miércoles, enero 30, 2008

Debiendo nada, pagando mucho

En Berlín hay calles con edificios que tienen plaquitas doradas con nombres, nombres de judíos. Hay calles en las que hay una cruz con un nombre, el nombre de quien murió allí mismo. Puede que los que viven allí se hayan acostumbrado a esas visiones y pasen cerca de esas cruces, cerca de esas placas, sin mirar los nombres, sin cerrar los ojos e imaginar o sentir el terror de quienes murieron por y probablemente para nada.
Morir por una idea, morir por un sentimiento, morir por un deber.
En esta sociedad y en esta generación, es algo casi impensable. Algo que sólo hemos leído en los libros o hemos escuchado en boca de nuestros abuelos. Quizás, algún político lo ha sacado a coalición cuando le ha interesado. Europa y sus habitantes creen vivir ya lejos de todo eso.
Tan lejos que todo podrían ser cuentos mal contados, distorsionados por la subjetividad de quien los lee. O no. Porque en la historia siempre hay dos partes. Siempre hay dos versiones. Siempre hay dos razones o más. Y la dualidad siempre es válida.
Todo lo que tiene que ver con el honor y la libertad siempre ha llamado mi atención. Si intentara asociar una imagen a esos conceptos vería al mar infinito teñido de naranja, a un cielo azul oscuro, a una montaña muy vieja y a una brisa suave, fresca, que acariciaría el agua y las nubes y luego iría a dormir a una cueva. Y en esa imagen no habría ningún hombre. No lo habría. El hombre no sabe ni entiende de la libertad ni el honor.
Los que quizás supieron alguna vez están muertos o son anónimos. O ya no se acuerdan.
Hoy, el honor y la libertad que nos venden pasa por la valentía.
La misma valentía que se presupone en los que han luchado y luchan cuerpo a cuerpo. En los que asoman de sus trincheras con un fusil en la mano y una foto doblada en el bolsillo de la camisa que protege al corazón. En aquellos que un día salieron –y salen- de sus casas, besando a los suyos mientras les da la espalda para subirse en un avión y bombardear a otro que quizás esté haciendo lo mismo.
Eso sucede por ideas, propias o adquiridas, compradas o vendidas. Pero sucede y sucedió.
Fue y es guerra. Y a los que no se enfrentan a ella los llamaron y llaman cobardes. Siempre fu así. Eso dicen los hombres de honor.
Puedo ver a un hombre vigilando un camino por si aparece el enemigo, que es otro hombre. Y el hombre matará al otro hombre. Por deber, por honor, por la libertad suya y de los suyos. Y el hombre que muere, morirá también por ese mismo honor, por esa misma libertad, por los suyos, que son otros pero se parecen.
El hombre se enfrenta siempre al hombre. Y puede hacerlo sin preguntarse lo convencido que está.
Mientras, todos creen estar haciendo lo que hay que hacer. Atacar para defenderse. O defenderse atacando. Eso ya lo justifica todo.
Porque la idea es la que vale, la que mueve cuerpos que cargan armas e intentan mover montañas de fe. De una fe que no es tal. De una fe que acaba en muertes con medallas que dan aún más honor y libertad. Y, por supuesto, valentía.
Locos, necios, atrapados en mentes miedosas y cuerpos que confunden la libertad y se dan cuenta de la verdad cuando quien los mira ve trozos de carne en fosas comunes. Ya sin fe, ya sin honor, ya sin libertad.
Todo es empezar, y la guerra, siempre está empezada.

martes, enero 29, 2008

Derecho de dimisión


Dedicado a Tere, a quien prometí escribir al respecto de lo acaecido un sábado como cualquier otro.

