jueves, diciembre 06, 2007

Invierno en Navidad


Ahora que es invierno, me apetece recordar el verano. Ahora, que me he embarcado en la ardua tarea de intentar tejer yo misma una falda de lana (extrañas apetencias de mi mente a las que intento no encontrar explicación), me apetece recordar los ligeros vestidos ibicencos.
Ahora, que las calles de la ciudad se iluminan con cientos de bombillas, me apetece recordar que en verano no anochece hasta las diez de la noche.
Pudiera ser que esté utilizando el verano como excusa para hablar de la Navidad. Pudiera ser.
En verano todo parece más sencillo. Más abierto, más auténtico. El invierno, que se anuncia con la caída de las hojas, invita a un recogimiento del que yo me pronuncio menos partidaria. Tiene su encanto, es cierto, pero son demasiadas las costumbres que se aglutinan en pocos meses. El invierno, con la Navidad y sus consecuencias de por medio, parece más programado, más encasillado que la libertad del verano.
Me encanta la lluvia de verano, esa que no te hace sentir frío, que supone un cambio entre sol y sol. Y la brisa, la del verano, es maravillosa. Cuando la piel está caliente y algo húmeda, cuando sientes que el viento agita el pelo desde la nuca. Nada que ver con la lluvia o el viento de invierno, que te obliga a abotonar la chaqueta y a subir la bufanda hasta la nariz.
Ya es Navidad. Lo dice el anuncio del hijo que regresa a casa para saborear los festines de su madre, lo dicen los catálogos de juguetes repletos de muñecos que hacen cosas inimaginables, lo dice el estrés de saberte en medio de fiestas, cenas y empachos que parecen no tener fin. Yo ya no sé cuál es el verdadero sentido de la Navidad. Cada año, sin excepción, me sorprendo probando turrones de nuevos sabores, felicitando por teléfono a personas con las que normalmente no hablo y comprando regalos tras poner a buen recaudo el ticket de compra para que lo puedan cambiar por otra cosa más útil. Aún percibo algo de esencia navideña que me permite vivirla con relativa alegría, por otro lado, cada vez más relativa. Quien me lea o me conozca, sabe que nunca reniego de la parte humana que establece que el ser humano es un animal de costumbres, pero también sabrá que no por ello dejo de tachar algunas de esas costumbres como absurdas.
Prefiero el otoño y la primavera, sin duda porque exigen menos comportamientos predeterminados. Me parecen más auténticas y menos programadas. El otoño te sorprende buscando en el armario una chaqueta que huele a alcanfor, te hace sonreír oliendo a castañas calientes, te hace estremecer a última hora de la tarde porque saliste de casa vestida con ropa que hace un mes te daba calor. Es como una transición hacia una certeza, igual que la primavera.
Puede que la primavera sea mi estación predilecta. Es el renacer de los sentidos y, según dicen, de la vida. Te pone en sintonía con la naturaleza. No puedes evitar que el día se alargue y tú lo hagas con él. No puedes eludir a los tallos que empiezan a brotar y florecer, te provocan algo Vuelven las ansias de las terrazas, de los rayos del sol, de la inminencia del verano.
Somos afortunados, en esta parte del mundo, de poder vivir cada uno de los regalos que nos ofrecen las cuatro estaciones, como las de Vivaldi.
En Navidad creo que vivimos menos y nos estresamos más y no es que haya mucha elección. Los atascos, inevitables. Los polvorones, irresistibles. Las comidas familiares, el pan de cada día. Los buenos deseos, requisito indispensable. Las cenas de empresa, empacho seguro. La propuesta de alguien para ir a esquiar, una realidad que nunca evita imaginarme verme a mi misma rodando pista abajo mientras pido perdón por todos mis pecados. El alcohol, medida imprescindible para superarlo todo, todo y todo. No hay, en Navidad, demasiado espacio para volverse trasgresor y huir de las fechas señaladas. No hay escapatoria, o la vives con tu familia o te encasquetan a la familia de otro. Tiene su encanto, pero hasta cierto punto. Yo ya temo el día en que abriré la nevera y tendré ante mis ojos un cementerio animal plagado de antenas, conchas varias, cabritos y ojos de besugo a punto de hacerme un tercer grado. Temo también ser aplastada más tarde o más temprano por esa avalancha de gente dispuesta a comprar regalos caros e inútiles y que hacen las delicias de los comerciantes.
Veamos, puede que sea exagerada, pero veo demasiadas cosas en poco tiempo: Noche Buena, Navidad, San Esteban, Papá Noel, el Cagatió, Noche Vieja, Año nuevo y Reyes. Creo que no me dejo nada aparte de las cabalgatas, los pesebres, los árboles de Navidad y la Misa del Gallo. Comprimir todo esto en dos semanas añadiéndole las cantidades industriales de dulce, alcohol, felicitaciones, regalos y amabilidad con todo el mundo me lleva a pensar que si lo superamos año tras año es porque somos unos supervivientes natos, sin duda alguna.
Eso sí, merecen mención especial las uvas de noche vieja, cuando este país se paraliza delante de un enorme reloj al que vemos a través de una enorme pantalla de plasma de muchísimas pulgadas. ¿Dejó de darlas ya Ramón García? ¿Le toca otra vez a la Obregón? (si es así espero que nos alegre la vista y se traiga al apuesto fornido con el que comparte vida y milagros). Me pierdo, me pierdo porque, bromas aparte, es uno de los momentos que más me gusta de la Navidad. Yo no miro la tele en ese grandioso momento en que pasamos de un año a otro según nuestro calendario. Y no lo hago porque con oír las campanadas me basta y me sobra, porque mis ojos, prefiero posarlos en las caras de concentración de mi familia que, como autómatas, abren los ojos intentando no pestañear y obedecen a un tic-tac de lo más común pero que en ese momento es de lo más especial. Y ahí entro yo, cuando esa rendición y esas caras engullendo sin parar me hacen estallar en carcajadas que no puedo evitar por mucho que lo intente. Y cada año igual, entre un año y otro, estoy a punto de morir por asfixia tras atragantarme y encima de provocar leves atragantamientos entre los que me ven desternillarme e intentar coger bocanadas de aire para poder disfrutar del año que estoy celebrando. Este año voy a plantearme seriamente grabar esos momentos.
Total, he acabado hablando de la Navidad, que tan mala no es aunque no me inspire demasiado y aunque prefiera el otoño o la primavera.
Tres rápidas menciones sin las que la Navidad dejaría de serlo: la lotería (me da mucha pena no ver ya al “calvo” de la Navidad, ese personaje del anuncio que prometía convertirse en la suerte personificada con la calva más lustrosa que jamás imaginé), la lista interminable de los buenos deseos (dejar de fumar y aprender inglés son lo que siempre me apaño para repetir) y los quilitos de más que en mi caso tienen la explicación en los desayunos y meriendas a base de trozos de turrón y bolas de chocolate y coco del día anterior, que aunque sea triste de reconocer, es la verdad.
Parece que al final, entre las castañas otoñales y las flores primaverales, la Navidad ha ganado a este texto dejando claro que va a ser la protagonista de nuestro futuro más inmediato, así que, como no, aprovecho ahora para practicar esa frase que formará parte de nuestro lenguaje durante las próximas cuatro semanas: ¡Feliz Navidad! (Y mucha suerte).


PD. Si un día de estos, entre comida y comida me veo con fuerzas, quizás me atreva a divagar sobre postales y películas de sobremesa navideñas. Y de su significado, claro.

No hay comentarios: