 tardo más en hacer el mismo recorrido que yendo a 100 o 120 y, por tanto, más tiempo estoy con el coche encendido y soltando humo. ¡Ah!, pero…un momento. Eso del humo… ¿Por qué contaminan los coches? Acabáramos, si resulta que es por el petróleo. Ese que todos pagamos tan caro en las gasolineras. Claro, será que potenciar el uso de nuevos combustibles o colocar filtros debe ser poco rentable. Pero vaya, que seguro que lo de ir a 80 y llenarse los bolsillos era lo más fácil y rápido. Lo mismo que las zonas verdes y azules en Barcelona, que me gustaría saber cuánto recaudan ya no al mes, sino al día, en toda la capital y en el área metropolitana. Chirivitas nos harían los ojos si lo supiéramos, mejor vivir en la ignorancia.
Así que nada, a acatar la Ley por muy estúpida que sea, que para ellos es más que conveniente. Por cierto, ¿cuánto dinero debe estar costando cambiar todas las señales de las autopistas para que ahora marquen 80? Seguro que un dineral que encima pagamos nosotros. ¿Cuánto le va a costar a cada ciudadano “acostumbrarse” a esta normativa? Seguro que también un dineral, y también pagado por nosotros. Me viene a la mente un conocido y cierto refrán que no osaré citar.
No quiero pensar –y cuando no quiero es porque en parte lo pienso- que los accidentes o la capa de ozono importen poco a quienes deben tomar medidas al respecto, pero sí digo que las que toman, tienen más que ver con el bolsillo que con la solución.
Quizás, si esos 80km/h fueran acompañados de otras medidas más razonables, podría empezar a creerme que hay una voluntad real de cambio, pero mientras me hagan pagar multas por ir a 90 y me vendan con absoluta legalidad coches que se ponen con facilidad a 180, mi cerebro poco puede creer. Es como todo últimamente; te incitan a través de miles de campañas publicitarias (que su dinero cuestan y adivinen quién lo paga) a que utilicemos el transporte público y luego, suben las tarifas del billete. Así que digo yo…un poco más de coherencia, por favor… o sin favor.

jueves, diciembre 13, 2007

De los que fueron y son



Socialmente, siguen existiendo tantos puntos en común entre el S. XVIII y el S. XXI que parece imposible no remitirse a la cuestión política para intentar encontrar algunas respuestas. La sensación ante esto es confusa ; por un lado tiendo a sonreír con cierta simpatía pensando en aquello de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces -y muchas más- con la misma piedra y, por otro, me embriaga una tristeza que camina por la senda de la impotencia.
Jovellanos y Larra, las dos figuras que más han llamado mi atención, nos hablan de situaciones y problemas tan actuales que no deberíamos de extrañarnos al oír el eco de sus nombres en muchas de nuestras conversaciones actuales que pueden versar sobre la última jugada urbanística en el pueblo de nuestros abuelos o la nefasta atención de algún día normal en la Oficina del Servicio al Consumidor. Tal y como muestra la actualidad -y también, al parecer, la misma coherencia, que no condición humana-, la historia sigue apoyando a La RAZON como una de las más preciadas y productivas capacidades del hombre. Igual que en la Ilustración, estamos en una era en que los conocimientos de la razón, la apertura de la cultura, el antropocentrismo, lo "políticamente correcto", el pragmatismo y, en definitiva, el racionalismo, es lo que impera o, al menos, lo que se pretende que impere. Las formas eran y siguen siendo importantes y, por lo visto y visto lo visto, más importantes incluso que el contenido.
El compromiso social que encierran los escritos de estos dos autores, me ha recordado a una forma de pensar cercana, una forma que probablemente muchos comparten de palabra, y lo sin duda peor, es que también me ha recordado a un pesimismo -que hace relativamente poco estoy empezando a rozar, por no decir que he rozado-, recreado sobre todo en la figura de Larra. El sentido de "lo social", de la lucha por conseguir de forma conjunta "bienes comunes para todos", me llevó a coquetear con asociaciones sin ánimo de lucro que se presentaban ante la sociedad como elementos para ser utilizados por aquellos con inquietudes que querían, de forma discreta y desinteresada, participar en labores que beneficiarían a los más perjudicados por la Ley que rige la vida de una sociedad capitalista. Así, y con este objetivo que tenía claro y consideraba viable, desfilé por la Cruz Roja, por radios locales y por asociaciones juveniles sin ninguna vinculación política. No fueron aquellos momentos todo lo útiles que creí en un principio, aunque sí aleccionadores. En la última asociación juvenil en que participé activamente, y que fue para mí una de las más significativas, me encontré por primera vez sufriendo la dureza de muros constitucionales y políticos traducidos en la redacción de mociones que nunca llegaban a ser aprobadas por el consistorio correspondiente, la asistencia a "Consells de la Joventut" del municipio que, al parecer, sólo servían para poder decir luego que habían sido celebrados y demás anécdotas que me empezaban a llenar de una tímida frustración ante el funcionamiento del "sistema". Dados mis breves encuentros con los inquilinos –que suelen resistirse de malas maneras a que los echen-, de lo que se hace llamar irónicamente "la casa del pueblo", empecé yo a interesarme por ese mundo más paralelo que real al que llaman política. Fueron profundos –aunque no sé si factibles- minutos los que dediqué a intentar empaparme de estatutos, de ideologías políticas, de objetivos conseguidos, de discursos utópicos, de manifiestos filosóficos, de divergencias y convergencias de lo que hace años viene llamándose "la izquierda" o "la derecha" e incluso de descifrar el verdadero significado de lo que se supone que es la "centro-derecha", la "centro-izquierda", el "cristianodemócrata", los "republicanos" y demás conceptos que me empezaron a parecer realmente apasionantes por sus contradicciones y posibilidades. Recuerdo que llegué a llamar por teléfono a mi abuela para que me hablara de la Guerra Civil, creyendo –inocente de mí- que semejante conflicto político me haría entenderlo todo con más claridad. En estas estaba cuando, sin más, llamaron a mi puerta para proponerme un acercamiento a las juventudes de un partido. No creo que fuera casualidad que el partido que me "encontró" supiera de mis afiladas palabras hacia la gestión de los que por aquel entonces convivían en la poco armoniosa casa de todos. A partir de ahí las cosas fueron rápidas; una nueva emoción por mi parte, una alegría insospechada al sentir que podía hablar de urbanismo, de asambleas, de actos o de propuestas con gente de mi edad –mis amigos me hacían callar de manera contundente cuando me emocionaba haciendo monólogos sobre lo que significaba la política- y, sobre todo, ver que realmente y bajo el manto de unas siglas políticas sí que se podían conseguir cosas, fueron el detonante para que me afiliara con plena convicción a un partido al que defendí con poca objetividad y mucha pasión. Cargos, propuestas para ir en listas, zancadillas de compañeros, organizaciones de actos, conversaciones hasta bien entrada la noche, meetings en los que mi voz no transmitía el nerviosismo que sentía, pegadas de carteles, decepciones, congresos, votaciones, alegrías, conversaciones, poco tiempo libre, ejecutivas, agendas, plenos, campañas electorales y demás menesteres, ocuparon mi mente durante ocho años. Así de simple e incomprensible para muchos de los que durante ese tiempo me acompañaron en mi vida personal.
La política existe, lo sabía bien Jovellanos y la interpretó bien Larra. El arte político existe, los políticos que politiquean existen también y es bastante factible que el ciudadano que se mantiene al margen sea capaz de dar una descripción de ella más real que cualquiera que la ejerza. La política, tal y como manifestaron de forma más directa o indirecta estos dos grandes literatos-ideólogos-crítico-reformistas, está unida de forma irremediable a la sociedad. ¿Quién condiciona a quién? La visión de Jovellanos, pragmática y concienzuda, incita a pensar que la política rige a la sociedad, mientras que el pensamiento de Larra, también pragmático pero quizás más flexible, remite a que debe ser la sociedad quien condicione la manera de hacer política. El tiempo transcurrido desde los escritos de estos autores me genera una falta de respuestas. Ha pasado el tiempo y ni la política actual es válida para la sociedad, ni la sociedad es capaz de marcar directrices políticas.
Larra, con ese matiz de desesperación que le ha llevado a ser recordado como romántico y Jovellanos, con esa fuerza incansable de redactar escritos llenos de soluciones pragmáticas, han despertado en mi cotidianidad una sensación en la que se mezclan las ganas de lucha (aquellas que empezaron hace ocho años) y la opción de derrota consentida (la que se viene fraguando desde hace menos). La realidad es que los poderes fácticos llevan ganadas tantas partidas durante tantos años que no puede ser demasiado descabellado aceptar que la voluntad individual de las personas está derrotada y que, por tanto, cada uno se limita a una vivencia egoísta y también lícita que queda muy lejos del bien común. Pero siempre hay un "pero", que no es otro que el "pero" de la opción de cambio, de la responsabilidad social y colectiva que cada uno tenemos como partícula de la sociedad, de la posible mejora. Jovellanos siguió y siguió pese a ser exiliado. Larra siguió y siguió pese a estar cada vez más desencantado y ahora, son pocos los que ni siquiera empiezan. Ellos fueron unos privilegiados, y lo aprovecharon para intentar hacer lo que creían que debían hacer. Ahora ya no se trata solamente de seguir y seguir sino, en muchos casos, únicamente de empezar. Pero no es fácil. ¿Cómo se cambian las cosas que sabemos que no están bien? ¿Desde dentro? ¿Desde fuera? ¿Cuánta energía hay que dedicar para que una opinión no sólo sea oída sino tenida en cuenta? Jovellanos y Larra tuvieron grandes triunfos, pero también grandes derrotas. En Larra pudo el sentimiento de derrota después de una vida dedicada a querer mejorar la vida del colectivo. Quizás, el concepto de colectivo queda ya tan lejos del funcionamiento de la vida actual que se cree que lo inteligente o lo único viable es el pensamiento c rumbo a objetivos individuales.
Jovellanos influyó y destacó en la política de su tiempo, en la sociedad de su época, dejando un legado aún útil pero, sobre todo, dejando una manera de entender y hacer política basada en las necesidades reales de quienes van a recibir esa gestión. Al tripartito catalán le iría como anillo al dedo un Jovellanos.
Larra influyó y destacó en la sociedad en que vivió, poniendo de manifiesto la importancia de todas y cada una de las personas que forman el conglomerado social, abogando por la implicación de todos en aquello que sólo comentamos con el vecino en un arranque de cólera o con el carnicero en un intento de demostrar que leemos la prensa y sabemos lo que se cuece en el mundo. Larra abrió una opción de cambio que pasaba por la conciencia de cada uno ante aquello que sabemos que no es justo. A ninguna sociedad del mundo le iría mal una prolífera casta de Larras.
En uno de esos sueños en que visualizas a Machado sentado con su sombrero bajo un olmo seco, o en que ves la silueta de Pío Baroja alejándose por un camino seco y polvoriento, no puedo evitar soñar también con un Jovellanos que se frotaría las manos ante la perspectiva de poder redactar un nuevo plan general de urbanismo, o a un Larra impaciente porque Fígaro publique su opinión sobre la polémica portada del Jueves. Fueron personas avanzadas a su tiempo, reformistas inconformistas en vías de extinción que aún hoy pueden dar grandes lecciones, personalidades excepcionales capaces de despertar tres siglos después y poder seguir haciendo exactamente lo que hacían sin parecer dementes desubicados en el tiempo.