Sábado noche. Cena en Ginos. Muchas risas y alguna foto. La rareza de los hombres sale a relucir. Nuestras propias rarezas también, sólo faltaría no tener capacidad de crítica. Y entonces es cuando más risas hay. Recuento de las últimas citas de cada uno, con detalles que se diseccionan y no se reflexionan demasiado. Los espaguetis, las ensaladas y la carne a la milanesa van desapareciendo. Antes de los postres alguna visita al lavabo, momento en el que Laura y yo acabamos en un almacén, raro pero cierto. Tere está deslumbrante, hacía tiempo que no la veíamos. Para los postres, David se pide una bomba de chocolate de la que Saúl y yo picoteamos. Realmente es una bomba, de sabor y calorías. Núria nos habla de un policía que ha conocido. Como yo a lo largo de la noche, es salpicada por la ironía de Saúl, que esta noche alcanza niveles insospechados vete a saber por qué. Si hay culpas, se las lleva el lambrusco y punto. Había que celebrar que me licenciaba, me lo llevaban diciendo toda la semana, muy osado por nuestra parte teniendo en cuenta que aún no sé la nota y que el examen lo que se dicen bien, bien, no me fue. Pero vaya…era una excusa perfecta para reunirnos, así que sirve. Después de la cena, el grupo se divide y cuatro chicas buscan aparcamiento por la zona de siempre. Hoy han decidido probar otra discoteca, por cambiar. Caminan por la calle sonriendo, quejándose del frío y alguna ya de los pies –pobrecilla lo que aún le queda (yo era una)-. La entrada a la nueva discoteca está completamente vacía y ya son más de las dos…raro raro. Tan raro que decidimos apartarnos para comentar si entramos o no. Y después de juzgar, con miradas sabias de reojo, decidimos entrar. Momento en el que las juzgadas fuimos nosotras con un veredicto sorprendente, cuanto menos por ser novedoso. Nos piden lo que se conoce como entrada VIP. Nos miramos y rebuznamos al unísono. ¿Entrada VIP? ¿Por qué? Es que a este sitio sólo se puede entrar con invitación, dijo el que será bautizado como “el dimisión”. En aquellos momentos, nuestros cuatro cerebros, qua aunque no sean de premio Nobel, tampoco son encefalogramas planos del todo, ya habían concluido que, por algún motivo (seguro que muy coherente y acertado) no éramos aptas para entrar a ese sitio. No sé si fue la sorpresa de semejante desprecio o las ganas de tocar los huevos, el caso es que no me dio la gana de irme y decidí que no estaría de más preguntar, porque preguntando siempre se puede aprender algo nuevo, claro, y a mí siempre me enseñaron que aprender es bueno, bonito y hasta barato. El portero, armadito de todo menos de credibilidad, siguió insistiendo en que no se podía hacer nada si no llevábamos invitación. Ajá, le dije, y ¿por qué no lo ponen en la información? Porque yo vengo de fuera y esta discoteca sale en todo lo que tiene que ver con ocio en Barcelona, si se necesita invitación, cosa en la que no entro (por supuesto, quién soy yo para entrar en si exigen o no invitación), podrían especificarlo para que la gente no se molestara en venir si no la tiene. El pobre hombre, que no debe estar acostumbrado a encontrarse con una niña rebotona y sobria a esas horas, acabó chapurreando: Bueno, pero podemos tener derecho de dimisión, ¿no? Será de admisión, contesté, puede que en un tono de cabreo, no me acuerdo pero es probable. Y seguí: entonces me está reconociendo que no nos quiere dejar entrar y ya está, pero nada de VIP ni historias. En ese momento, otro portero más grande aún (estos chicos no sé cómo se alimentan), con los ojos muy abiertos y espitosos cual persona que ve un fantasma… quizás era por mí, que soy más bien feíca y el hombre no debe estar acostumbrado a enfrentarse a caras así, se acercó y dijo: Un poco de respeto, un poco de respeto, no te rías de él que es extranjero. Tras esa inoportuna interrupción (me gustaría ver el tipo de contrato que le tienen hecho al portero para ver quién se ríe de quién) en la conversación que cordialmente estaba teniendo con el portero extranjero que nos había negado la entrada, le dije que no me estaba riendo y que a qué se debía que tuviera los ojos tan abiertos. Me cubrí de gloria yo solita. Pero que conste que no me estaba riendo, la verdad es que la situación me parecía cómica pero no me estaba riendo de que ese hombre no dominara la jerga nocturna, pobre bestia, suficiente tenía ya con aguantar a las que exigen una explicación cuando se les niega la oportunidad de entrar a un sitio a dejarse la pasta y los pies. Menos mal que no me dio por utilizar la lengua autóctona, porque entonces igual se creen que le estoy insultando y acabamos la noche en comisaría quitándoles la porra a los Mossos. Total, mis amigas, que a ratos me iban tirando de la manga y diciéndome bajito: Carol vámonos, decidieron que, definitivamente, era el momento de irse. Si es que ellas son mucho más inteligentes que yo, a mi me sale la vena sindicalista y pierdo la compostura, coño. Así que nos fuimos, repasándonos las unas a las otras por si acaso llevábamos un trozo de papel de váter pegado al culo, vómito en el pelo o si, de repente, y a causa de un aire inesperado, alguna se había quedado bizca y con la boca torcida y el portero se había asustado. Pero todo estaba en orden, fíjate qué cosas. Así que nos fuimos a otra discoteca de la zona, que, cosas del misterioso destino, es una donde más pegas ponen para entrar, si es que somos unas temerarias… Pero oye, cosas de la vida, entramos sin problema. Pudiera ser que, durante los cinco minutos de distancia que hay entre una discoteca y otra, fuésemos tocadas por alguna varita mágica que nos convirtiera de repente en chicas aptas para bailar y tomar una copa. Pudiera ser. Yo, por si acaso, después de esta experiencia tan traumática que me ha dejado la autoestima por los suelos al ser rechazada sin contemplación y que me costará una pasta en terapia, que, por supuesto, pienso reclamar al extranjero y al de los ojos muy abiertos, me proclamo partidaria un VIP nuevo. El que tiene que ver más con dimitir que con admitir.

