jueves, diciembre 27, 2007

El Sereno


El poco pelo que le quedaba era oscuro, salpicado de algunas canas. Tenía arrugas en el entrecejo y en la barbilla. No era ni muy bajo ni muy alto. Se llamaba José y era el sereno de las tres calles que cortaban con la avenida principal. Yo le recuerdo siempre enfundado en la misma chaqueta, una larga y azul con capucha. Cuando era verano siempre la llevaba desabrochada o atada a la cintura. Cuando era invierno, hacía de última capa de muchos jereis.
Era eficaz y amable, pero también discreto. Cuando siendo jovenzuela le pregunté cuánto tiempo hacia que trabajaba en el barrio, sonrió diciéndome que mucho antes de que yo naciera. Había heredado el oficio de su padre. Vivía con su mujer en el portal del último edificio y siempre se le veía los domingos paseando con ella por la gran avenida comiendo castañas asadas, ya hiciera frío o calor. Decía que fortalecían el corazón.
Tenía una voz potente y única que siempre respondía con fuerza cuando le llamaban para que abriera o para pedir la hora.
No puedo recordar que hubiera ningún conflicto en todos los años que estuve allí. Era un buen barrio, desde luego, de los mejores de Madrid, pero seguro que eso no impedía que algún malhechor intentase acercarse. José, corpulento y seguro, cuidaba esas tres calles como si fueran hijos, siempre pendiente de que todo estuviera en orden. Su mujer le ayudaba, se preocupaba por llamar a los servicios de limpieza o a la perrera cuando algo amenazaba con empañar la tranquilidad de su espacio.
Lo que más gracia me hacía era su gran manojo de llaves. Nunca dudaba en cuál utilizar. Hacían un ruido propio, un ruido que siempre acompañaba sus pasos.
José era querido por todos; el día de Navidad, las señoras de las casas siempre enviaban a las sirvientas con dulces y un aguinaldo a casa de José y muchas le decían que le incluían en sus rezos.
Era nuestro guardián, y nos cuidaba bien. Mi padre sentía por él mucho afecto y siempre le describía como un buen hombre. El afecto era mutuo. Años después supe que José había guardado un gran secreto a mi padre, pero ésa ya es otra historia.
En todo esto pensaba yo sentada en uno de los bancos de la Iglesia, con el féretro visible que contenía el cuerpo de José. Había mucha gente mayor, los señores y señoras que seguían regentando los mismos pisos de aquellas calles, ahora sin sereno. Pero había también gente joven; éramos los hijos e hijas de aquellos señores, los que conocimos a José mientras crecíamos. Estábamos allí por él, por aquellos pirulos de caramelo rojo y blanco que nos daba de vez en cuando, por aquellas veces en que llegábamos tarde a casa y le llamábamos entre risas para que nos abriera el portal. Estábamos allí porque fue el guardián de nuestra infancia, el que se encargaba de encender los faroles de gas que daban a nuestras calles una apariencia tranquila y segura. Nos cuidó siempre con una sonrisa sin queja, con una alegría que desprendía cariño. Y así, quisimos todos acompañarle y despedirle. Con el respeto que se ganó nuestro sereno.