sábado, diciembre 08, 2007

Soledades


La soledad es a veces necesaria y desde luego, también es útil y gratificante. Pero sólo a veces. No hace falta ser un profesional especializado para diagnosticar que la soledad es uno de los cánceres de este siglo. Y apenas se habla de ello, como sucede con casi todo lo importante.
Un gran filósofo dijo que en la vida hay dos momentos trascendentes: nacer y morir. Y ambos los hacemos o enfrentamos en soledad. Desde la conciencia o la inconsciencia. Luego hay intelectuales que dicen que la soledad sólo la pueden aguantar aquellos que no tienen miedo de sí mismos, mientras que otras voces se decantan por defender la teoría de que la soledad es lo peor que le puede pasar al ser humano ya que no está preparado para ella.
Sea como fuere, la soledad es interesante. Recuerdo haber estudiado que, entre finales del S. XIX y principios del XX, cuando la industrialización y la creación de lo que ahora llamamos ciudades empezaban a nacer, se creó un símbolo para expresar la soledad humana. Es algo gráfico, sencillo y aplicable también a nuestros días: la soledad rodeada de gente. El concepto, sirvió en su momento para otorgar a esa sensación una dimensión mucho más profunda y certera. La representación gráfica era la de un hombre caminando por una calle abarrotada de personas y aún así, sintiéndose completamente solo.
Se puede disfrutar de la soledad, es cierto. Pero también es cierto que se suele disfrutar de ella cuando se elige. Es difícil hablar o escribir sobre la soledad. Es una de esas sensaciones en la que los grises y la relatividad son detalles con importancia.
Son muchas las veces en que oigo hablar de soledad, y me felicito por ello pues, tal y como son las cosas, las personas no reconocen el sentimiento de soledad a cualquiera. Me refiero a que está casi considerado como una debilidad el que alguien manifieste ese sentimiento que normalmente, va seguido de una explicación complicada.
Hay muchas formas de soledad y, según he podido saber, la gente que se siente sola lo suele hacer en paralelo a mini-crisis existenciales. Si es que las crisis existenciales pueden ser “minis”.
Captó mi atención hace años una entrevista que leí sobre una psiquiatra que hablaba de la causa más común por la que hombres y mujeres entre 30 y 40 años iban a terapia. Era la soledad. Punto destacable también era el que coincidiera que esas personas correspondieran a un perfil que solía ajustarse con éxito profesional. Mujeres y hombres con un poder adquisitivo mediano-alto, con nivel cultural elevado, con una activa vida social y con un trabajo más que respetable –si es que acaso existen los trabajos no respetables-. Yo, que aunque sea de letras también soy a veces de imágenes, me quedé con la representación que hacía la psiquiatra de una de sus pacientes. Era una abogada de renombre, respetada y envidiada en su trabajo, con buenas amistades, con una activa vida social, inteligente, atractiva… vamos, para muchas un sueño. Bien. El problema de esta mujer residía en que, cuando llegaba a su precioso, caro y sofisticado piso, se quitaba sus preciosos, caros y sofisticados zapatos y su precioso, caro y sofisticado maquillaje y se sentaba en su inmaculado sofá, se sentía tan sola que se pasaba las noches llorando. Impacta. Impacta que esta mujer, en posesión de lo que muchos consideran la felicidad (dinero, reconocimiento profesional y atractivo físico), se sintiera sola y se pasara las noches llorando. Pues aunque impacte, es una realidad que aunque no se vea a primera vista, al parecer, existe. Contra todo pronóstico según el funcionamiento de nuestras mentes, estas soledades, se aplican sin distinción tanto a los que tienen familia como a los que no. Eso sí, quedaba claro, en palabras de la psiquiatra, que eran más mujeres que hombres las que aceptaban que sentirse sola era un problema. Lo decía la psiquiatra, no yo. Que quede claro. Aunque ya puestos, que quede claro también que es una afirmación que no me sorprende.
Y ahora, para no perderme en una interminable enumeración de ejemplos, me voy a pasar de un extremo al otro; de la soledad –aparentemente inaudita- de personas en la “flor” de la vida y con condiciones inmejorables, a la soledad de aquellos a los que se les acaba la vida. Todo lo que queda en medio de esos extremos son también soledades -grandes, pequeñas, sencillas, complicadas y diferentes- sobre las que quizás verse otro día.
Este otro extremo ya no sorprende tanto, probablemente porque es más visible e incluso más comprensible. Hablo de personas mayores, de residencias de la tercera edad, de jubilados tardíos sentados en los bancos de un parque… hablo de miradas perdidas, de horas que corren sin ocupación, de ansias de oídos, de lamentos, de historias, de llanto, de una soledad que percibes cuando cierras una puerta y detrás hay silencio. De retratos arrugados en blanco y negro, acariciados, recordados. Es, según algunos, la peor de las soledades, la que se sufre esperando la muerte.
Antes decía que esta última soledad puede ser más comprensible e incluso podría estar justificada por la natural decadencia física, pero la realidad es que aunque pueda ser más entendible no es ni menos ni más importante que la primera. Porque, según entiendo, la soledad no elegida nace de dentro y no siempre tiene que ver con tener esposa, amigos, amante, hijos, una apretada agenda social o un reconfortante trabajo. La soledad, como el amor, la tristeza, la alegría o la ilusión, es una de esas cosas que no siempre tiene una justificación razonada, una de esas sensaciones que sabemos que existen pero que sólo son necesarias en su justa medida y cuando la medida no es la justa, aparece un problema.
A veces, comparo la soledad con el frío –una comparación muy utilizada poéticamente-, como una de esas sensaciones normales y naturales en cualquier animal, de hecho, son sensaciones normales y naturales en los animales y nosotros, le pese a quién le pese, somos animales. Y entonces, me siento molesta. Molesta de que los sentimientos propios e innatos en las personas se escondan cada vez más, se conviertan en tabúes sociales que condicionan a quienes los sienten. Me gustaría que se hablara más de todo aquello que abarca la parte más irracional del ser humano, esa que se intenta reprimir y anular mediante una sanción preestablecida de lo que es más o menos normal. Sería positivo –y a mi juicio necesario- normalizar todo lo que tiene que ver con sentimientos, sensaciones y pensamientos. Aunque sé que ahora puedo sonar repetitiva, no me acostumbro a que todos aceptemos tan rápido que se evolucione tanto en muchos aspectos y se encubran, se taponen e incluso se sancionen temas que son reales, necesarios e importantes: los más irracionales, los que no nacen de elucubraciones mentales perfectamente coherentes.
¿Recuerdan el chico de 19 años que se lió a disparos contra desconocidos en un centro comercial hace pocos días? En este caso no había patología psíquica y, al parecer, lo que más repetía era que se sentía solo y que no quería ser una carga para nadie. Hablaron de depresión, curiosamente, una de las consecuencias más comunes tras el sentimiento de la soledad extrema. Algunos me tacharán de exagerada, lo sé, pero espero que sean muchas las mentes que al menos compartan la idea de que el buen cultivo y la salud mental de las personas debe pasar por tratar abiertamente y con normalidad el tema de los pensamientos más ocultos que anidan en las mentes tan desarrolladas y poco perfectas de los que nos vanagloriamos de sentirnos superiores a cualquier otra especie.