Paseaba por la Gran Vía, mirando al suelo, una postura cómoda para mi cuello. Los pies que me adelantaban me gritaban que iba demasiado despacio. No quería acoplarme, no quería. Pensaba en mí de una forma extraña, como viéndome desde lejos. Apreciando cómo caminaba, la caída de mi abrigo, la forma de mi cuerpo, el balanceo de mis brazos. Como si pudiera inventarme una vida para mí sola. Darme un nombre de personaje y que aquellos pasos fueran el inicio de una novela. Pero me utilizaría demasiado. Mi “yo” absorbería a ese personaje que ahora parece libre y nuevo.
El aire tiró mi pelo hacia delante, haciéndome cosquillas en el cuello. Y pensé en ti, en si me haces cosquillas. Ya estoy nutrida de historias raras. No debería sorprenderme ésta.
Paseo de Gracia está a rebosar. Voy a subir, que nunca hago ejercicio. Me sorprende pensar en ti, me pasa desde el otro día, cuando descubrí que llevo ya demasiados días seguidos hablando contigo. Y no me había dado cuenta. Y no me preguntes porqué creo que son demasiados.
Pero ahí estamos, cada día. Sin prisa, sin pausa, me atrevo a decir que sin querer. Y siempre me dices algo, y casi sin quererlo saber, creo que espero que me digas algo. Aunque no haya ningún fin para ello, ningún motivo. Como esos personajes de cuento, que van caminando por un sendero, sin más. Pero tú no eres un sendero y no quiero pensar que te estoy mareando, como se marea la piedra del camino a la que se va chutando, sin pensar. Y no quiero pensar que tú seas una piedra que me pueda hacer tropezar.
Si no me gustas, te lo dejé claro. No me gustas como quiero que alguien me guste, lo sabes. Aunque te ríes cuando haces que te lo diga. Aunque hayamos encontrado un idioma que lo permite todo sin aparentes consecuencias por lo dicho o hecho.
Mi antiguo trabajo queda a la derecha, buenos momentos pasé en aquella redacción. Y no tan buenos también. Hubo ahí otra historia, de las raras, cómo no. No te la he llegado a explicar, no la acabé de entender ni yo y, además, es mía. Sólo podría decirte que quedó atrás, como las otras. Como quedará la tuya. Como cuando lees la última página de un cuento y cierras la tapa, con cuidado, sabiendo que ya es algo acabado, leído, disfrutado y finalizado. Y sostienes el libro entre las manos, durante un rato, reteniendo la historia y los momentos, guardando esas páginas en algún sitio de ti para saber que existieron una vez.
Me asusta y me divierte lo que alguien significa para alguien, en eso no cambio.
En esta calle que estoy ahora he estado contigo, un día que bajaste en bici a verme. Y casi te doy un beso. Y casi me lo diste tú a mí. Pero me despedí y me fui, muy fríamente, me dijiste. Lo sé. Suelo hacerlo, es mi frío y no siempre me disgusta.
Giro por Diputación, para volver a la Universidad, la que llevo pisando años, con consuelo y desconsuelo. Es otra de mis historias raras, quizás la más rara porque ella no puede hablarme.
Y rememoro, mientras empujo la puerta pienso en la cantidad de veces que he empujado esa misma puerta, de esa misma manera. Con esos mismos pasos. No soporto la parte del edificio nuevo, no me gusta. El paseillo de madera, ese con ranuras en las que se encallan los zapatos de tacón, me lleva al claustro, ese sí me gusta, el edificio viejo. Con naranjos y peces, y arcos y columnas viejas, bonitas. Con bancos de madera sacados de las aulas, con carpetas y gente. Con mil historias nuevas y diferentes que contar. En esos bancos, en esos jardines, hubo otra historia. Bonita, cambiante, con final que sigue siendo feliz porque mutó a algo que ya no tiene que ver con amor, mutó a la vez en los dos y no hubo perdedores ni lesiones. No puedo explicarte mis historias, así que agradezco que no profundices en las tuyas. Me gusta cuando me preguntas por mí ahora, como si mi pasado emocional te diera igual. Eso me gusta de ti, eso, y los besos que me diste. A veces hablamos de esos besos. Creo que es lo único que nos une, porque el resto, no nos gusta demasiado. Y sí, estoy hablando por ti, aunque sé que me corregirías. Pero no es culpa tuya, tampoco mía. Es culpa del cuento que no nos encaja y que cada uno se empeña en encajar a su manera. Pero no soy yo tu pieza. Aunque no te reprocho que tuerzas un poco las esquinas para ver si quepo en ese trozo que te falta. Yo también lo he hecho alguna vez.
No sé por qué hablamos, ni por qué jugueteamos. Tú no me entiendes, no me conoces y nunca lo harás. No eres como yo, deberías entenderlo. Deberías ver que no cambiaré mi forma de decir las cosas, aunque no te guste. Pero no es por ti, es sólo porque no me da la gana.
Puede que lo mejor sea que no me sigas hablando, que no me sigas preguntando, que no muestres interés. Porque entonces, yo hago ver que me confundo y sé que al final, no va a servir de nada. Lo sé con una certeza tan absurda que no puedo explicar. Con la misma certeza absurda de saber que te contestaré si me hablas porque no tengo motivos para no hacerlo, aunque tampoco los tengo para hacerlo. Créeme, no me gusta tener certezas en esto, no lo elijo. Y aún así estás aquí, en mi ahora, en mi hoy. No lo entiendo. Te molesta que no confíe en ti, y eso no debería molestarte a no ser que tú confíes en mí, cosa que no tienes que hacer.
Hay algo de ti que me gusta, lo admito. Pero no sé qué es. Y no quiero averiguarlo porque sea lo que sea no es suficiente, ya casi nada es suficiente para que me convenza. Demasiada racionalidad para algo que no entiende de razones. Demasiados cuentos leídos y tapas cerradas para seguir imaginando igual que imaginaba antes. Mucho antes. El anhelo de esa chica que pasea por la calle, que mueve los brazos y sonríe vagamente ya no tiene que ver con las burbujas de jabón que parecen mágicas y brillan en el aire. Tiene que ver con otra cosa diferente, más difícil. Y tú no lo entenderías, aunque como a veces dices, quizás no quiero pensar que lo puedas entender.

miércoles, enero 23, 2008

"Revuelto a la descriptiva"