domingo, diciembre 23, 2007

Un paseo para recordar




La primera vez que un desconocido cogió su mano, ella sintió que un calor vergonzoso la recorría. Fue de repente, sin aviso. Tenía 14 años e iba caminando con aquel chico que le gustaba, aquel a quien el flequillo le tapaba medio ojo. La estaba acompañando a casa después de que comieran un helado sentados en el banco del parque. Ella no supo qué hacer ni qué decir. Notó que la mano le empezaba a sudar y que los dedos se volvían laxos. Así, en silencio, sintió esa mano hasta que llegaron a la verja de su casa, donde se soltó de aquellos dedos con alivio.
Habían pasado los años y seguía fijándose en cómo la gente se daba la mano. Le fascinaba el gesto.
Veía manos de niños pequeños, sucias y pegajosas, bailando en las de sus madres. Se fijaba también en esos apretones ostentosos y soberbios que tenían que ver con la cordialidad. Se deleitaba con los dedos entrelazados por rutina de cualquier pareja de enamorados que paseaba mirando escaparates.
Dar la mano, ella pocas veces la daba. Alguien le dijo que era un gesto tranquilizador, pero para ella no lo era. La misma persona le susurró una vez que cogerse con alguien de la mano daba confianza y seguridad, pero ella no le creyó demasiado. Fue durante un paseo. Como casi siempre, ella tenía ganas de caminar; hacía frío y le apetecía esconder su boca en la bufanda y pasear mirando al suelo, dando pasos sin pensar. Él quiso acompañarla. Escogieron uno de esos largos paseos marítimos que la gente utiliza de excusa para pasar el domingo, uno de esos en los que se oye y se huele el mar de fondo entre los gritos de los niños que pedalean sus bicis. Llevaban ya un rato cuando él le preguntó dónde estaban sus manos. Ella sonrió como si se tratara de una broma. Él, le siguió preguntando por esas manos, las que se movían tanto al hablar, las que acariciaban su nuca y su pelo cuando se dejaba llevar en la oscuridad.
Sus manos estaban en los bolsillos, siempre volvían a los bolsillos después de sostener un cigarro o de subirse la cremallera. Pensó que él estaba haciendo un juego de palabras, que estaba teniendo un anhelo de arrebato momentáneo. Sonrió y siguió caminando en silencio. No sabría decir cuándo se enamoró de él. Había aparecido de repente y ella, al principio, no lo veía muy claro.
La pasión les empezó cuando ella creía que ya no llegaría. Era un chico tranquilo, de ademanes pausados, de pocas palabras. Ella estaba más acostumbrada al desparpajo, a la palabrería, a las acciones rápidas e impulsivas. Antes de enamorarse de él le decía que no tenía sangre, que pensaba mucho y hacía poco, que quizás era demasiado frío. Él le contestaba que se estaba describiendo a ella misma. Pero una noche la sorprendió con un largo beso.
A lo largo de aquel paseo sólo habló él, le contaba algo de cambiarse de trabajo y mudarse a las afueras. Ella, con las manos en los bolsillos, le escuchaba distraída mientras pensaba que quizás le gustaría vivir cerca del mar. Miraba las caras de la gente, frescas y sonrientes, con la nariz roja y los ojos despreocupados. Aquel paseo lo habían dado un domingo de noviembre, después de salir del cine.
Después de un rato Mario guardó silencio. En el paseo quedaba ya poca gente y ella lo empezó a disfrutar más. Pensó que se sentía bien, que se sentía feliz. Le miró de reojo y se sintió afortunada al pensar en los muchos paseos que les quedaban juntos.
No hubo más paseos; dos días después Mario le dijo que iba a trabajar a Asturias y que no sabría llevar una relación a distancia. Después de un tiempo ella pensó que quizás no estaban tan enamorada como creína.
Fue el otro día cuando se lo volvió a encontrar. Parecía que los años no hubiesen pasado por él, si acaso, más delgado. Cogida a su mano había otra mano, la de una chica menuda y sonriente que le dio dos efusivos besos cuando él se la presentó. Hablaron de trabajo y se preguntaron por la familia. Ella vio que esas manos se apretaban fuerte, y que el pulgar de él acariciaba los nudillos de ella.
Sigue pensando en manos. En esas que tienen pocas horas de vida y aferran con convicción cualquier objeto. En esas que chocan de alegría. Recuerda las que alborotan el pelo con cariño. Se emboba con las manos arrugadas de las ancianas que esconden tanta ternura sin ya, destino. En las que se ofrecen para ayudar a alguien cuando se ha caído. Luego, se da cuenta de que una mano puede acariciar, puede herir, y a veces, sólo a veces, piensa que una mano, si acaricia a otra, puede ayudar.