jueves, diciembre 06, 2007

Invierno en Navidad


Ahora que es invierno, me apetece recordar el verano. Ahora, que me he embarcado en la ardua tarea de intentar tejer yo misma una falda de lana (extrañas apetencias de mi mente a las que intento no encontrar explicación), me apetece recordar los ligeros vestidos ibicencos.
Ahora, que las calles de la ciudad se iluminan con cientos de bombillas, me apetece recordar que en verano no anochece hasta las diez de la noche.
Pudiera ser que esté utilizando el verano como excusa para hablar de la Navidad. Pudiera ser.
En verano todo parece más sencillo. Más abierto, más auténtico. El invierno, que se anuncia con la caída de las hojas, invita a un recogimiento del que yo me pronuncio menos partidaria. Tiene su encanto, es cierto, pero son demasiadas las costumbres que se aglutinan en pocos meses. El invierno, con la Navidad y sus consecuencias de por medio, parece más programado, más encasillado que la libertad del verano.
Me encanta la lluvia de verano, esa que no te hace sentir frío, que supone un cambio entre sol y sol. Y la brisa, la del verano, es maravillosa. Cuando la piel está caliente y algo húmeda, cuando sientes que el viento agita el pelo desde la nuca. Nada que ver con la lluvia o el viento de invierno, que te obliga a abotonar la chaqueta y a subir la bufanda hasta la nariz.
Ya es Navidad. Lo dice el anuncio del hijo que regresa a casa para saborear los festines de su madre, lo dicen los catálogos de juguetes repletos de muñecos que hacen cosas inimaginables, lo dice el estrés de saberte en medio de fiestas, cenas y empachos que parecen no tener fin. Yo ya no sé cuál es el verdadero sentido de la Navidad. Cada año, sin excepción, me sorprendo probando turrones de nuevos sabores, felicitando por teléfono a personas con las que normalmente no hablo y comprando regalos tras poner a buen recaudo el ticket de compra para que lo puedan cambiar por otra cosa más útil. Aún percibo algo de esencia navideña que me permite vivirla con relativa alegría, por otro lado, cada vez más relativa. Quien me lea o me conozca, sabe que nunca reniego de la parte humana que establece que el ser humano es un animal de costumbres, pero también sabrá que no por ello dejo de tachar algunas de esas costumbres como absurdas.
Prefiero el otoño y la primavera, sin duda porque exigen menos comportamientos predeterminados. Me parecen más auténticas y menos programadas. El otoño te sorprende buscando en el armario una chaqueta que huele a alcanfor, te hace sonreír oliendo a castañas calientes, te hace estremecer a última hora de la tarde porque saliste de casa vestida con ropa que hace un mes te daba calor. Es como una transición hacia una certeza, igual que la primavera.
Puede que la primavera sea mi estación predilecta. Es el renacer de los sentidos y, según dicen, de la vida. Te pone en sintonía con la naturaleza. No puedes evitar que el día se alargue y tú lo hagas con él. No puedes eludir a los tallos que empiezan a brotar y florecer, te provocan algo Vuelven las ansias de las terrazas, de los rayos del sol, de la inminencia del verano.
Somos afortunados, en esta parte del mundo, de poder vivir cada uno de los regalos que nos ofrecen las cuatro estaciones, como las de Vivaldi.
En Navidad creo que vivimos menos y nos estresamos más y no es que haya mucha elección. Los atascos, inevitables. Los polvorones, irresistibles. Las comidas familiares, el pan de cada día. Los buenos deseos, requisito indispensable. Las cenas de empresa, empacho seguro. La propuesta de alguien para ir a esquiar, una realidad que nunca evita imaginarme verme a mi misma rodando pista abajo mientras pido perdón por todos mis pecados. El alcohol, medida imprescindible para superarlo todo, todo y todo. No hay, en Navidad, demasiado espacio para volverse trasgresor y huir de las fechas señaladas. No hay escapatoria, o la vives con tu familia o te encasquetan a la familia de otro. Tiene su encanto, pero hasta cierto punto. Yo ya temo el día en que abriré la nevera y tendré ante mis ojos un cementerio animal plagado de antenas, conchas varias, cabritos y ojos de besugo a punto de hacerme un tercer grado. Temo también ser aplastada más tarde o más temprano por esa avalancha de gente dispuesta a comprar regalos caros e inútiles y que hacen las delicias de los comerciantes.
Veamos, puede que sea exagerada, pero veo demasiadas cosas en poco tiempo: Noche Buena, Navidad, San Esteban, Papá Noel, el Cagatió, Noche Vieja, Año nuevo y Reyes. Creo que no me dejo nada aparte de las cabalgatas, los pesebres, los árboles de Navidad y la Misa del Gallo. Comprimir todo esto en dos semanas añadiéndole las cantidades industriales de dulce, alcohol, felicitaciones, regalos y amabilidad con todo el mundo me lleva a pensar que si lo superamos año tras año es porque somos unos supervivientes natos, sin duda alguna.
Eso sí, merecen mención especial las uvas de noche vieja, cuando este país se paraliza delante de un enorme reloj al que vemos a través de una enorme pantalla de plasma de muchísimas pulgadas. ¿Dejó de darlas ya Ramón García? ¿Le toca otra vez a la Obregón? (si es así espero que nos alegre la vista y se traiga al apuesto fornido con el que comparte vida y milagros). Me pierdo, me pierdo porque, bromas aparte, es uno de los momentos que más me gusta de la Navidad. Yo no miro la tele en ese grandioso momento en que pasamos de un año a otro según nuestro calendario. Y no lo hago porque con oír las campanadas me basta y me sobra, porque mis ojos, prefiero posarlos en las caras de concentración de mi familia que, como autómatas, abren los ojos intentando no pestañear y obedecen a un tic-tac de lo más común pero que en ese momento es de lo más especial. Y ahí entro yo, cuando esa rendición y esas caras engullendo sin parar me hacen estallar en carcajadas que no puedo evitar por mucho que lo intente. Y cada año igual, entre un año y otro, estoy a punto de morir por asfixia tras atragantarme y encima de provocar leves atragantamientos entre los que me ven desternillarme e intentar coger bocanadas de aire para poder disfrutar del año que estoy celebrando. Este año voy a plantearme seriamente grabar esos momentos.
Total, he acabado hablando de la Navidad, que tan mala no es aunque no me inspire demasiado y aunque prefiera el otoño o la primavera.
Tres rápidas menciones sin las que la Navidad dejaría de serlo: la lotería (me da mucha pena no ver ya al “calvo” de la Navidad, ese personaje del anuncio que prometía convertirse en la suerte personificada con la calva más lustrosa que jamás imaginé), la lista interminable de los buenos deseos (dejar de fumar y aprender inglés son lo que siempre me apaño para repetir) y los quilitos de más que en mi caso tienen la explicación en los desayunos y meriendas a base de trozos de turrón y bolas de chocolate y coco del día anterior, que aunque sea triste de reconocer, es la verdad.
Parece que al final, entre las castañas otoñales y las flores primaverales, la Navidad ha ganado a este texto dejando claro que va a ser la protagonista de nuestro futuro más inmediato, así que, como no, aprovecho ahora para practicar esa frase que formará parte de nuestro lenguaje durante las próximas cuatro semanas: ¡Feliz Navidad! (Y mucha suerte).


PD. Si un día de estos, entre comida y comida me veo con fuerzas, quizás me atreva a divagar sobre postales y películas de sobremesa navideñas. Y de su significado, claro.

miércoles, diciembre 05, 2007

Al introducir la llave en el cerrojo se dio cuenta de lo cansado que estaba. Ya no era tan joven; llevaba toda la tarde pensando en su sofá, ese mullido y deformado al que tenía que defender con coraje delante de toda la familia. No había nadie en casa y lo agradeció. Una nota encima de la mesa le decía de forma rápida que su mujer estaba de compras con Magda, su hija, por el centro. Sólo pensar en el tumulto de gente se sintió agradecido de estar en casa. Encendió el fuego y se sentó con un suspiro en el sofá. Al tiempo que la llama subía, él se relajaba. Le encantaba el olor a leña, era dulce y fresco. No encendió el televisor. Las llamas le hipnotizaban; ese color anaranjado con destellos azules siempre le dejaba embobado. Sonó el teléfono, era Juan, su hijo mayor. Charlaron un rato y colgaron. Juan. Tenía ya 35 años, todo un hombre. Javier se levantó con esfuerzo del sofá y volvió con un álbum entre las manos. Le hubiese gustado fumarse un cigarro, pero hacía años que lo había dejado, por su bien, le decían. Por su bien, se decía.
Abrió la gastada tapa. Ahí estaban todos; su mujer más joven, sus hijos más pequeños, su pelo, más frondoso. No necesitaba de las anotaciones a pie de foto para recordar cada momento. Juan vestido de marinero, su mujer estrenando aquel bikini tan provocativo, su hija subida a un árbol. Momentos y más momentos. Siempre le reprochaban que no quisiera mirar fotos antiguas. Y es que nunca quería hacerlo en compañía. Repasar su juventud, la infancia de sus hijos y el enamoramiento por su mujer le ponía triste, triste por lo que fue y lo que nunca volvería a ser, triste por ese pasado que no vuelve. No podía contestar esas cosas, no era él hombre de mostrar demasiados sentimientos, ni de sentirlos. Le enseñaron que era mejor evitarlos. Pero a veces, sólo a veces, la tentación de revivir lugares y sensaciones en soledad era más fuerte que él. Se detenía de forma constante en todas las fotos de Magda. Hacía cinco años que no se hablaban. Nunca pensó que aquello pudiera ocurrir. Las fotos le devolvían imágenes felices; Magda y él sonriendo, Magda en su primer día de colegio, en su primera fiesta de cumpleaños, en su primer baile, en su primer coche. Magda siempre sonriendo, con esa cara de pícara y esos ojos inteligentes. Nunca fue una niña dócil, Amanda, su mujer, le decía que eran demasiado parecidos. Siempre discutían y luego volvían a hablarse. Nunca pensó que alguna discusión fuese la definitiva. Magda era testaruda y fuerte y aunque Javier se sentía orgulloso de ello, no permitía que lo fuese con él. Con el tiempo, se fueron entendiendo, cada uno cedía en lo que consideraba menos importante. Javier quería a su hija y se sentía orgulloso de ella, aunque pocas veces se lo dijo.
Todo empezó con la llegada de Paolo a su empresa. Era un joven italiano al que había contratado como traductor para un negocio puntual. Javier lo invitó a cenar a casa. Magda se enamoró del él aquella noche. Empezaron a salir. Paolo volvía a Italia en tres meses y transcurrido ese tiempo el enamoramiento de Magda seguía y el de Paolo empezaba. No era Paolo hombre fácil; Javier oyó llorar muchas noches a su hija, aguantó conversaciones telefónicas interminables, escapadas rápidas a Italia, rupturas, sonrisas y mensajeros cargados de flores. Nunca aprobó aquella relación y tachaba a Magda de cría cuando la veía llorar en el regazo de su madre o hacer las maletas para irse dos días a Roma. El tiempo pasó y la relación se afianzó. Magda llegó a pedir un traslado a su empresa, pero se lo denegaron. Javier se sintió feliz por ello, porque sabía que la relación con Paolo no convenía a su hija. Dos años después, una tarde de octubre, Magda llegó a casa y empezó a preparar la cena. Javier la recordaba cantando, pidiéndole a su madre especias y cuchicheándole cosas al oído. Juan también estaba en casa. La cena fue exquisita y en el momento del postre Magda se levantó, roja y sonriente y dijo que se casaba con Paolo y se iba a vivir a Italia. Su madre la abrazó, Juan le pellizcó la nariz y Javier se quedó mudo. No podía ser, no debía ser. Esas fueron sus primeras palabras. Magda tembló. Tuvieron una mala y larga discusión llena de reproches. Javier la tachó de inmadura e inconsciente, Magda de egoísta y dominante. Desde aquella noche no la había vuelto a ver. Cinco años sin hablar, sin mirarse, sin discutir, sin reírse. Cinco cumpleaños, cinco navidades, cinco veranos sin verla.
Un año después le invitó a la boda y él no fue. Le parecía absurdo y no fue. Luego, todo se volvió más complicado y el tiempo fue pasando.
No pensaba en el porqué de todo aquello, sólo pensaba que le parecía increíble que no se hablara con su hija. Amanda ya ni le hablaba de ello, lo hacía al principio pero ya no se molestaba. Javier sólo pensaba que le había dicho lo que creía, por su bien y que no era para tanto. Pero él tampoco la había llamado, tampoco la había felicitado, tampoco la había perdonado.
No le gustaba hablar del tema, Juan era el único que le hablaba de Magda, le contaba que vivía a 15 km de Roma, en un pueblo tranquilo y que ambos trabajaban en la ciudad. Le decía que eran felices y que Magda había engordado un poco, había aprendido a cocinar y se había cortado el pelo. Javier sabía que Magda venía a España una vez al mes y veía a su madre, a su hermano y a sus amigos, pero nunca venía a casa aunque él esperaba que lo hiciera.
Siguió mirando fotos y preguntándose cómo era posible que todo aquello hubiera pasado, pero había pasado y él no había hecho nada por crearlo, ni por evitarlo, aunque estaba más convencido de lo primero.
Cuando hacía ocho meses su mujer le había dicho que iba a ser abuelo de un niño, Javier sintió renacer el enfado de cinco años atrás. Todo era culpa del tal Paolo y la cabezonería de su hija y ahora, un niño. Las fotos le mostraban a una Magda teñida de rubio y frunciendo el ceño subida a una silla de mimbre.
Era ya muy tarde y Amanda no aparecía. Guardó el álbum y abrió una lata de sardinas para cenar. Sonó el teléfono, era su mujer. Estaba en el hospital, Magda se había puesto de parto. Cuando colgó fue a sentarse de nuevo en el sofá. La llama era más pequeña y había muchas ascuas. Magda en el hospital. Recordó cuando nació Juan y sintió el mismo miedo. Su hija iba a ser madre y no estaba preparada para serlo. Y todo por culpa del maldito italiano. Todo por no haberle escuchado.
El teléfono volvió a sonar. Era Juan diciéndole que se iba al hospital y que si le pasaba a buscar. Así, con toda normalidad, pretendía Juan que después de cinco años él se presentara ante Magda como si nada. Juan, con un tono poco usual en él, le dijo que un día su orgullo y soberbia le arrancarían de cuajo el corazón.
Eran ya pasadas las tres de la mañana cuando Javier subía silencioso a un taxi para ir a conocer a su nieto y eran ya pasadas las cinco cuando la felicidad de su hija le hizo comprender la paz que se puede sentir cuando uno reconoce que no siempre se tiene razón.