Ni el primer volumen de Ignacio Bosque, ni dos textos guías elaborados por todo el departamento correspondiente de hispánicas parecen ser suficientes para que las nociones de Gramática Descriptiva me queden claras. Aguanté la gramática generativa en sus niveles más complicados, la Sintaxis I, incluso la Sintaxis II que dicen es la peor asignatura de toda la carrera. Y ahora va y la gramática “a la descriptiva” me desbanca. Lo de meterme ya en las profundidades de lo que se hace llamar el uso recto o dislocado de las formas verbales según la temporalidad de Rojo ha sido ya como tocar el cielo con el culo. Si ya no era suficiente con tener que asumir, que sí, que vale, que en un tiempo verbal –algunas veces dependiendo del contexto- nos podemos encontrar con un ((O-V) +V) - V, es decir, con un pasado dentro de futuro dentro de un pasado, ahora hay que entender que dentro de semejante panorama hay que discernir también entre uso recto o dislocado y, dentro de los mismos, entre formas anteriores, posteriores y simultáneas. Claro, si me dirán que es obvio y todo. Y mis amigos diciéndome que no me preocupe, que es la última que me falta para licenciarme, que ya es pan comido. Pan mojado o remojado diría yo, porque esto es incomible e indigesto.
A este bonito circo hay que sumarle conceptos que estoy empezando ya a catalogar con convicción como molestos, diabólicos y desquiciantes. Las nociones de flexión, de valor deíctico, de modo, de aspecto dentro de las categorías gramaticales que, por cierto, no son lo mismo que las categorías léxicas, que, por cierto, difieren en forma de las diferentes subcategorías morfológicas. Claro, bonitos juegos de palabras. Siguen creciendo los enanos con los Pluralia Tantum y las diferentes construcciones de perífrasis, así como las funciones de los verbos auxiliares. ¡Ah! Y también, por supuesto, los adjetivos relaciones, vamos, los que conoce su madre y su primo porque yo no. Bonitas son también las recategorizaciones gramaticales, esas que pasan por entender que una misma categoría gramatical puede cumplir dos funciones, como sería el caso de un adverbio de naturaleza adjetiva. ¿A que me entienden?
No descarto que el día del examen, con todos estos ingredientes descriptivos, me saque yo de la manga –así, como quien no quiere la cosa-, una nueva receta de gramática. Y a ver quién es el guapo que me dice que la mía tiene menos lógica que todo esto. O que es más indigesta.

miércoles, enero 16, 2008

Andiamo, andiamo...

Vale. Voy a decir una palabrota en este blog, voy a dejarme llevar con premeditación y alevosía por el maravilloso mundo de las expresiones poco correctas o –al menos- políticamente incorrectas pero tan maravillosamente expresivas y contundentes. Joder, joder, ¡JODER! Pues no, no he liberado tensión. Esta gráfica palabreja que acabo de decir y que tantas acepciones puede tener, la digo aquí en su forma más molesta. En la de estar fastidiada, o sea, jodida (me sabe mal hasta escribirlo…estoy descubriendo que quizás sea más educada de lo que creía, pero así lo voy a dejar). Pues eso, que lo estoy. Me quedan diez días –a estas horas nueve- para presentarme al último examen que me queda para, por fin, ser licenciada. El temita me tiene mosca porque me está generando una tensión que me provoca mareos y tentativas de crear un partido político que se posicione en contra de los exámenes –ya tengo el logo, el color y a los posibles votantes que me camelaría-. Seguro que algún escaño sacábamos, seguro y si no, siempre queda la opción de desnudarse y triunfar u ofrecer operaciones de estética gratis.
Si es que no vivo, miento, vivo por y para ese examen. Todo el día, sin descanso, mi mente maquina. Y maquina tanto sobre ese día para el que cuento los días, que, a veces, hasta me da por no estudiar, fíjate tú qué cosas. Lo tengo a las 8,30h de la mañana, que dices: ¿buena hora? Pues no, o sí, no lo sé. Al parecer me estoy volviendo neurótica y tengo fantasías sobre lo que puede ocurrir. Quizás un accidente en la autopista, por lo que debería salir 4 horas antes de mi casa para evitar llegar tarde, lo que supone que si tal accidente no sucede estaré a las cuatro de la mañana dando vueltas por Plaza Universidad, cual vagabunda perdida en la inmensidad de la noche condal. Joder. También puede ser que el accidente lo tenga yo, en cuyo caso el maldito examen dejaría de preocuparme, pero fíjate que a mi se me ocurre, que en medio del caos y un brazo roto yo diga con serenidad: Señores, antes de ir al hospital llévenme, si no les molesta, un momento a la Universidad, que tengo que hacer un importante examen y si eso, luego me acerco para que me curen. Otra de las posibles opciones es que me de fiebre, nunca tengo fiebre, pero ese día me puede dar, claro. Y que entonces me encuentre delirando en mi cama, con mi madre frunciendo el ceño porque empiece a hablar de adjetivos adverbializados con los ojos cristalinos. De hecho, hace una semana las anginas de me hincharon a modo de graciosas pelotillas blancas y me presenté en el CAP de mi pueblo. Después de abrir la boca ante un médico de guardia que me daba miedo porque mientras hablaba miraba al techo, le dije: Dópeme, que estoy en exámenes y tengo que estudiar. Joder. Al parecer el hombre fue comprensivo porque me recetó antibióticos para diez días, que aún me los estoy tomando a costa de deshacerme el estómago, pero el examen es lo primero. Ahí cierro una etapa, supongamos que soy capaz de llegar sana y salva a la Universidad porque no me pasa nada ni el día de antes ni en el recorrido desde mi casa a la misma, como lo llevo haciendo todos los días de los últimos años –apunte necesario para aplacar mi neurosis-. Bien, entonces puede que al subir las bonitas escaleras de mármol que me llevarán al matadero donde tengo que hacer el examen, me tropiece y ruede hacia abajo, como si aquello fuera una verde colina y, directamente, me parta la crisma. Y, sin crisma, no puedo hacer el examen. Eso sí, subiría un momentito a la clase y le diría a la profesora: ¿ves? No es que no quiera, es que se me ha roto el cerebro y justo la parte que alberga la gramática descriptiva se ha enganchado en la pared. Puede ser que llegue a la clase entera, con salud y normalidad, lo de siempre, vaya. En ese caso, el examen volará hasta llegar a mis manos, momento que –por ser temido- me puede provocar un ataque de epilepsia (ambulancia otra vez), un ataque de risa (sancionado por los ojos de la “profe”) o un llanto inconsolable que cause más pena que preocupación y que anuncie que, realmente, estoy jodida. Puede también que se me afloje el vientre –poder decir finamente que me puedo cagar es un defecto o virtud de los colegios de pago, que aún me queda algo-. Por último existe otra posibilidad que no sé por qué me parece la más surrealista –que ya es decir- y que no es otra que llegue, haga el examen, lo entregue, y espere saber la nota. Sí, eso que le viene ocurriendo a miles de estudiantes una y otra vez.
En fin (mira que esas dos palabras tienen una connotación derrotista), creo que me he esmerado en demasía para plantificar en estas palabras mi preocupante estado –espero que transitorio- de neurótica plasta y perdida en el límite de la realización de un deseo y reto a partes iguales. Eso sí, después del examen, pase lo que pase tengo claro lo que viene: tirar los antibióticos a una asquerosa papelera dejando que mis anginas campen libremente si les da la gana, marcar los números de Laura, Judith, Tere, Núria y Saül, dar cuatro brincos por el claustro de letras y hacerle una reverencia por si no lo veo más y desaparecer del mundo –vía vodka- en los siguientes dos días. Porque el examen cae en viernes, que es lo único que tengo a favor.