viernes, diciembre 14, 2007

Más despacio, por favor


Desde luego, las formas son importantes, el “por favor” nunca sobra pero vamos, en este caso y aunque suene mal, es lo de menos. Me piden por favor, a mí y al resto de ciudadanos que conducimos, que no pasemos de 80km por hora en las autopistas, que es por el medio ambiente y por los accidentes. Creerme que me duele no poder pensar que sea así. Me encantaría poder ser algo más estúpida y pensar que realmente ir a 80 salvaría vidas y haría que respiráramos un aire más puro. Pero no, lo que va a hacer es que miles de personas (que ya lo tenemos mal para llegar a fin de mes) lo tengamos peor aún. Porque si hay algo claro de la imposición de esta nueva normativa, es que las arcas de Interior van a estar rebosaditas de dinero de los contribuyentes. ¿Será que con ese dinero van a comprar vidas o una nueva capa de ozono? Será.
Y me pregunto yo, así, en una de esas preguntas tan absurdamente sencillas donde muchas veces residen las respuestas: ¿Por qué el mercado y los medios de comunicación están llenos de anuncios donde nos venden vehículos cada vez más potentes? ¿Por qué, si tanto preocupa la velocidad como autora de muertes y contaminación, permiten los que ahora nos obligan a no sobrepasar los 80, que se vendan coches cada vez más potentes y “seguros”? ¿Por qué no retiran del mercado todos los productos que dañan y contaminan el medio ambiente? ¿…? Esos puntos suspensivos pretenden escenificar la cara de lerda que se me pone ante semejante alternativa. Es, nunca mejor dicho, como la famosa canción que habla de empezar la casa por el tejado. El eslogan bien podría ser: “Paga por tener potencia y luego, paga por utilizarla”. Que no se malinterpreten mis palabras; sanciono, y siempre lo haré, a aquellos que conducen a velocidades extremas poniendo en peligro no sólo su vida, sino la de los demás. Pero una cosa es ir a 180 km por hora y otra cosa no poder rebasar los 80. Como bien saben los que conducen habitualmente, ir a una media de 120km/h por las autopistas con los coches de hoy en día, es seguro. A más, ya no es tan seguro y por eso se sanciona, algo normal, ¿pero a 80? ¿Lo han probado? Yo lo he probado hoy, con mi mejor y más cívica voluntad; me he puesto en la derecha, con la vista más fijada en el marcador que en la carretera (sería aquí discutible pensar en la reducción de los accidentes si miras más la aguja de la velocidad que a lo que tienes delante) y he intentado no pasar de la redonda cifra. Con decir que he tenido que bajar de quinta a cuarta ante la inminencia de que el coche se me calara, lo digo todo. No puedo. No puedo apoyar algo que huele a falso y a hipócrita, que se vende como solución cuando no lo es. No puedo, aunque me lo pidan por favor, ver una voluntad real de que el objetivo sea el que dicen que es. ¿Por qué no arreglan los miles de “puntos negros” que existen en las carreteras de este país si realmente se quieren evitar accidentes? ¿Por qué no limitan los caballos de los coches utilitarios que salen al mercado? Porque vamos, lejos de la mentira estoy si digo que ofertan mono-volúmenes, de esos para las familias felices con dos o tres hijos, de esos espaciosos donde casi se puede vivir (con un poquito más ya tendríamos viviendas de 30m cuadrados y encima movibles) y que pueden llegar a superar los 200 caballos, es decir, que en tercera, ya cogen los famosos 80. Y sigo lejos de la mentira si digo que yendo a 80 tardo más en hacer el mismo recorrido que yendo a 100 o 120 y, por tanto, más tiempo estoy con el coche encendido y soltando humo. ¡Ah!, pero…un momento. Eso del humo… ¿Por qué contaminan los coches? Acabáramos, si resulta que es por el petróleo. Ese que todos pagamos tan caro en las gasolineras. Claro, será que potenciar el uso de nuevos combustibles o colocar filtros debe ser poco rentable. Pero vaya, que seguro que lo de ir a 80 y llenarse los bolsillos era lo más fácil y rápido. Lo mismo que las zonas verdes y azules en Barcelona, que me gustaría saber cuánto recaudan ya no al mes, sino al día, en toda la capital y en el área metropolitana. Chirivitas nos harían los ojos si lo supiéramos, mejor vivir en la ignorancia.
Así que nada, a acatar la Ley por muy estúpida que sea, que para ellos es más que conveniente. Por cierto, ¿cuánto dinero debe estar costando cambiar todas las señales de las autopistas para que ahora marquen 80? Seguro que un dineral que encima pagamos nosotros. ¿Cuánto le va a costar a cada ciudadano “acostumbrarse” a esta normativa? Seguro que también un dineral, y también pagado por nosotros. Me viene a la mente un conocido y cierto refrán que no osaré citar.
No quiero pensar –y cuando no quiero es porque en parte lo pienso- que los accidentes o la capa de ozono importen poco a quienes deben tomar medidas al respecto, pero sí digo que las que toman, tienen más que ver con el bolsillo que con la solución.
Quizás, si esos 80km/h fueran acompañados de otras medidas más razonables, podría empezar a creerme que hay una voluntad real de cambio, pero mientras me hagan pagar multas por ir a 90 y me vendan con absoluta legalidad coches que se ponen con facilidad a 180, mi cerebro poco puede creer. Es como todo últimamente; te incitan a través de miles de campañas publicitarias (que su dinero cuestan y adivinen quién lo paga) a que utilicemos el transporte público y luego, suben las tarifas del billete. Así que digo yo…un poco más de coherencia, por favor… o sin favor.