jueves, noviembre 29, 2007

Carta a las erróneas creencias



Siguiendo la línea epistolar de una de ésas personas con las que siempre tendré algo sobre lo que reír o llorar -a mi oh yeah-, escribo esta misiva a quien la quiera leer; tanto a aquellos que puedan sentirse identificados, como a aquellos que la obvien por desinterés.

“Creí en usted. Tanto, estimado señor, que no me di cuenta de la grandeza de mi creencia hasta que llegó la decepción. Sus maneras, de gran caballero y pendenciero, me cautivaron sin remedio. En todo veía yo algo positivo de usted. Me enseñó su estandarte de egoísmo y sinceridad y lo reconocí, con pícara sonrisa, como mío. Siempre me arremangaba la falda, cual campesina, dispuesta a defender su inusual honradez y sus dudosas maneras, y siempre me sorprendía e irritaba que los demás no lo apreciaran. Creí entender y ser entendida. Ni sus modos –contarios a veces a sus palabras-, ni sus palabras –contrarias a veces a sus modos-, lograron que desistiera. Y seguí creyendo en usted, con el afán, no escogido, que da la poca edad y la alegría. En los pocos y breves suspiros de duda que hubieron, me envolvía la rabia ante la posibilidad de estar equivocándome y me desquitaba de malas maneras con usted, señor mío, momento en que –demostrando sus habilidades propias de hidalgo-, me calmaba o me ignoraba como si me conociera bien. Esas palabras de aliento o esa indiferencia consentida, me hacía que, pasados los suspiros, siguiera creyendo en usted con más énfasis aún.
A usted, que no pedía nada, le daba yo demasiado. Mi convicción en vos era tan certera, que jamás dudé ni de mis sentimientos ni de sus palabras. Acepté seguir el juego a su manera, poco ortodoxa para mí, pero doblemente excitante por ello. Y ante usted jugué bien. Nunca supo de mi falta de ases bajo la manga, ni de mi precariedad económica cuando defendía faroles a capa y espada. Y, errante caballero, seguirá sin saberlo. Nunca supo, ni tan solo, que mi apuesta, jugara con quién jugara, siempre era usted. No es vos caballero de difícil presión y, con una comprensión más adquirida que innata, decidía acompañarle en pensamiento de una forma sutil, como creía que hacía usted conmigo; pero lo suyo no era sutileza, era futileza.
Me sentía acompañada en un silencio tan silencioso como el que siempre había soñado. En un estar con libertad y entendimiento como el que siempre había deseado. Por encima de todo. Pero por encima de todo sólo estaba yo. No era posible creer en un silencio sin respuesta. No me enseñó que usted fuera varón de vacíos. En alguna larga conversación, versamos sobre el silencio y la espera, sobre la mala interpretación de los convencionalismos. Y, como siempre, le creí. Le creí lo increíble y luego, ya fue más fácil seguir creyendo. Me gustaban las noches en las que a través de una estrella me mandaba un beso callado, que no necesitaba de cercanía para hacerse sentir. Su ausencia física –que no mental según su verborrea-, me llenaba de una fe anhelada. Cómo iba a olvidarle, cómo iba a separarme con tanta aparente imposibilidad romántica. Debió oler usted –como buen amante del perfume humano-, mi cansancio de triunfos rápidos, y me ofreció la trampa de una simulada dificultad aderezada con la siempre atrayente magnificación del sentimiento. Ahí quedé yo, revoloteando sobre el cepo, creyendo que no era suyo o que se le había caído, pero siempre creyendo en usted.
Sus deseos, sus confesiones, sus imposibilidades, sus dudas, e incluso sus aplazamientos siempre justificados por nuestro bien, caían en mi mente como verdades tan grandes como las mías. Porque no había dudas, y cuando las había, usted se las comía. Igual que me comió a mí, sin descanso y sin intención. Porque en nada había intención más allá de lo que sus labios decían sin querer condicionarme. Porque, amado señor, usted no haría jamás nada que pudiera dolerme. Y le creí. Porque yo era llama y usted a ratos agua y a ratos llama también. Y siempre dejando brasas, por si le daba por arder definitivamente.
Sepa usted, reinventado caballero, que provoqué y acepté la no viabilidad de cabalgar juntos por la playa, que ello, dada la complejidad de nuestras mentes, me causaba más alivio que desasosiego, que me alegré de creer entender y ser entendida por una vez sin males mayores, que guardé en una vistosa caja caricias robadas, miradas cálidas y palabras sinceras. Hubiera podido quedar ahí, en una bonita historia que guardaría como especial, sobre la que quizás hubiera vuelto a anhelar con el tiempo y sobre la que de vez en cuando hubiera sonreído. Pero ¿por qué, mi decepcionante caballero, tuvo que añadir nuevos capítulos a una historia cerrada y acabada? ¿Por qué tuvo que teñir de común lo que un día fue especial, porqué tuvo que actuar como un ser terrenal después ser mágico? ¿Por qué no cargó usted con su vacío y sus leyes salvando mi rincón? ¿Por qué destrozó lo que creó si lo que creó era ya pasado y a nadie le importaba? Era usted alguien noble en la batalla, capaz de hablar con sus hombres y contar la verdad, capaz de usar la templanza cuando la situación lo requería, capaz de desvivirse porque se hiciera justicia, capaz de vivir sin vivir por un acuerdo tácito consigo mismo. ¿Por qué entonces tuvo que mentir? ¿Por qué entonces bajó a las trincheras y actuó como un soldado raso? No escribiré la respuesta porque a la decepción de nada le serviría. Pero sepa también, querido caballero, que me sorprende más a mi no creerle que lo que a usted le duela no ser creído.
Porque cuando la mirada hacia alguien cambia, por limpia que sea, caballero, crea un muro donde ya no cabe nada más que lo que el otro provocó.
A usted, estimado señor, con quien bailé en grandes castillos, hablé -con el lenguaje más sincero que supe utilizar- en modernos mundos y sentí en imaginarios cuentos, le escribo esta carta. Por hacerle saber que creí ciegamente en vos, piense usted lo que piense."