Lógicas Borgianas

Borges decía que el ser humano tiene poca memoria y debe felicitarse por ello. Alegaba que si nuestra memoria fuese firme y clara, capaz de recordarlo todo, no podríamos sobrevivir a los sentimientos de angustia y tristeza. Veía a la muerte como algo positivo, algo que nos permitía intuir de forma inconsciente que tenemos un tiempo limitado y hay que aprovecharlo. Sobre el paso del tiempo como algo inevitable y necesario para cumplir objetivos. Una de las metáforas que más le gustaba utilizar era la del pez; el pez de la pecera que se pasa toda su vida haciendo lo mismo, ir de un lado para otro de la pecera y, al parecer, lo único que le salva es que sólo tiene un segundo de memoria, lo que provocaba que cuando llegaba a uno de los lados no sabía de dónde venía y ello permitía que siempre hiciera lo mismo, con la alegre ignorancia de lo que había sucedido minutos antes. Aunque cuando estudié a este literato tuve momentos en los que percibía cierta excentricidad, lo cierto es que con el tiempo no han sido pocas las veces en que he pensado en el tiempo y la memoria. Porque la memoria permite el recuerdo. Y el recuerdo de algo condiciona inevitablemente el presente que se vive. Y no puedo menos que darle la razón; el ser humano tiene poca memoria, algo que se puede trasladar tanto al transcurso de la historia como a la vida personal de cada uno. ¿Cuántas veces se repiten comportamientos que ya han tenido un resultado negativo? La mejor de las respuestas es “algunas”, la más real, “demasiadas”. Y, al parecer, de esto no hay que echarle la culpa a la estupidez humana –tan recurrente en mis textos-, sino a un proceso fisiológico Resulta que, a excepción de comportamientos que han ocurrido en el desarrollo de la infancia o la adolescencia, el ser humano tiene bastantes problemas para recordar con nitidez los episodios que le afectaron muy negativamente. Los tapona o encierra en algún lugar de la mente, así de extraño. Incluso los mejora o los hace menos malos o dañinos, lo que supone que no vea disparatado repetir una situación igual o parecida. Así que la memoria –sin poderlo evitar-, nos salva y nos condena. Nos salva porque cubre los recuerdos que provocaron catástrofes físicas o emocionales y ello hace que podamos seguir adelante. Y nos condena porque las empequeñece tanto que las distorsiona, con la consecuente amenaza de poder volver a caer en ellas. Así que parece ser cierto aquello de que el tiempo es el bálsamo de muchas heridas. Y por lo visto, la memoria es un colador –con agujeros demasiado grandes- por donde se escurre el tiempo.

lunes, enero 14, 2008

Hefestos

Fuego. Del que se quema entre rojizos y azules. Que hace arder la piel y sudar. Y que grita mientras arde. Fuego que no se quiere consumir, que se aferra a las inevitables cenizas. Que hace perder la noción de espacio, tiempo y lugar. Fuego que se anhela y se teme a partes iguales. Que da y quita como una irónica dualidad. Fuego que se esconde mientras se busca; que provoca entrega al ser encontrado y anhelo al desaparecer. Fuego maldito. Y divino. Y preciado. Más veces recordado que vivido. El fuego sonríe así. Se enciende perezoso, chisporretea con fuerza después, se ralentiza con pausa como si pudiera ser eterno, y se apaga firme pero lentamente. De las ascuas, quizá un nuevo fuego. De las cenizas, vacío y polvo gris. Polvo.
Fuego que no repite llama, que destruye el tronco quemado, que pide más para seguir existiendo. Arrasa, y revive, y muere. Dejando un destello de lo que fue, de su grandeza, de su poder. Y de su luz. De esa calidez que engaña y atrapa. Fuego de la mitología, de la carne, del símbolo. Y también humo. Humo blanco que ya no es naranja ni abrasa. Que anuncia el fin de una gloria. O de una condena. Fuego del que se desprende un bálsamo del alma. Que besa la conciencia como las ramas del sauce inclinado besan al río. Que es vida por ser agua y no es muerte por ser fuego. Las ramas que renacen con agua se aniquilan con fuego. Pero el fuego es néctar. Dulce y fresco su olor. Irresistible su poder. Mágica su esencia. Fuego.