jueves, diciembre 13, 2007

De los que fueron y son



Socialmente, siguen existiendo tantos puntos en común entre el S. XVIII y el S. XXI que parece imposible no remitirse a la cuestión política para intentar encontrar algunas respuestas. La sensación ante esto es confusa ; por un lado tiendo a sonreír con cierta simpatía pensando en aquello de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces -y muchas más- con la misma piedra y, por otro, me embriaga una tristeza que camina por la senda de la impotencia.
Jovellanos y Larra, las dos figuras que más han llamado mi atención, nos hablan de situaciones y problemas tan actuales que no deberíamos de extrañarnos al oír el eco de sus nombres en muchas de nuestras conversaciones actuales que pueden versar sobre la última jugada urbanística en el pueblo de nuestros abuelos o la nefasta atención de algún día normal en la Oficina del Servicio al Consumidor. Tal y como muestra la actualidad -y también, al parecer, la misma coherencia, que no condición humana-, la historia sigue apoyando a La RAZON como una de las más preciadas y productivas capacidades del hombre. Igual que en la Ilustración, estamos en una era en que los conocimientos de la razón, la apertura de la cultura, el antropocentrismo, lo "políticamente correcto", el pragmatismo y, en definitiva, el racionalismo, es lo que impera o, al menos, lo que se pretende que impere. Las formas eran y siguen siendo importantes y, por lo visto y visto lo visto, más importantes incluso que el contenido.
El compromiso social que encierran los escritos de estos dos autores, me ha recordado a una forma de pensar cercana, una forma que probablemente muchos comparten de palabra, y lo sin duda peor, es que también me ha recordado a un pesimismo -que hace relativamente poco estoy empezando a rozar, por no decir que he rozado-, recreado sobre todo en la figura de Larra. El sentido de "lo social", de la lucha por conseguir de forma conjunta "bienes comunes para todos", me llevó a coquetear con asociaciones sin ánimo de lucro que se presentaban ante la sociedad como elementos para ser utilizados por aquellos con inquietudes que querían, de forma discreta y desinteresada, participar en labores que beneficiarían a los más perjudicados por la Ley que rige la vida de una sociedad capitalista. Así, y con este objetivo que tenía claro y consideraba viable, desfilé por la Cruz Roja, por radios locales y por asociaciones juveniles sin ninguna vinculación política. No fueron aquellos momentos todo lo útiles que creí en un principio, aunque sí aleccionadores. En la última asociación juvenil en que participé activamente, y que fue para mí una de las más significativas, me encontré por primera vez sufriendo la dureza de muros constitucionales y políticos traducidos en la redacción de mociones que nunca llegaban a ser aprobadas por el consistorio correspondiente, la asistencia a "Consells de la Joventut" del municipio que, al parecer, sólo servían para poder decir luego que habían sido celebrados y demás anécdotas que me empezaban a llenar de una tímida frustración ante el funcionamiento del "sistema". Dados mis breves encuentros con los inquilinos –que suelen resistirse de malas maneras a que los echen-, de lo que se hace llamar irónicamente "la casa del pueblo", empecé yo a interesarme por ese mundo más paralelo que real al que llaman política. Fueron profundos –aunque no sé si factibles- minutos los que dediqué a intentar empaparme de estatutos, de ideologías políticas, de objetivos conseguidos, de discursos utópicos, de manifiestos filosóficos, de divergencias y convergencias de lo que hace años viene llamándose "la izquierda" o "la derecha" e incluso de descifrar el verdadero significado de lo que se supone que es la "centro-derecha", la "centro-izquierda", el "cristianodemócrata", los "republicanos" y demás conceptos que me empezaron a parecer realmente apasionantes por sus contradicciones y posibilidades. Recuerdo que llegué a llamar por teléfono a mi abuela para que me hablara de la Guerra Civil, creyendo –inocente de mí- que semejante conflicto político me haría entenderlo todo con más claridad. En estas estaba cuando, sin más, llamaron a mi puerta para proponerme un acercamiento a las juventudes de un partido. No creo que fuera casualidad que el partido que me "encontró" supiera de mis afiladas palabras hacia la gestión de los que por aquel entonces convivían en la poco armoniosa casa de todos. A partir de ahí las cosas fueron rápidas; una nueva emoción por mi parte, una alegría insospechada al sentir que podía hablar de urbanismo, de asambleas, de actos o de propuestas con gente de mi edad –mis amigos me hacían callar de manera contundente cuando me emocionaba haciendo monólogos sobre lo que significaba la política- y, sobre todo, ver que realmente y bajo el manto de unas siglas políticas sí que se podían conseguir cosas, fueron el detonante para que me afiliara con plena convicción a un partido al que defendí con poca objetividad y mucha pasión. Cargos, propuestas para ir en listas, zancadillas de compañeros, organizaciones de actos, conversaciones hasta bien entrada la noche, meetings en los que mi voz no transmitía el nerviosismo que sentía, pegadas de carteles, decepciones, congresos, votaciones, alegrías, conversaciones, poco tiempo libre, ejecutivas, agendas, plenos, campañas electorales y demás menesteres, ocuparon mi mente durante ocho años. Así de simple e incomprensible para muchos de los que durante ese tiempo me acompañaron en mi vida personal.