lunes, noviembre 26, 2007

Duelos de-mentes


Cuando pensamos en “duelos”, podemos recrear en nuestra mente imágenes que hemos visto en películas o que hemos imaginado en algún libro y que, casi siempre, nos remiten a algún sitio amplio donde dos cuerpos se enfrentan bajo un tintineo de choque de espadas. Pero no siempre los duelos son enfrentamientos físicos en los que se pone en juego la vida o el orgullo. Hay duelos más sutiles, batallas que no necesitan de espacio, guerras que pueden ser silenciosas.
Hay duelos que carecen de sentido, que se inician por nimiedades tan absurdas que no podría sorprendernos que, de repente, uno de los contrincantes soltara una carcajada. Pero también hay duelos más profundos, que se libran en el seno de guerras que se creen olvidadas o incluso ganadas. Solemos creer que las treguas o las banderas blancas encierran la posibilidad de que la guerra no vuelva, pero la única realidad es que las guerras no acaban hasta que las ganas o las pierdes y, a veces, ni así. Todo lo que queda entre enfrentarse de forma definitiva o abandonar con convicción, sigue siendo guerra, aunque no se oigan bombas. Por eso, a veces, el duelo sorprende, porque nos encontramos de repente cual titanes defendiendo causas que ya creíamos ganadas o perdidas y nos vemos de nuevo en plena guerra y librando una nueva batalla que cada vez cansa más.
Los duelos físicos son quizá más peligrosos pero mucho más sencillos; quien haga sangrar primero al otro gana sin más y se queda con la razón por ser más hábil, más fuerte o más valiente. A partir de ahí se acaban las preguntas. Son duelos primitivos y eficaces, combates que duran un asalto y quedan sentenciados. Pero los duelos de los que hablo son tan políticamente correctos y aparentemente necesarios que no pueden acabarse y olvidarse con un simple empujón. Es sorprendente, analizando la historia de los duelos, ver como estos tenían sus propias normas. Es decir, hasta para un enfrentamiento se establecían códigos de lo que se permitía y lo que no; quizás el más relevante era que para tener derecho a retar, ambos debían ostentar un mismo nivel social, una misma “altura” que –dada nuestra historia humana-, ya sabréis en qué se basaba. La cuestión es que si no se estaba al mismo nivel no había ni derecho a duelo, directamente quedabas derrotado. No pensemos que, pese a los siglos transcurridos, esto ha cambiado mucho. Solemos ser, por desgracia, demasiado conscientes de nuestro rol y ello determina nuestras actuaciones. Nuestro consciente tiene demasiado oído y aprendido hasta dónde podemos llegar y con quién podemos o no. Revelarse en esto y no aceptar lo comúnmente establecido tiene un precio, que suele oscilar entre la impotencia, la satisfacción, el desengaño o la algarabía.
No nos batimos en duelo de la misma manera con un amigo, con un familiar, con un jefe o con un desconocido. Hasta ahí acepto porque sólo es cuestión de maneras y porque lo realmente importante no es el cómo, sino el qué; entiendo que no se pueda exponer una cuestión a tu jefe enviándole un mensaje al móvil y quedando en el bar para tomar un copa, de la misma manera que entiendo que no le comentes algo a un amigo citándole por e-mail tres días antes bajo la sugerencia de que se ponga corbata, pero lo que ya escapa a mi entendimiento es que los objetivos cambien según con quién los tratas si la convicción es una y clara. Al parecer, para lograr entenderlo, me tengo que remontar a las jerarquías que el mismo hombre se ha encargado de establecer y a la cultura, esa que nos enseña con esmero que hay vallas que no debemos saltar.
Y así se escribe la historia, con vallas que cada vez son más altas y más sólidas porque se crecen ante la falta de valor de los deportistas, con vallas que nos sonríen socarronas viendo como algunos se atan con ímpetu las zapatillas pero no pasan de la línea de salida, con vallas conscientes de su poder después de ver que los pocos que se atreven a hacer la carrera acaban lesionados o estrellados contra el suelo. Así que se decide no correr, por si acaso. Es así, y suena incluso mejor de lo que significa.
Los que no corren siempre tienen una excusa e, incluso a veces, son excusas válidas y razonadas, pero el caso es que no corren; por defecto, todos nos consideramos deportistas capaces de hacer la carrera y saltar vallas, pero se queda ahí, en creernos capaces sin encontrar el momento de demostrarlo. Nos gusta tener las mejores zapatillas en el armario para mostrarlas, nos gusta hacer calentamientos para que luego no nos cojan agujetas, nos gusta aconsejar a los demás que salten, e incluso nos permitimos criticar y sancionar a los que no saltan, pero luego -y como mucho-, nadie pasa de dos brincos mal logrados.
La historia demuestra que cuando todo va mal, la gente salta y corre más (¿quizá hay menos que perder?) y, por el contrario, cuando hay apariencia de bienestar relegamos los saltos al olvido. Lo que parece ser que pasa también a un peligroso olvido es que el dejar de saltar vallas puede acabar llevándonos a una situación mucho peor de lo que podemos imaginar y de la que nosotros seremos únicos culpables… es lo que tiene la estúpida grandeza humana.

miércoles, noviembre 21, 2007

Por el interés te quiero Andrés


No descarto yo acabar ganándome el pan con un turbante, grandes aros y una reluciente bola de cristal… ¿acaso no hablaba yo en anteriores escritos de bromas cósmicas y de heridas varias? Pues ale, si no quería caldo, ahora tengo dos tazas y encima rebosantes. Basta que pienses que algo no tendrá trascendencia para que la tenga. Basta que decidas que van a pasar años hasta que vuelvas a ver a alguien para que te tropieces con el susodich en la escalera. Y es que las cosas son como son. Decisiones que se toman un día y que, sabiendo lo que sabes al día siguiente, las harías de otra manera. Pero el tiempo no retrocede, no hay máquinas mágicas. Así que a lo hecho, pecho, aunque sea con interés de por medio. El interés es algo bastante despreciable cuando se entiende como algo impersonal. Sentirlo así, en toda su grandeza, provoca una repulsión digna de la peor decepción, que ya es decir. Andrés tiene, en este caso, la absoluta certeza de saber que puede dañar a quien intenta utilizarlo. Andrés sabe que con una llamada puede cambiar las cosas y dejar de sentir la sensación asquerosa del interés más interesado. Andrés sabe que la decepción justificaría esos actos. Pero va a resultar que el pobre Andrés tiene escrúpulos, algo de lo que carece el que quiere a Andrés por interés. Va a resultar que Andrés, pese a verlo todo con claridad, tiende a pensar que no todo vale y que el torear al interesado sería más propio del interesado que de él y, por tanto, valora el no hacer lo que siempre criticó. Es un hombre especial Andrés, tanto, que no va aceptar ni las gracias del interesado. Tanto, que no va a aprovechar la ocasión ni para hacerle ver al interesado que se sabe utilizado.
Así que el interesado va a salirse con la suya, algo que probablemente ni dudó, por tan idiota que siempre vio a Andrés. Lo que no sabe el interesado es que Andrés sabe de la suciedad de su trigo y que, lejos de la rabia, sólo siente pena porque existan interesados así. Prefiere que crean que lo pueden manejar a estropear algo que puede beneficiar a muchos Andreses.
A todo Andrés le llegará su recompensa y a otros animales… su San Martín.

martes, noviembre 20, 2007

De cicatrices y heridas


Podríamos decir que los cuerpos están llenos de cicatrices. Algunas más grandes, otras más pequeñas, pero todas fueron, inicialmente, heridas. Podemos repasarlas con la mente y acariciarlas con las manos. Podemos saber dónde, cuándo y cómo fueron, recordarlas con nostalgia, con tristeza o con orgullo. Algunas sangraron más, otras tuvieron suficiente con una pequeña cura y una gran tirita. Se supone que las cicatrices enseñan, que están ahí para recordarnos lo que sucedió, que en su momento nos dieron una lección. Esas lecciones -supuestamente aprendidas- pueden tener sabor de chocolate, pueden recordarse con gusto dulce o pueden ser más amargas, como una mala almendra que te hace arrugar la nariz y tensar el cuello. Son nuestras cicatrices y, a nuestra manera, las queremos y escondemos. No siempre son las más profundas las que escondemos, ni las más leves las que gritamos. Podemos crear mapas, complejas rutas de dolor y alegría con caminos curvados y rugosos que también tuvieron tramos llanos y despejados.
Hay algunas que no cicatrizan, parece que lo hacen, pero cuando pasas la yema de un dedo por encima se abren y vuelven a sangrar, y sorprende. Hay otras que olvidamos, como si nunca hubiesen existido y que sólo vemos cuando nos quedamos desnudos delante de un “espejo” que no sabe mentir. Las más antiguas y curadas tienen un color blancuzco, un olor a pasado, un sabor a orgullo. Están cerradas.
Las más rosadas están presentes, cicatrizan a un ritmo más lento y cuando nos acordamos, las miramos de reojo para asegurarnos de que siguen su evolución. Luego están las que aún no se han cerrado, aquellas a las que tontamente descuidamos y más atenciones necesitan. Y no se pueden enseñar, porque, a menudo, una de las heridas la provocó el enseñar antiguas cicatrices. Y así surgen los mapas secretos de la gente; con cicatrices que han determinado maneras de ser. Quizás no sea de valientes desenrollar nuestro mapa encima de una mesa y enseñárselo a alguien esperando que por mostrarlas se curen. Es cuestión de hondura. Cuestión de apertura, cuestión personal. Descifrar mapas y encontrar tesoros nunca fue fácil; descifrar mapas y encontrar ruinas también es difícil pero más probable. Andar por caminos que ya conocemos tampoco lo es, aunque muchos lo prefieren antes que andar por sendas desconocidas. El repaso al dolor y al placer es un ejercicio que no siempre se puede compartir, aunque se quiera.
Lo que nos hiere no siempre es lo que esperamos que va a doler. Damos por sabido demasiadas cosas y no tenemos en cuenta que las sorpresas pueden ser las antecesoras de algunos cortes. Cerrar heridas no se elige, y darnos cuenta de ellas no es plato de buen gusto. Repetir o reabrir algunas, una y otra vez, es demasiado peligroso y, sin embargo, una opción para dejar de repetirlas.
A veces, necesitamos verlas para ser capaces de recordar, y encontrarlas puede ser incluso más duro que el escozor que produjeron al abrirse.
Borges dijo que el hombre puede vivir porque puede olvidar, porque es capaz de no recordarlo todo. Él se perdió en su pergamino y se topó con la imposibilidad de seguir viviendo. Quizás de ello debamos aprender que las peores heridas no son las que no cicatrizan con la rapidez que deseamos, sino las que somos incapaces de ver.

