El mercado de la noche no cambia demasiado aunque cada persona se intente reinventar.
Gente, personalidades, diversión, búsquedas, deseos, y sobre todo, muchos desconocidos en un mismo espacio. ¿Credenciales? Las que cada uno quiera dar. ¿Tópicos? A manta. Si aún estás a la mitad de la primera copa, te puedes sentar y observar, es la versión de un teatro real. Hay papeles, actores secundarios y protagonistas. Puedes ir viendo como con una mirada se inicia una historia o una aventura. La improvisación gana puntos porque los guionistas y apuntadores quieren también subir al escenario. Todo el mundo busca su momento de gloria.
No es del todo fácil seguir una única historia, es inevitable perderse en algún extravagante collar, una apretada camiseta o alguna técnica de maquillaje completamente pintoresca, nunca mejor dicho.
La música suena y el ambiente se caldea. La gente se arremolina en las barras en busca de la sensación etílica. Hay apretones, disculpas, sonrisas y primeros acercamientos. Las luces de la barra y la sobriedad que da el principio de la noche, permiten ver con más claridad si el otro es tuerto, tiene granos o unas bonitas manos. Todo incita a moverse, a bailar, a hablar –por no decir gritar-. No siempre es fácil seguir los ritmos de la música que ponen, cada uno tiene en eso su propio encanto; los hay perdidos, de esos que quizás salen una vez cada tres meses y que abren los ojos ante una canción que jamás habían escuchado, mientras piensan que están desfasados, otros, probablemente los más asiduos, tararean mientras bailan la letra de la canción porque la escuchan cada sábado. Son graciosos los don Juanes, que dominan tanto el cotarro que se permiten el lujo de ir observando lo que hay a su alrededor mientras bailan, en contraposición con los más tímidos, que ya tienen suficiente con intentar que sus movimientos tengan cierta coordinación con los sonidos que envuelven la sala.
Gente, personalidades, diversión, búsquedas, deseos, y sobre todo, muchos desconocidos en un mismo espacio. ¿Credenciales? Las que cada uno quiera dar. ¿Tópicos? A manta. Si aún estás a la mitad de la primera copa, te puedes sentar y observar, es la versión de un teatro real. Hay papeles, actores secundarios y protagonistas. Puedes ir viendo como con una mirada se inicia una historia o una aventura. La improvisación gana puntos porque los guionistas y apuntadores quieren también subir al escenario. Todo el mundo busca su momento de gloria.
No es del todo fácil seguir una única historia, es inevitable perderse en algún extravagante collar, una apretada camiseta o alguna técnica de maquillaje completamente pintoresca, nunca mejor dicho.
La música suena y el ambiente se caldea. La gente se arremolina en las barras en busca de la sensación etílica. Hay apretones, disculpas, sonrisas y primeros acercamientos. Las luces de la barra y la sobriedad que da el principio de la noche, permiten ver con más claridad si el otro es tuerto, tiene granos o unas bonitas manos. Todo incita a moverse, a bailar, a hablar –por no decir gritar-. No siempre es fácil seguir los ritmos de la música que ponen, cada uno tiene en eso su propio encanto; los hay perdidos, de esos que quizás salen una vez cada tres meses y que abren los ojos ante una canción que jamás habían escuchado, mientras piensan que están desfasados, otros, probablemente los más asiduos, tararean mientras bailan la letra de la canción porque la escuchan cada sábado. Son graciosos los don Juanes, que dominan tanto el cotarro que se permiten el lujo de ir observando lo que hay a su alrededor mientras bailan, en contraposición con los más tímidos, que ya tienen suficiente con intentar que sus movimientos tengan cierta coordinación con los sonidos que envuelven la sala.