La política existe, lo sabía bien Jovellanos y la interpretó bien Larra. El arte político existe, los políticos que politiquean existen también y es bastante factible que el ciudadano que se mantiene al margen sea capaz de dar una descripción de ella más real que cualquiera que la ejerza. La política, tal y como manifestaron de forma más directa o indirecta estos dos grandes literatos-ideólogos-crítico-reformistas, está unida de forma irremediable a la sociedad. ¿Quién condiciona a quién? La visión de Jovellanos, pragmática y concienzuda, incita a pensar que la política rige a la sociedad, mientras que el pensamiento de Larra, también pragmático pero quizás más flexible, remite a que debe ser la sociedad quien condicione la manera de hacer política. El tiempo transcurrido desde los escritos de estos autores me genera una falta de respuestas. Ha pasado el tiempo y ni la política actual es válida para la sociedad, ni la sociedad es capaz de marcar directrices políticas.
Larra, con ese matiz de desesperación que le ha llevado a ser recordado como romántico y Jovellanos, con esa fuerza incansable de redactar escritos llenos de soluciones pragmáticas, han despertado en mi cotidianidad una sensación en la que se mezclan las ganas de lucha (aquellas que empezaron hace ocho años) y la opción de derrota consentida (la que se viene fraguando desde hace menos). La realidad es que los poderes fácticos llevan ganadas tantas partidas durante tantos años que no puede ser demasiado descabellado aceptar que la voluntad individual de las personas está derrotada y que, por tanto, cada uno se limita a una vivencia egoísta y también lícita que queda muy lejos del bien común. Pero siempre hay un "pero", que no es otro que el "pero" de la opción de cambio, de la responsabilidad social y colectiva que cada uno tenemos como partícula de la sociedad, de la posible mejora. Jovellanos siguió y siguió pese a ser exiliado. Larra siguió y siguió pese a estar cada vez más desencantado y ahora, son pocos los que ni siquiera empiezan. Ellos fueron unos privilegiados, y lo aprovecharon para intentar hacer lo que creían que debían hacer. Ahora ya no se trata solamente de seguir y seguir sino, en muchos casos, únicamente de empezar. Pero no es fácil. ¿Cómo se cambian las cosas que sabemos que no están bien? ¿Desde dentro? ¿Desde fuera? ¿Cuánta energía hay que dedicar para que una opinión no sólo sea oída sino tenida en cuenta? Jovellanos y Larra tuvieron grandes triunfos, pero también grandes derrotas. En Larra pudo el sentimiento de derrota después de una vida dedicada a querer mejorar la vida del colectivo. Quizás, el concepto de colectivo queda ya tan lejos del funcionamiento de la vida actual que se cree que lo inteligente o lo único viable es el pensamiento c rumbo a objetivos individuales.
Jovellanos influyó y destacó en la política de su tiempo, en la sociedad de su época, dejando un legado aún útil pero, sobre todo, dejando una manera de entender y hacer política basada en las necesidades reales de quienes van a recibir esa gestión. Al tripartito catalán le iría como anillo al dedo un Jovellanos.
Larra influyó y destacó en la sociedad en que vivió, poniendo de manifiesto la importancia de todas y cada una de las personas que forman el conglomerado social, abogando por la implicación de todos en aquello que sólo comentamos con el vecino en un arranque de cólera o con el carnicero en un intento de demostrar que leemos la prensa y sabemos lo que se cuece en el mundo. Larra abrió una opción de cambio que pasaba por la conciencia de cada uno ante aquello que sabemos que no es justo. A ninguna sociedad del mundo le iría mal una prolífera casta de Larras.
En uno de esos sueños en que visualizas a Machado sentado con su sombrero bajo un olmo seco, o en que ves la silueta de Pío Baroja alejándose por un camino seco y polvoriento, no puedo evitar soñar también con un Jovellanos que se frotaría las manos ante la perspectiva de poder redactar un nuevo plan general de urbanismo, o a un Larra impaciente porque Fígaro publique su opinión sobre la polémica portada del Jueves. Fueron personas avanzadas a su tiempo, reformistas inconformistas en vías de extinción que aún hoy pueden dar grandes lecciones, personalidades excepcionales capaces de despertar tres siglos después y poder seguir haciendo exactamente lo que hacían sin parecer dementes desubicados en el tiempo.