sábado, enero 12, 2008

Leyes e indultos


Las creencias de cada uno son como una religión. Uno se agarra a unos principios que va creando, poco a poco, a veces incluso costosamente, y va dibujando sus afirmaciones, sus propias verdades y unos objetivos o deseos principales. Y todo ello pasa a ser la religión particular de cada uno. Aferrarse a ella es lo que va determinando nuestra manera de comportarnos en cualquier situación. Y lo asumimos e interiorizamos de una forma tan contundente, que somos capaces de sorprendernos cuando tenemos un comportamiento atípico, que es lo mismo que decir que actuamos de una manera que no va acorde con nuestra religión. Hay tantas religiones como personas, y los mandamientos que cada uno establece son, a veces, tan sorprendentes como previsibles. Se puede coincidir con alguien en dos o tres mandamientos, quizás incluso se pueda coincidir en más, pero a menudo sucede también que esos renglones son tan diferentes que nuestros ojos se agrandan sin querer. Diría que la religión personal de cada uno puede estar construida de dos maneras; mandamientos reales que cumplimos y aceptamos, o mandamientos anhelados que nos gustaría cumplir. Seguro que en éste último grupo la tolerancia con los demás es uno de ellos.
La fe en nuestra propia religión, en esa especie de moral que cada uno ha creado con esfuerzo a través de un pacto tácito consigo mismo, es lo que nos mantiene en pie. La que nos hace elegir entre una cosa y otra cuando no lo tenemos claro. La que nos ofrece apoyo moral cuando las cosas no salen como deseamos. Incluso la que nos ayuda cuando tenemos una crisis de fe sobre alguno de los mandamientos.
Y casi todos tenemos religión, aunque esté de moda aparentar que no es necesaria y aunque muchas veces sería más cómodo no tenerla para no juzgarnos ni juzgar. Desde luego, es tan engorrosa como necesaria. Lo ideal es ir añadiendo mandamientos a lo largo de los años; sería como extraer la parte positiva de aquello que nos va sucediendo, como dar un sentido a la parte pragmática de la vida intentando no caer en las recurrentes y poco prácticas teorías de la vida. Pero a menudo sucede que hay que borrar o modificar un mandamiento, y eso ya es más difícil.
Los mandamientos que acaban siéndolo son cuidadosamente escritos en nuestro cerebro previas reflexiones, creencias, comparaciones y comprobaciones de las mismas. Así que cuando se asientan como parte de nuestra religión obedecemos a ellos sin pensar y sin cuestionárnoslos. Pasan a formar parte de nosotros, de nuestra personalidad, pasan a ser rasgos con los que los demás nos definen.
Hay personas que no soportan hablar de religión y de principios, sólo con mencionar esos conceptos se sienten atados a algo y el pavor les hace negarlo. Son los que dicen no tener límites, y como mucho, aceptan hablar de pautas cuando se evidencia la repetición de según que comportamientos o pensamientos sobre un tema. Pautas también sirve. Sea como sea, las pautas y los principios acaban siendo nuestra guía. Una especie de acera por la que caminamos y que tiene el camino dibujado con pequeñas flechitas, tan encantadoras como irritantes según el momento. En esos mandamientos cabe todo. Desde marcarnos algún objetivo a conseguir, hasta determinar lo que uno entiende por amistad, amor o felicidad. Y por caber todo, también cabe la confusión. Ya se sabe, hecha la ley, hecha la trampa. Y luego, nos sorprendemos. Nos sorprendemos de nosotros mismos cuando hacemos algo que no tiene nada que ver con nuestros mandamientos, que está fuera de nuestra religión, y lo mismo nos sucede cuando creemos conocer la religión de alguien y se la salta. Pocas cosas hay tan elocuentes y didácticas como ver a una persona luchando contra un mandamiento que él mismo creó. Los demás feligreses no ayudan cuando esto sucede: pero tú no eres así, pero yo pensaba, cómo has podido, nunca lo hubiese dicho de ti, me encanta que hayas evolucionado y un largo etcétera que, tanto si es positivo como negativo, nos hace pensar. Tenemos tan aceptada la religión de los demás –muchas veces más que la propia-, que nos permitimos reprender o alabar a quien no cumple sus propias leyes.
Pero es que esas leyes, las propias y las de los demás, marcan nuestra supervivencia como quién marca un cuadro con su firma, única y clara.
Lo más divertido y paradójico de estos mandamientos es cuando uno se lamenta de tenerlos o de haberlos creado porque le causan conflictos. Es entonces cuando la gente habla de reinventarse, o cuando se queja por no poder ser de otra manera. Sin embargo, con el tiempo, he aprendido que los que tienen religión son afortunados, aunque discutan sus leyes, aunque se lamenten de haberlas seguido alguna vez, aunque se enfaden por tenerlas. Porque al fin y al cabo, y pese a ello, esa religión les da la fuerza para seguir con sus proyectos y anhelos, aunque cambien, añadan o borren pautas y creencias. Y a ese pensamiento he llegado después de observar que los más perdidos son aquellos que no tienen religión, ya sea porque la necesitan tanto que la temen o porque son incapaces de crearla.

domingo, enero 06, 2008

Rosa, rosae, rosa...