sábado, noviembre 17, 2007

La nuit


El mercado de la noche no cambia demasiado aunque cada persona se intente reinventar.
Gente, personalidades, diversión, búsquedas, deseos, y sobre todo, muchos desconocidos en un mismo espacio. ¿Credenciales? Las que cada uno quiera dar. ¿Tópicos? A manta. Si aún estás a la mitad de la primera copa, te puedes sentar y observar, es la versión de un teatro real. Hay papeles, actores secundarios y protagonistas. Puedes ir viendo como con una mirada se inicia una historia o una aventura. La improvisación gana puntos porque los guionistas y apuntadores quieren también subir al escenario. Todo el mundo busca su momento de gloria.
No es del todo fácil seguir una única historia, es inevitable perderse en algún extravagante collar, una apretada camiseta o alguna técnica de maquillaje completamente pintoresca, nunca mejor dicho.
La música suena y el ambiente se caldea. La gente se arremolina en las barras en busca de la sensación etílica. Hay apretones, disculpas, sonrisas y primeros acercamientos. Las luces de la barra y la sobriedad que da el principio de la noche, permiten ver con más claridad si el otro es tuerto, tiene granos o unas bonitas manos. Todo incita a moverse, a bailar, a hablar –por no decir gritar-. No siempre es fácil seguir los ritmos de la música que ponen, cada uno tiene en eso su propio encanto; los hay perdidos, de esos que quizás salen una vez cada tres meses y que abren los ojos ante una canción que jamás habían escuchado, mientras piensan que están desfasados, otros, probablemente los más asiduos, tararean mientras bailan la letra de la canción porque la escuchan cada sábado. Son graciosos los don Juanes, que dominan tanto el cotarro que se permiten el lujo de ir observando lo que hay a su alrededor mientras bailan, en contraposición con los más tímidos, que ya tienen suficiente con intentar que sus movimientos tengan cierta coordinación con los sonidos que envuelven la sala.

Cada uno, a su manera, encarna lo que una de mis amigas llama "el baile del la grulla", conocido también como movimiento que incita al apareamiento y que, en la mayoría de los casos, suele dar resultado, no se sabe si con el deseado, pero con alguien, seguro que da resultado. Tanta bebida tiene sus efectos físicos, y los lavabos se empiezan a colapsar. Digna de mención es también la cola de los escusados. Podría ser relativamente fácil pensar en tendencias lésbicas a juzgar por las miradas y repasones que se dedican las mujeres. Lo mejor es cuando se retocan (me incluyo) frente al grandísimo espejo, ese es uno de los momentos cumbre de la noche por las conversaciones -que entre rimel, colorete y pintalabios-, se suceden. Todas están feísimas (según ellas) porque han tenido un día de perros y porque la semana ha sido muy dura, claro, a alguien hay que culpar de según qué caras. Las posturitas y los morros que se dedican ante el espejo son propios de mujeres que trabajan de modelos en la pasarela. Hay achuchones de pelo en un intento de que el liso se convierta en rizado y el rizado en cualquier otra cosa. Ya se sabe….se quiere lo que no se tiene. Juro haber visto a mi lado pieles blancas –propias de los meses de invierno-, que tras una buena aplicación de polvos mágicos, deslumbran como bronceados naturales de pleno agosto. Como ya hace un rato que rondan por la discoteca, hay ganado del que hablar. Nombres masculinos van salpicando la estancia, acompañados de risas, suspiros e incluso lágrimas, una grandísima pena después de los esfuerzos de haberse puesto bien el rimel. Encantadoras, somos todas encantadoras entre esas paredes en las que salen nuestras dudas y deseos. Yo, que en ocasiones no hago caso de las normas de conducta, he estado –por cuestión de proximidad y urgencia-, en un lavabo de hombres y nada que ver. Allí todo es aburridísimo; casi nunca hay cola y una vez dentro, tan sólo mean y se van, son muy sosos la mayoría de los hombres, hay que saber amortizar las estancias y darles más usos que el básico. Salir del lavabo recién retocada sabiéndote maravillosa (porque tus amigas te han dicho mil veces que lo estás), es una experiencia que te llena de vitalidad, de tanta vitalidad que si no la controlas puede hacer que pases de reina a ridícula cayéndote por las escaleras.

Se vuelve, de nuevo, al meollo de la pista, a la búsqueda de un sitio fijo en el que puedas tener tu espacio y lo defiendas con algún que otro empujoncillo que suavizas con buenas maneras y una sonrisa. A partir de ahí y antes de que el alcohol te lo impida, haces una composición de lugar –por no decir de personas- y ya te dejas llevar. Este concepto difiere en su aplicación dependiendo del objetivo que cada uno tenga, uno puede dedicarse a bailar y disfrutar y otros a entablar conversación después de un elaborado y siempre excitante juego de miradas. Es una fiesta, un sitio al que la gente acude a pasarlo bien, y se nota. Salvo excepciones, te atrapa el duendecillo de la diversión, de la opción, del denominado “buen rollo”. Los comentarios se suceden sin querer, ya sea sobre el cubata que te acaban de tirar encima, los movimientos contorsionistas dignos de admiración de la que tienes detrás, el vuelo raso de algún moscardón al que sólo le falta la escopeta o la coreografía espontánea que te sale al encontrar el ritmo de fondo de la canción. En la noche, el tiempo tampoco se detiene, y las visitas a la barra van haciendo su efecto. Lo que un lunes por la mañana te podría hacer gruñir, te parece ahora un comentario o una situación llena de humor, ingenio y simpatía y las dentaduras no dejan de brillar. Vueltas y más vueltas para esa canción de Shakira que te incita a creer que mueves la caderas igualito que ella sin preocuparte por cómo se visualizará desde fuera porque tú, desde tu perspectiva, estás más que satisfecha. Movimientos de brazos y piernas que, sin demasiado control, bajan y suben liberándote de las posturas con las que llevas cargando toda la semana. La gente ha cogido el ritmo, y son muchas las canciones que llevas bailando entre comentarios, risas y conversaciones sin demasiada trascendencia.

Hay que ir otra vez a mi adorado lavabo y, esta vez, cuesta mucho más atravesar la pista de baile, de hecho, hacerlo sin derramar el vaso, pisar a alguien o ser pisado, tiene un mérito incalculable por el que deberían conceder una titulación a la templanza y el pulso. Ahora bien, también deberían conceder un diploma a la astucia y coherencia de aquellos que eliminan los escalones en un sitio donde la gente bebe, porque es admirable que, entre recovecos y pies que atestan la sala, una sea capaz de ver por dónde camina y no acabar pegándose un sopapo de aúpa. A esas horas, el ambiente en el servicio de chicas ha pasado de genial a sublime. Los ojos brillan más, los pelos ya no importan tanto, los mofletes han subido de color sin necesidad de colorete y las conversaciones han perdido su “saber estar”. Directamente, con un riachuelo de alcohol corriendo por tus bonitas venas, todas estamos felices y contentas…o así lo veo yo (quien no me conozca me va a recomendar una breve visita a alcohólicos anónimos, gracias por adelantado por la preocupación).

La restauración facial ya se toma de otra manera, básicamente porque no importa tanto y porque hay poco más que hacer con esa carita que bueno, es la que es. La salida del lavabo esta vez, es peligrosa de verdad, la bajada de la escalera es de vértigo, y cual anciana, palpas la barandilla mientras atinas a recogerte el pelo para ver los escalones. La vuelta al sitio que escogiste de la pista es más enriquecedora, y esta vez no por la tonta y efímera felicidad del vodka, sino porque ves lo que ya sospechabas desde hacía tiempo: el triunfo del amor. Ha nacido el amor, así titularía yo el ambiente de una discoteca pasadas las cuatro de la mañana (llamarlo amor, llamarlo como queráis). Pues sí, el sentimiento triunfa por doquier en las esquinas, en la barra, en las malditas escaleras -en las que está predestinado que yo me escalabre-, triunfa por todas partes en forma de besos apasionados, de miradas coquetas, de manos en cinturas y en espaldas, es maravilloso. Además, empiezan a poner canciones realmente buenas, de esas que te llegan, de esas en las que sientes que el dj tiene telepatía contigo y te dan ganas de subir y decirle que entre vosotros a triunfado también el amor y que no puedes hacer nada por evitarlo, pero vaya, tras comentar la idea a tu amiga, descartas la opción, básicamente por carecer de sentido y porque te ves incapaz de volver a atravesar esa pista sobre la que piensas que es demasiado pequeña o que se han pasado el cupo de aforo por el forro.

Así que arañas las últimas canciones de la noche, entre conversaciones y risas que te hacen saber que ha sido una buena noche y que en breve vas a tener que coger el coche y conducir, lo que te lleva a pensar que quizás deberías intentar tocarte la rodilla con el codo para ver si estás en condiciones, pero lo descartas por la casi certeza de que perderás el equilibrio que tanto te ha costado mantener en las escalera, pero, que quede claro, únicamente por culpa de los tacones.
Las luces se empiezan a encender tímidamente, igual que tímidamente, esos ganadores de “amor” van mirándose a la cara con temor a que la poca luz y el alcohol les haya echo ver un príncipe donde hay un sapo o un pivón dónde hay una que sabe sacar partido al escote. Hay gente que se conoce en la salida, es la magia de la noche, o de la misma salida.
Una vez fuera, dependiendo del humor de tu estómago, puede apetecer ir a desayunar e incluso puedes decirlo en voz alta y con convencimiento transitorio, pero la mayoría de las veces, cuando empiezas a caminar hacia el coche, un deseo irrefrenable de que el “teletransoporte” exista puede contigo y con el dolor de unos piececillos que han trabajado más de lo habitual, así que la cama se vuelve bombón, de esos rellenos e irresistibles, y empiezas a sentir un verdadero deseo y amor por llegar a ella. Ya veis, siempre triunfa el amor.

La amenaza humana



El progreso. La primera acepción de la RAE nos dice que significa “acción de ir hacia delante”, la segunda, “avance, adelanto, perfeccionamiento”.
Aparentemente pues, el progreso se vincula a lo positivo. Se habla de progreso social, de progreso educativo, de progreso económico, de progreso laboral. Se alude al progreso como algo imparable e incluso normal, capaz de justificar lo injustificable. Alguna vez he oído también hablar del “progreso de la humanidad”, pero pocas veces oigo hablar del “progreso humano” entendido como progreso personal. Es normal que lo oiga poco porque en esa vertiente hay más bien retroceso que progreso.