sábado, diciembre 08, 2007

Soledades


La soledad es a veces necesaria y desde luego, también es útil y gratificante. Pero sólo a veces. No hace falta ser un profesional especializado para diagnosticar que la soledad es uno de los cánceres de este siglo. Y apenas se habla de ello, como sucede con casi todo lo importante.
Un gran filósofo dijo que en la vida hay dos momentos trascendentes: nacer y morir. Y ambos los hacemos o enfrentamos en soledad. Desde la conciencia o la inconsciencia. Luego hay intelectuales que dicen que la soledad sólo la pueden aguantar aquellos que no tienen miedo de sí mismos, mientras que otras voces se decantan por defender la teoría de que la soledad es lo peor que le puede pasar al ser humano ya que no está preparado para ella.
Sea como fuere, la soledad es interesante. Recuerdo haber estudiado que, entre finales del S. XIX y principios del XX, cuando la industrialización y la creación de lo que ahora llamamos ciudades empezaban a nacer, se creó un símbolo para expresar la soledad humana. Es algo gráfico, sencillo y aplicable también a nuestros días: la soledad rodeada de gente. El concepto, sirvió en su momento para otorgar a esa sensación una dimensión mucho más profunda y certera. La representación gráfica era la de un hombre caminando por una calle abarrotada de personas y aún así, sintiéndose completamente solo.
Se puede disfrutar de la soledad, es cierto. Pero también es cierto que se suele disfrutar de ella cuando se elige. Es difícil hablar o escribir sobre la soledad. Es una de esas sensaciones en la que los grises y la relatividad son detalles con importancia.
Son muchas las veces en que oigo hablar de soledad, y me felicito por ello pues, tal y como son las cosas, las personas no reconocen el sentimiento de soledad a cualquiera. Me refiero a que está casi considerado como una debilidad el que alguien manifieste ese sentimiento que normalmente, va seguido de una explicación complicada.
Hay muchas formas de soledad y, según he podido saber, la gente que se siente sola lo suele hacer en paralelo a mini-crisis existenciales. Si es que las crisis existenciales pueden ser “minis”.
Captó mi atención hace años una entrevista que leí sobre una psiquiatra que hablaba de la causa más común por la que hombres y mujeres entre 30 y 40 años iban a terapia. Era la soledad. Punto destacable también era el que coincidiera que esas personas correspondieran a un perfil que solía ajustarse con éxito profesional. Mujeres y hombres con un poder adquisitivo mediano-alto, con nivel cultural elevado, con una activa vida social y con un trabajo más que respetable –si es que acaso existen los trabajos no respetables-. Yo, que aunque sea de letras también soy a veces de imágenes, me quedé con la representación que hacía la psiquiatra de una de sus pacientes. Era una abogada de renombre, respetada y envidiada en su trabajo, con buenas amistades, con una activa vida social, inteligente, atractiva… vamos, para muchas un sueño. Bien. El problema de esta mujer residía en que, cuando llegaba a su precioso, caro y sofisticado piso, se quitaba sus preciosos, caros y sofisticados zapatos y su precioso, caro y sofisticado maquillaje y se sentaba en su inmaculado sofá, se sentía tan sola que se pasaba las noches llorando. Impacta. Impacta que esta mujer, en posesión de lo que muchos consideran la felicidad (dinero, reconocimiento profesional y atractivo físico), se sintiera sola y se pasara las noches llorando. Pues aunque impacte, es una realidad que aunque no se vea a primera vista, al parecer, existe. Contra todo pronóstico según el funcionamiento de nuestras mentes, estas soledades, se aplican sin distinción tanto a los que tienen familia como a los que no. Eso sí, quedaba claro, en palabras de la psiquiatra, que eran más mujeres que hombres las que aceptaban que sentirse sola era un problema. Lo decía la psiquiatra, no yo. Que quede claro. Aunque ya puestos, que quede claro también que es una afirmación que no me sorprende.