Cada uno, a su manera, encarna lo que una de mis amigas llama "el baile del la grulla", conocido también como movimiento que incita al apareamiento y que, en la mayoría de los casos, suele dar resultado, no se sabe si con el deseado, pero con alguien, seguro que da resultado. Tanta bebida tiene sus efectos físicos, y los lavabos se empiezan a colapsar. Digna de mención es también la cola de los escusados. Podría ser relativamente fácil pensar en tendencias lésbicas a juzgar por las miradas y repasones que se dedican las mujeres. Lo mejor es cuando se retocan (me incluyo) frente al grandísimo espejo, ese es uno de los momentos cumbre de la noche por las conversaciones -que entre rimel, colorete y pintalabios-, se suceden. Todas están feísimas (según ellas) porque han tenido un día de perros y porque la semana ha sido muy dura, claro, a alguien hay que culpar de según qué caras. Las posturitas y los morros que se dedican ante el espejo son propios de mujeres que trabajan de modelos en la pasarela. Hay achuchones de pelo en un intento de que el liso se convierta en rizado y el rizado en cualquier otra cosa. Ya se sabe….se quiere lo que no se tiene. Juro haber visto a mi lado pieles blancas –propias de los meses de invierno-, que tras una buena aplicación de polvos mágicos, deslumbran como bronceados naturales de pleno agosto. Como ya hace un rato que rondan por la discoteca, hay ganado del que hablar. Nombres masculinos van salpicando la estancia, acompañados de risas, suspiros e incluso lágrimas, una grandísima pena después de los esfuerzos de haberse puesto bien el rimel. Encantadoras, somos todas encantadoras entre esas paredes en las que salen nuestras dudas y deseos. Yo, que en ocasiones no hago caso de las normas de conducta, he estado –por cuestión de proximidad y urgencia-, en un lavabo de hombres y nada que ver. Allí todo es aburridísimo; casi nunca hay cola y una vez dentro, tan sólo mean y se van, son muy sosos la mayoría de los hombres, hay que saber amortizar las estancias y darles más usos que el básico. Salir del lavabo recién retocada sabiéndote maravillosa (porque tus amigas te han dicho mil veces que lo estás), es una experiencia que te llena de vitalidad, de tanta vitalidad que si no la controlas puede hacer que pases de reina a ridícula cayéndote por las escaleras.
Se vuelve, de nuevo, al meollo de la pista, a la búsqueda de un sitio fijo en el que puedas tener tu espacio y lo defiendas con algún que otro empujoncillo que suavizas con buenas maneras y una sonrisa. A partir de ahí y antes de que el alcohol te lo impida, haces una composición de lugar –por no decir de personas- y ya te dejas llevar. Este concepto difiere en su aplicación dependiendo del objetivo que cada uno tenga, uno puede dedicarse a bailar y disfrutar y otros a entablar conversación después de un elaborado y siempre excitante juego de miradas. Es una fiesta, un sitio al que la gente acude a pasarlo bien, y se nota. Salvo excepciones, te atrapa el duendecillo de la diversión, de la opción, del denominado “buen rollo”. Los comentarios se suceden sin querer, ya sea sobre el cubata que te acaban de tirar encima, los movimientos contorsionistas dignos de admiración de la que tienes detrás, el vuelo raso de algún moscardón al que sólo le falta la escopeta o la coreografía espontánea que te sale al encontrar el ritmo de fondo de la canción. En la noche, el tiempo tampoco se detiene, y las visitas a la barra van haciendo su efecto. Lo que un lunes por la mañana te podría hacer gruñir, te parece ahora un comentario o una situación llena de humor, ingenio y simpatía y las dentaduras no dejan de brillar. Vueltas y más vueltas para esa canción de Shakira que te incita a creer que mueves la caderas igualito que ella sin preocuparte por cómo se visualizará desde fuera porque tú, desde tu perspectiva, estás más que satisfecha. Movimientos de brazos y piernas que, sin demasiado control, bajan y suben liberándote de las posturas con las que llevas cargando toda la semana. La gente ha cogido el ritmo, y son muchas las canciones que llevas bailando entre comentarios, risas y conversaciones sin demasiada trascendencia.
Hay que ir otra vez a mi adorado lavabo y, esta vez, cuesta mucho más atravesar la pista de baile, de hecho, hacerlo sin derramar el vaso, pisar a alguien o ser pisado, tiene un mérito incalculable por el que deberían conceder una titulación a la templanza y el pulso. Ahora bien, también deberían conceder un diploma a la astucia y coherencia de aquellos que eliminan los escalones en un sitio donde la gente bebe, porque es admirable que, entre recovecos y pies que atestan la sala, una sea capaz de ver por dónde camina y no acabar pegándose un sopapo de aúpa. A esas horas, el ambiente en el servicio de chicas ha pasado de genial a sublime. Los ojos brillan más, los pelos ya no importan tanto, los mofletes han subido de color sin necesidad de colorete y las conversaciones han perdido su “saber estar”. Directamente, con un riachuelo de alcohol corriendo por tus bonitas venas, todas estamos felices y contentas…o así lo veo yo (quien no me conozca me va a recomendar una breve visita a alcohólicos anónimos, gracias por adelantado por la preocupación).