En los años 60, cuando por la Diagonal de Barcelona circulaban algunos Seiscientos que no tenían flirteos con atascos, se hablaba de progreso automovilístico. Cuando se levantaban industrias en la costa y acudía gente de otros rincones del país, se hablaba de progreso económico, de bonanza. Muchos querían acudir a las grandes ciudades, donde el progreso, entendido siempre como algo positivo, permitía volver a los pueblos natales para hablar de avances insospechados. Aquellos jóvenes que salían de sus pueblos llenos de ilusión, que vivían en hostales, que se casaban y se iban a vivir –sin trauma ninguno- de alquiler, aquellos jóvenes que volvían a casa por Navidad contando las mieles del progreso de las ciudades boyantes de energía, se han extinguido. Los ha extinguido el mismo progreso.


Creo sinceramente que yo, de la generación del 80, aún he tenido algo de suerte en comparación a las infancias posteriores. No puedo evitar enorgullecerme de haber jugado con muñecas, aunque no lloraran ni se mearan, de haber mamado series de dibujos que transcurrían en prados y que hablaban de bondad y de nobleza, de esperar con anhelo la hora del recreo para jugar a cromos con purpurina mientras los chicos de clase nos enseñaban los canciones que habían ganado. No puedo evitar sonreír cuando recuerdo mi primera bicicleta, que era roja y tenía una cesta blanca de mimbre, preciosa, donde, por supuesto, sentaba a mi muñeca. De la misma manera, no puedo tampoco evitar aplaudir que con 16 años mi madre no me dejara comprar la ropa que veía en la tele o que mi padre pusiera el grito en el cielo cuando le decía que ya era mayor para llegar a las 3 de la mañana –la impertinencia no va ligada al progreso-. Recuerdo cuando el autobús me costaba 75 pesetas y los billetes azules de 500, con los que me podía tomar una coca-cola con mis amigas y luego comprar una gran bolsa de chuches. Recuerdo también todos los veranos en el pueblo de mis abuelos, que también era el pueblo de mis padres y cómo, ya en aquel entonces, percibía yo la diferencia entre correr por las calles y montañas o jugar en un parque de la ciudad, dónde las madres andaban locas –como ahora-, ante la inminencia de que un coche atropellara a un niño o un depravado les ofreciera caramelos. El cambio no ha sido lento y el progreso, menos. Mi padre, de la generación del 40, dice sonriendo que ha vivido más de 100 años por todo lo que ha visto. Y mi abuela, a la que estos días tengo la suerte de tener cerca, mira las historias que pasan en el mundo con una pena callada que asusta teniendo en cuenta que vivió una guerra. Progreso. Mi mente se colapsa. ¿Podría decir que el progreso daña? ¿Sería políticamente correcto hacerlo? ¿Estaría mintiendo? Me da igual, me atrevo a afirmar con rotundidad que el progreso, aunque ha traído bueno, ha traído también demasiado malo. Y sí, estoy en contra del progreso actual. No en vano son demasiadas las veces en que mi mente divaga, cual romántico, sobre la bendita suerte del hombre que vive en armonía con la sencillez, el campo y demás menesteres que nos pertocan como animales que somos. Pero todo animal se acaba acostumbrando a lo que le rodea, al parecer, la adaptación del instinto de supervivencia te aleja, tanto de lo malo como de lo bueno, al parecer, estamos programados para vivir a cualquier precio.


Son pocas las cosas a las que hoy no tenemos acceso; se puede esquiar en pleno verano, hablar a tiempo real con alguien que esté en la otra punta del planeta viéndole la cara, saber en un minuto qué tiempo hará mañana en Escocia o llegar a la primera al número de una calle en la que jamás habías estado. Se pueden llamar facilidades, supongo, en cualquier caso, son facilidades que van de la mano de caras consecuencias. No se ha podido separar una cosa de la otra, no hemos sido capaces de amortizar del progreso sólo lo bueno. Nuestra “inteligencia” nos ha perdido. Como los enamorados, avance y fatalidad, van cogidos de la mano, y también como los enamorados, unas veces nos hacen sonreír y otras llorar a lágrima viva. Internet, emblema del progreso por excelencia, creó autopistas de acceso a la información, y en esas autopistas, los humanos crearon también carreteras secundarias de pornografía infantil, fabricación de bombas caseras, uniones de grupos nazis y demás bonitas ocurrencias de la mente humana. El teléfono móvil, además de “salvar la vida” a algún autónomo, o de permitir no desangrarse a algún infeliz que cayera barranco abajo, sirve también para poner en duda la autonomía, independencia y tranquilidad a la que tiene derecho cualquier persona. El progreso de la televisión también podría ser digno de estudio en estos tiempos que corren, ya que los buenos documentales, las películas o los informativos, pierden la batalla de manera irremediable ante los trapos sucios de la vida de cualquier personaje de poca monta que gana dinero a espuertas por haberse acostado o peleado con algún otro fantoche. Debo ir escogiendo entre diferentes “progresos” porque, tristemente, me doy cuenta de que la lista sería interminable. Nombraré otro de vigencia preocupante, el progreso estético, ese que originalmente tenía el objetivo de hacernos sentir mejor con unas sales perfumadas para darse un baño o con un protector labial para combatir las pupas de los labios y que ahora se ha convertido en un afán de perfección física que lleva a la gente a morir voluntariamente de hambre, destrozarse la cara con inyecciones de botox, dejarse medio sueldo en maquillaje y uñas postizas para engañar al galán de turno que ya nació guapo y rico o, en definitiva, anhelar tener lo que no tenemos porque sabemos que el progreso lo ha puesto a nuestro alcance. Progreso. Está también el reconocido progreso de la medicina, que no se libra tampoco de haber sido utilizado doblemente, pues tan cierto es que ha dado frutos pragmáticos en cuanto a curas que en algún momento se creyeron impensables, como que ha supuesto la prolongación de vidas con agonía y frustración en cuerpos sobre los que sus ocupantes ya no tienen capacidad de elección. Un progreso que hace avanzar a nuestra mente hacia una frialdad e indiferencia sin límite, un progreso que acepta como intrínseco la inseguridad en la calle, las guerras sin más motivo que el interés económico, los asesinatos dónde, cuándo y como sea, la falsedad en todo su esplendor, la hipocresía como pan de cada día, la demanda de psicólogos, la política como algo en lo que vale todo, la poca perplejidad ante lo que sabemos malo, la manipulación y la injusticia.


Poder, sexo y dinero dicen que son los señores que mueven el mundo, pero yo, no puedo evitar preguntarme si también eran esos los señores que movían el mundo antes de que llegara el progreso. Acabo ya con otro progreso al que soy incapaz de encontrarle algo de ironía o de bueno. El progreso teconológico-armamentístico, ese que se traduce en amenaza mundial disfrazada de fanatismo religioso, de certeza de que uno sabe más que otro lo que es mejor para todos, del foro económico mundial -el social no pinta nada-, ese que hará que quizás otra civilización diga de nosotros que el progreso nos destruyó.

lunes, noviembre 12, 2007

La broma cósmica


Podría ser cierto que todos formáramos parte de una broma cósmica. Al menos, sería la explicación a extraños sucesos que parecen estar fuera de nuestro alcance. Cosas que ocurren sin más, sin motivo, contrarias a lo que se supone que debía suceder o, simplemente, hechos sorprendentes que nos hacen menear la cabeza, como atontados. Se le puede llamar broma cósmica, destino, casualidad o cualquier otra cosa, pero el significado acaba siendo el mismo o al menos, aludiendo a lo mismo, a una especie de fuerza superior que parece dominar nuestra vida sin que nuestros planes cuenten demasiado. Es peligroso darle demasiadas vueltas a esta posibilidad porque podría llevarnos a encontrar la inutilidad de la voluntad. Hay que creer que nosotros tenemos el poder de algo, es lo que prima hoy en día y probablemente no esté mal pensado porque incita al afán de superación y a la creencia de que mucho depende de nosotros mismos. Sea como sea y vivido lo vivido, hay que contemplar la posibilidad de que el cosmos tenga para nosotros unos planes diferentes a los que queremos.
Hay muchas teorías sobre este tema, tantas, que probablemente ninguna sea de todo cierta. A mi, esto del destino, tan pronto me suena a pantomima como a cierto, según lo que me interese, claro. No es faena mía averiguar si lo que me interesa es lo que yo decido o lo que el cosmos ha decidido a mis espaldas.
Que no podemos elegir tanto como nos gustaría creer, es una premisa que voy viendo clara con el paso del tiempo, pero de ahí a afirmar que una fuerza superior guía nuestras vidas, hay un trecho tan grande como el Titicaca, que es el segundo lago más grande de Sudamérica, y además, el culpable de que en quinto de EGB me castigaran por nombrarlo; la profesora creyó que intentaba hacerme la graciosa. Es un lastre que arrastro el que la gente crea que bromeo cuando hablo en serio. Vuelvo al cosmos que me pierdo en su grandeza… el temita del destino está unido sin remedio a la cuestión religiosa, a unas leyes divinas que anuncian destinos ineludibles para cada ser humano, caminos de vidas escritos en páginas celestiales en los que se leen las respuestas a nuestras miles de preguntas. Y nosotros sin poder acceder a la lectura, válgame Dios. Aunque claro, quizá forme parte del destino el que sepamos que está todo escrito y dicho pero no tengamos acceso a ello. Claro, si es que nuestro cerebro se ha desarrollado tantísimo a lo largo de los siglos, que somos capaces de encontrar justificación y explicación a todo aunque en realidad no la tenga. Por si acaso, me he parado a escuchar al cosmos-destino-casualidad, y, aunque no estoy muy segura de dónde viene la información, el mensaje ha sido claro: es sabio no hacerse según qué preguntas y no buscar según qué respuestas.

miércoles, octubre 31, 2007

Uno

Un segundo. Casi lo que dura un parpadeo. Y te puede cambiar la vida. Un segundo. Ayer lo vi en un rostro. Un segundo de esos que pasan sin que te des cuenta, de esos que no valoras. Un segundo que no tiene nada que ver con los segundos que pasamos cantando, renegando, trabajando, hablando, durmiendo. Un segundo puede suponer un antes y un después. Ayer lo vi en un rostro. Un "tic" que no llega a ser "tac" porque el primero te paraliza. Su rostro serio lo decía. Fue más de un segundo el tiempo que yo lo miré. Su mirada me paralizó, pero sólo un segundo, luego, metí primera y seguí. Pero sus ojos me siguen acompañando. No sé lo que le finalmente le ocurrió, pero supe lo que pensó.