No hay Navidad sin exámenes, yo, no conozco ninguna Navidad sin exámenes. Que llega el turrón, llegan los exámenes, que hay que poner el pesebre, ya le empiezo a pedir al niño Jesús que me ayude. Apuntes… claro, esas hojas llenas de una letra que no es la tuya y que te hace pensar que antes de empezar la carrera deberías haber hecho un curso avanzado para saber descifrar el significado de varias letras juntas que, supuestamente, forman palabras. Y libros, de repente te das cuenta de que necesitas un montón de libros que, como por arte de birloque están agotados en las librerías, y entonces, te acuerdas de que en la Universidad hay un sitio muy bonito, muy amplio y silencioso al que llaman biblioteca. Y sonríes, pero la sonrisa dura poco, concretamente hasta que vas y te informan de que como te retrasaste en la entrega de los últimos libros prestados tienes una sanción que dura hasta verano. Son una paria, una convicta sancionada por no cumplir la ley. Claro. Y por mucho que sonrías y digas que el ordenador se ha equivocado, nada, no puedes llevarte el –de repente- ansiado libro. Ahí empieza a cundir el pánico; te ves con apuntes indescifrables y bibliografía inalcanzable. Bonito panorama, eso sí, entre pensamiento y pensamiento te ves trasladada a compras de última hora y comidas interminables en las que masticas por inercia, como si el ingerir alimentos pasase a ser un deporte nacional. ¿Qué tal los exámenes, cuándo tienes el primero? Justo esa pregunta es la que te hace recordar que bueno, que tienes que ir a la cocina un momento a llamar a una amiga a la que aún no has felicitado la Navidad. Y sí te escapas un momento que, todo sea dicho, dura poco.
En Navidad hay que salir, claro que hay que salir. Cómo te vas a quedar en casa si son fiestas, si hay que divertirse y celebrar el nuevo año. Claro. Pero yo creo que lo celebran más a gusto los que no tiene exámenes, eso creo yo. Las amigas que han acabado la carrera quieren fiesta, las que tenemos exámenes también queremos fiesta y al final, la acabamos teniendo a lo grande porque necesitamos más alcohol para olvidar que en lugar de estar en medio de una pista tronchándonos ante la ocurrencia del chico moreno que nos improvisa un villancico al oído, deberíamos estar trabajando sobre la metáfora lorquiana o empollando la teoría de Rojo sobre la temporalidad verbal. Y de repente, tras un fin de año que cada año es más raro y sobre el que podría escribir un cuento que sería clasificado dentro del género surrealista, te plantas en enero, así, como quien no quiere la cosa. Y ya no son semanas lo que falta para los exámenes, son días….días. Y entonces, el labio inferior se aprieta contra el superior mientras meneas la cabeza de arriba abajo y piensas en esos propósitos que te hiciste en septiembre, esos que versaban sobre no faltar a clase e ir estudiando un poquito cada día. Lo dicho, propósitos. Y entran ganas de gritar, pero no, te metes un trozo de turrón de chocolate con almendras en la boca y, de repente, la angustia pasa, concretamente, pasa al trasero.
Cuando ya empiezas a contar días aparece lo que se llama presión, en el caso de los estudiantes, yo diría locura. Entonces llega lo bueno; la luz de la mesilla de noche empieza a apagarse pasadas las tres de la mañana, el humor (según las madres) se vuelve insoportable aunque nosotros no lo notemos y le gritemos que estamos como siempre, las existencias de tabaco, café y caramelos pasan a ser el necesitado extra diario de nuestra nueva dieta y los comportamientos raros, pero raros, pasan a ser normales durante unos días. ¿Qué haces un sábado por la tarde “normal”? Dar una vuelta y tomar algo, ir de compras, ir al cine, vaguear. Pues ahora no, porque los sábados previos a los exámenes, normales normales no son. Así que coges y quedas con rara alegría y mucha confusión para ir a estudiar con una amiga a la biblioteca de la Facultad de derecho o de económicas. Y resulta que, válgame, está llena. Eso anima algo, ya sabéis….mal de muchos, consuelo de tontos. Pues sí, algo consuela. La puerta de acceso a la biblioteca parece la puerta de una discoteca; gente joven que fuma, se queja del frío, ríe y come patatas. Y lo mejor es que hay cierta alegría, debe ser la de la juventud porque yo aún no me explico cómo puede ser que hasta sea divertido. Si es que nos quejamos de vicio. Esto de las bibliotecas es una lotería y, en este caso, la suerte reside en que logres sentarte en algún lugar donde no haya gente interesante, justo lo contrario a lo que deseas habitualmente. Y tiene una explicación muy lógica; una bonita mirada, unos tejanos ajustados, unas espaldas anchas o un encanto personal –aunque sea silencioso-, pueden robarte concentración y eso no. Ya que nos molestamos en ir a la biblioteca, al menos, que podamos estudiar, por favor. Las mesas se llenas de hojas, libros, fosforitos, suspiros y risas flojas contagiosas. Y móviles, móviles en silencio pero con vibrador. Que cuando una está inmersa en el maravilloso mundo de Espronceda y de cómo entendía éste la figura del héroe romántico, el libro empieza a temblar como si estuviese enfadado. Puede que sea una amiga dándote ánimos (gracias, gracias), o tu hermano para decirte que si le puedes ayudar a elegir regalo (¿justo ahora?), o el novio para saber qué tal va todo, recordarte que está en el sofá practicando zapping y enviarte un sonoro beso (amar es compartir), o puede que sea un mensaje tardío deseando feliz año nuevo (ya ves qué bien lo estoy empezando yo). El caso es que te evades unos minutos antes de volver a la carga. Por estas fechas, en la biblioteca hace mucho calor y he llegado a la conclusión de que el calor propaga los virus porque al lado de los bolis y las libretas los clínex proliferan a marchas forzadas. De verdad que las bibliotecas tienen su encanto. Que sí.
Hay bibliotecas que, en épocas de exámenes, abren toda la noche. Yo pensaba que era una leyenda urbana, pero es cierto. Lo comprobé por mi misma el año pasado y me temo que este año lo volveré a comprobar. Fue el día antes de un examen. Estaba hablando con una amiga por teléfono y, tras varios roneos, llegó la verdad. El examen era al día siguiente y lo llevábamos fatal, pero es que en la jerga estudiantil, fatal no es que sea mal, es, sencillamente, no llevarlo, es el antecedente seguro del suspenso. Así que, armadas de valor, decidimos que aprobar un examen bien vale una noche en vela. Menuda experiencia; llené una bolsa con comida –si no como cada dos horas dejo de respirar y muero- y quedamos en la puerta de la biblioteca, a las diez de la noche. Una cosa es quedarte en casa estudiando hasta muy tarde y otra plantarte en una biblioteca a las diez de la noche sabiendo que el examen es a las once y media de la mañana y que de ahí no te vas a mover. Pensábamos –ilusas- que estaríamos solas pero ahí dentro había muchos más valientes a los que nos unimos llenas de dignidad. El principio fue bueno, estábamos orgullosas de realizar semejante hazaña y hasta las dos de la mañana aguantamos bien, hasta las dos. En ese momento el decoro dejó de existir y todos nos desperezábamos a gusto, como osos. Los bostezos se contagiaban y había que leer la misma página dos veces para asimilarla….falta de costumbre, claro. A las cuatro, hubo que salir a la puerta para ver si el aire frío nos devolvía a la realidad y, a las cinco, la superficie plana de la mesa tenía ya forma de deliciosa y apetecible almohada. Nos íbamos dando ánimos, así es la amistad. Muchos ánimos. En honor a la verdad hay que decir que a las 8 de la mañana quedábamos menos valientes de los que habíamos empezado, pero aún quedábamos bastantes. A esas horas, a tres horas y media para el inicio del examen había que tomar café, de hecho, tras una larga deliberación decidimos que era igual de importante que la acción de inspirar y expirar. Tras el café, la confusión que da el sueño. Y tras la confusión, la victoria del sueño. Y, como os lo cuento, pusimos la alarma del móvil y nos pusimos a dormir en el coche. Dos horas, al menos dos horas, retorcidas en los asientos, vestidas y a plena luz, pero dos horas. El despertar fue casi más surrealista que este fin de año, no digo más. Pero nos presentamos al examen, sí señor. Se lo contaré a mis nietos, para que vean que su abuela siempre fue una mujer organizada y glamurosa.
Y así se escribe la historia del estudiante en épocas de exámenes, con estrés, azúcar, improvisación y leves problemas de salud mental. Cualquier amiga, madre, novio, hermano, lío, padre o habitante de la faz de la tierra que se precie, debe armarse de una paciencia y comprensión hacia nosotros -los pobrecillos examinados- para evitar que uno de esos preciosos tomos de muchas páginas que debemos interiorizar no acabe sobrevolando su cabeza.
Y ahora, prosigo con el estudio. Sí, a estas horas. Sí, de un sábado. Amén.