La restauración facial ya se toma de otra manera, básicamente porque no importa tanto y porque hay poco más que hacer con esa carita que bueno, es la que es. La salida del lavabo esta vez, es peligrosa de verdad, la bajada de la escalera es de vértigo, y cual anciana, palpas la barandilla mientras atinas a recogerte el pelo para ver los escalones. La vuelta al sitio que escogiste de la pista es más enriquecedora, y esta vez no por la tonta y efímera felicidad del vodka, sino porque ves lo que ya sospechabas desde hacía tiempo: el triunfo del amor. Ha nacido el amor, así titularía yo el ambiente de una discoteca pasadas las cuatro de la mañana (llamarlo amor, llamarlo como queráis). Pues sí, el sentimiento triunfa por doquier en las esquinas, en la barra, en las malditas escaleras -en las que está predestinado que yo me escalabre-, triunfa por todas partes en forma de besos apasionados, de miradas coquetas, de manos en cinturas y en espaldas, es maravilloso. Además, empiezan a poner canciones realmente buenas, de esas que te llegan, de esas en las que sientes que el dj tiene telepatía contigo y te dan ganas de subir y decirle que entre vosotros a triunfado también el amor y que no puedes hacer nada por evitarlo, pero vaya, tras comentar la idea a tu amiga, descartas la opción, básicamente por carecer de sentido y porque te ves incapaz de volver a atravesar esa pista sobre la que piensas que es demasiado pequeña o que se han pasado el cupo de aforo por el forro.
Así que arañas las últimas canciones de la noche, entre conversaciones y risas que te hacen saber que ha sido una buena noche y que en breve vas a tener que coger el coche y conducir, lo que te lleva a pensar que quizás deberías intentar tocarte la rodilla con el codo para ver si estás en condiciones, pero lo descartas por la casi certeza de que perderás el equilibrio que tanto te ha costado mantener en las escalera, pero, que quede claro, únicamente por culpa de los tacones.
Las luces se empiezan a encender tímidamente, igual que tímidamente, esos ganadores de “amor” van mirándose a la cara con temor a que la poca luz y el alcohol les haya echo ver un príncipe donde hay un sapo o un pivón dónde hay una que sabe sacar partido al escote. Hay gente que se conoce en la salida, es la magia de la noche, o de la misma salida.
Una vez fuera, dependiendo del humor de tu estómago, puede apetecer ir a desayunar e incluso puedes decirlo en voz alta y con convencimiento transitorio, pero la mayoría de las veces, cuando empiezas a caminar hacia el coche, un deseo irrefrenable de que el “teletransoporte” exista puede contigo y con el dolor de unos piececillos que han trabajado más de lo habitual, así que la cama se vuelve bombón, de esos rellenos e irresistibles, y empiezas a sentir un verdadero deseo y amor por llegar a ella. Ya veis, siempre triunfa el amor.
Las luces se empiezan a encender tímidamente, igual que tímidamente, esos ganadores de “amor” van mirándose a la cara con temor a que la poca luz y el alcohol les haya echo ver un príncipe donde hay un sapo o un pivón dónde hay una que sabe sacar partido al escote. Hay gente que se conoce en la salida, es la magia de la noche, o de la misma salida.
Una vez fuera, dependiendo del humor de tu estómago, puede apetecer ir a desayunar e incluso puedes decirlo en voz alta y con convencimiento transitorio, pero la mayoría de las veces, cuando empiezas a caminar hacia el coche, un deseo irrefrenable de que el “teletransoporte” exista puede contigo y con el dolor de unos piececillos que han trabajado más de lo habitual, así que la cama se vuelve bombón, de esos rellenos e irresistibles, y empiezas a sentir un verdadero deseo y amor por llegar a ella. Ya veis, siempre triunfa el amor.
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