Un segundo. En un momento estás pensando en que la Navidad está al llegar y un segudo después te planteas si la vivirás. En este caso, un maldito segundo.

Es el mismo segundo en el que alguien te puede dar un intenso beso, en el que una hoja seca se desprende de la rama. Es el mismo segundo en que cierras los ojos porque un rayo de sol te da en la cara. Pero para él fue un segundo maldito.

Estaba estirado y tapado. Su cara se iluminaba con el color naranja intermitente de la ambulancia. Él no se movía. Tenía los ojos abiertos y la expresión desencajada. Le vi parpadear. Durante un segundo sentí la importancia de un segundo.

lunes, octubre 29, 2007

Con "S" de aSumir

Zapatero ha asumido su responsabilidad respecto a los acontecimientos que se han ido sucediendo desde que empezaran las obras del AVE en Barcelona. No es que hayamos de aplaudir lo obvio pero, teniendo en cuenta la actuación de los políticos en los últimos años, hay que reconocérselo. La gestión de la empresa a la que se le adjudicaron las obras ha sido y es nefasta, es una realidad y, pese al comportamiento ejemplar y paciente de los catalanes, era preciso oir las palabras del máximo responsable. Las palabras de la ministra Álvarez han dejado bastante que desear y las de la oposición, aún más. Ahora va a resultar que, según el Sr. Rajoi, de lo que se trata es de que Zapatero esté en un atasco a las 8.00h de la mañana de un lunes. Pues no, no se trata de eso, lo que hay que hacer es buscar soluciones y no tolerar y alargar situaciones en las que el cuidadano, sin comerlo ni beberlo, resulta ser el más perjudicado. No hay que olvidar que lo que ha provocado todo esto es un obra monumental que tiene por objetivo la mejora de las comunicaciones ferroviarias, algo que no justifica lo ocurrido pero sí supondrá -en su culminación-, un avance sustancial en el transporte.

No puedo hablar de igual manera del Ejecutivo catalán, ya que me parece insostenible y poco valiente culpar a la gestión de antiguos gobiernos de lo sucedido, no porque pueda ser incierto, sino porque es algo con lo que se debe contar y porque es una justificación poco sólida ya que supone, indirectamente, reconocer una incapacidad de la que me parece poco inteligente presumir. En la celebración del pleno sobre el que se ha tratado el tema de Cercanías, ni un solo catalán se ha acercado a dar su opinión sobre lo acaecido, presupongo que suficiente tienen con los madrugones y la pérdida de tiempo como para ir al Parlament a gritar lo obvio.


Algunos se empeñan en difundir la idea de las facturas electorales que suelen pasar este tipo de situaciones, otros, se posicionan en contra de su equipo de trabajo por la inminecia de Congresos Nacionales en los que elegir candidatos, otros, piden dimisiones, y, en general, todos están pendientes de los votos que pueden dar o quitar sus comparecencias y opiniones.

Visto lo visto, no puedo menos que seguir creyendo en la inteligencia del ciudadano catalán, en su razonamiento para entender que este tipo de "desastres" no convienen a nadie (incluyendo a los políticos que gobiernan) y que, como en la vida, lo realmente importante no son los problemas que aparecen (simpre inevitables), sino la manera en que se gestionan las soluciones. Juzguemos la capacidad a partir de aquí, porque la van a tener que demostrar con creces, sabiendo sortear la problemática de las competencias, de los pactos y de las cabezas que piden decapitar.
Ahora bien, esta vez, Montilla debería aprender de Zapatero en cuanto a asumir, y de los catalanes, en cuanto a inteligencia y respeto.

Sinceridad contra natura



Los animales son sinceros, no les queda otra, no piensan lo que hacen y, por tanto, sólo hacen lo que sienten. Si pudiesen elegir, quizá no lo serían. Nosotros podemos elegir y no siempre optamos por ella, y se presupone que somos inteligentes. Son demasiadas las veces en las que la sinceridad parece la peor opción. Menos mal que aún se cataloga como virtud, sino, se extinguiría. No hay estadísticas claras de los beneficios de la sinceridad. Quizá no triunfe tanto como se quiere pensar. Quizá tenga algo de leyenda. Dicen que reconforta, aunque esa palabra remite más a consuelo que a otra cosa. Dicen también que practicarla es de ser valiente. O no, porque también dicen que de valientes está lleno el cementerio.
Lo que ya es más probable es que la sinceridad no encaje en demasiadas parcelas de esta era. Hay que saber dosificarla y, sobre todo, saber utilizarla, momento en el que pierde toda su esencia y pureza. La sinceridad, ese adjetivo que mucha gente añade a su descripción, no es, en demasiadas ocasiones, plato de buen gusto, ni para quien la practica, ni para quien la recibe. Claro que, en los tiempos que corren, la sinceridad se puede confundir fácilmente con mala educación, falta de delicadeza, carencia de escrúpulos, insensibilidad congénita o retraso mental. Diplomacia y saber estar ante todo, por supuesto. Y la sinceridad, aparcadita en un rincón, que ahí está bien, y que sólo se levante cuando no hay nada que perder y, a veces, ni eso. A menudo, la sinceridad da vergüenza, esto es porque deja en evidencia nuestros verdaderos pensamientos. Ahora habría que averiguar quién nos ha hecho creer que algún pensamiento pueda ser vergonzoso, reflexión que debería acabar en pensar porqué nos lo hemos creído. Pero es así. La sinceridad ha pasado a ser como las personas mayores; todo el mundo las adora, las quiere y las respeta, pero en realidad la visitan una vez al año y de paso, por aquello de sentirse bien. Lo pasmante es que si te paras a pensar, la sinceridad es incompatible con el funcionamiento actual del mundo. Eso puede ser una buena excusa para callarse, de hecho, es una perfecta justificación. Veamos… ¿qué sucedería si le dijeses a un amigo que es un tremendo borrego por aguantar alguna situación por gusto y que estás cansado de hablar una y otra vez de lo mismo para nada? Con suerte, te dará la razón en un momento de lucidez y sólo te lo reprochará de vez en cuando. ¿Y si le dijeras a tu jefe (pongamos que no es un ser cercano) las carencias y soluciones que tu cerebro percibe con toda nitidez en el trabajo? Si tiene un buen día hará oídos sordos, sino, los problemas que le has expuesto se multiplicarán por mil pero sólo para ti. Prueba comentar con toda sinceridad, honestidad y buena voluntad a tu pareja, que tu compañero de trabajo es un ser adorable y macizo al que te lanzarías sin no estuvieses felizmente emparejada. Es probable que tengas plena libertad para hacerlo después de habérselo dicho. ¿Y si en un vagón de metro, con tu nariz pegada a la axila de un desconocido, le picas en la espalda y le dices, amablemente, que el otro día te dijeron que la ducha diaria prolonga la vida? A veces, hasta la “sinceridad diplomática” sale cara. Y en esta línea sinceril, para qué hablar de la sinceridad ante el nuevo peinado de tu tía, el regalo de cumpleaños de tu hermano, el coeficiente intelectual del chico ese tan majo, tan estupendo y tan inteligente que te querían presentar desde hace tiempo o las nuevas cortinas de tu amiga la casada. Si es que no se puede, que luego una se siente culpable por herir los sentimientos de los demás y en el mundo ya hay suficiente tristeza. Al fin y al cabo, no cuesta tanto pronunciar alguna mentirijilla si haces feliz a alguien, ¿no? Todo es cuestión de práctica; modulas la voz, achicas lo ojos, tensas los mofletes hacia fuera y la frase benevolente sale sola, empujada por la afabilidad de tu rostro y la sonrisa que aprendiste a poner ante cualquier cámara porque sabes que te favorece. Y con este pensamiento, seguimos andando. ¿Y el amor? Venga, a ver quién es el valiente que es sincero sin sentirse de plastilina, medio mareado y al borde de una crisis epiléptica con graves secuelas ante la perspectiva de confesar sentimientos, tanto buenos como malos, claro. Si lo que vas a decir es bueno pero no sabes lo que siente el otro, la sensación de gilipollismo global se apodera de ti. Si lo que vas a decir es malo, divisas las nubes de tormenta a lo lejos, cargaditas de lluvia y truenos. Así que oye, para sustos, mejor callar, que entre las facturas y el telediario ya voy servida de disgustos. Visto lo visto, hay que aplaudir el invento del deporte y los cigarrillos porque –con finales diferentes-, se puede decir que fueron creados como sustitutos de la sinceridad… o es que podéis negarme la eficacia que tiene ir a hacer footing después de una excelente, tierna y cálida comida familiar, o fumarse un cigarro con el entrecejo fruncido, después de que tu peluquero se haya ensañado con lo que era tu pelo hasta dejarte peor que en un día de resaca y encima te encuentres dándole las gracias y pagándole una pasta por un corte que tú misma y sin verte el cogote, te hubieses hecho mejor. Pero por favor, educación, mucha educación. En la sinceridad política, si es que existe, no voy a entrar porque aún no he perfeccionado tanto mi cinismo y, además, en ese tema no tendría ni salvación mentir por educación o por omisión del dolor ajeno.
Total, que si una hecha mano de esa colección de recuerdos de situaciones vividas, se da cuenta de que de sinceridad, poca y en arranques. Mentiras, varias y silencios, abundantes. Llamarme mentirosa.