jueves, enero 03, 2008


Paz. Por primera vez en años paz. El transcurso de las horas en paz amorosa. Tiempo para todo sin tiempo para discutir. Tiempo para disfrutar de los sueños que elijo sin compartir. Sin presiones que no sean las mías, sin miedos que no me correspondan a mi. Sin más gritos que los que los demás quieran dar. Paz. Tranquilidad. Sin condiciones, sin llamadas que hagan temblar, sin preocupaciones por lo dicho u oído. Paz para concentrarme en algo que sólo es mío sin sentirme egoísta. Libertad para salir o entrar, para no salir o para no entrar. Porque ahora mi tiempo es mío.
Espacio. Espacio para reír o para llorar. Mis triunfos, sólo míos. Mis derrotas, sólo mías. Sin compartirlas más de lo que yo quiera.
Poder anhelar con tiempo, recreándome en alguna imagen que me guste, sin sentir que traiciono.
Sólo respuestas que me apetezcan, sin más. Sólo preguntas que me interesen, sin más.
Recuerdos que me recuerden por qué lo he conseguido, después de tanto tiempo. Y sueños, muchos sueños de los buenos, porque son los míos, los que satisfacen a uno mismo, los que no entienden de agradecimientos. Obligaciones elegidas, que a duras penas echan de menos las impuestas. Porque los derechos entre las personas también traen obligaciones y aunque los derechos gustan, ese tipo de obligaciones cuestan demasiado. Pero ahora no hay precios que pagar, de la misma forma que quizás no haya regalos que recoger. Pero hay paz. Y la paz huele bien, es suave y brillante.
Ahora puedo quedarme callada y no hay suficiente historia como para tener que oír un reproche por ello. Pasar página con más facilidad que la imaginada, porque aún no hay título que exija nada.
Pedir lo que se quiera porque el resultado escuece poco. Y queda fuera de juego la posibilidad de equívoco porque con lo que me pueda equivocar es inerte y no responde.
No es poder, es sencillez. Aquello que no responde sólo depende de ti. Y entonces, puede haber magia. Como cuando el cielo tiene más de tres colores a la vez y cantas más fuerte, respiras más hondo y palpas con más claridad.
Los huecos vacíos ya no son huecos, son sólo espacios con posibilidad de relleno. Sin prisa. Lentos. Y les puedo guiñar el ojo aunque a veces les saque la lengua.
Paz.