Y ahora, para no perderme en una interminable enumeración de ejemplos, me voy a pasar de un extremo al otro; de la soledad –aparentemente inaudita- de personas en la “flor” de la vida y con condiciones inmejorables, a la soledad de aquellos a los que se les acaba la vida. Todo lo que queda en medio de esos extremos son también soledades -grandes, pequeñas, sencillas, complicadas y diferentes- sobre las que quizás verse otro día.
Este otro extremo ya no sorprende tanto, probablemente porque es más visible e incluso más comprensible. Hablo de personas mayores, de residencias de la tercera edad, de jubilados tardíos sentados en los bancos de un parque… hablo de miradas perdidas, de horas que corren sin ocupación, de ansias de oídos, de lamentos, de historias, de llanto, de una soledad que percibes cuando cierras una puerta y detrás hay silencio. De retratos arrugados en blanco y negro, acariciados, recordados. Es, según algunos, la peor de las soledades, la que se sufre esperando la muerte.
Antes decía que esta última soledad puede ser más comprensible e incluso podría estar justificada por la natural decadencia física, pero la realidad es que aunque pueda ser más entendible no es ni menos ni más importante que la primera. Porque, según entiendo, la soledad no elegida nace de dentro y no siempre tiene que ver con tener esposa, amigos, amante, hijos, una apretada agenda social o un reconfortante trabajo. La soledad, como el amor, la tristeza, la alegría o la ilusión, es una de esas cosas que no siempre tiene una justificación razonada, una de esas sensaciones que sabemos que existen pero que sólo son necesarias en su justa medida y cuando la medida no es la justa, aparece un problema.
A veces, comparo la soledad con el frío –una comparación muy utilizada poéticamente-, como una de esas sensaciones normales y naturales en cualquier animal, de hecho, son sensaciones normales y naturales en los animales y nosotros, le pese a quién le pese, somos animales. Y entonces, me siento molesta. Molesta de que los sentimientos propios e innatos en las personas se escondan cada vez más, se conviertan en tabúes sociales que condicionan a quienes los sienten. Me gustaría que se hablara más de todo aquello que abarca la parte más irracional del ser humano, esa que se intenta reprimir y anular mediante una sanción preestablecida de lo que es más o menos normal. Sería positivo –y a mi juicio necesario- normalizar todo lo que tiene que ver con sentimientos, sensaciones y pensamientos. Aunque sé que ahora puedo sonar repetitiva, no me acostumbro a que todos aceptemos tan rápido que se evolucione tanto en muchos aspectos y se encubran, se taponen e incluso se sancionen temas que son reales, necesarios e importantes: los más irracionales, los que no nacen de elucubraciones mentales perfectamente coherentes.
¿Recuerdan el chico de 19 años que se lió a disparos contra desconocidos en un centro comercial hace pocos días? En este caso no había patología psíquica y, al parecer, lo que más repetía era que se sentía solo y que no quería ser una carga para nadie. Hablaron de depresión, curiosamente, una de las consecuencias más comunes tras el sentimiento de la soledad extrema. Algunos me tacharán de exagerada, lo sé, pero espero que sean muchas las mentes que al menos compartan la idea de que el buen cultivo y la salud mental de las personas debe pasar por tratar abiertamente y con normalidad el tema de los pensamientos más ocultos que anidan en las mentes tan desarrolladas y poco perfectas de los que nos vanagloriamos de sentirnos superiores a cualquier otra especie.

jueves, diciembre 06, 2007

Invierno en Navidad


Ahora que es invierno, me apetece recordar el verano. Ahora, que me he embarcado en la ardua tarea de intentar tejer yo misma una falda de lana (extrañas apetencias de mi mente a las que intento no encontrar explicación), me apetece recordar los ligeros vestidos ibicencos.
Ahora, que las calles de la ciudad se iluminan con cientos de bombillas, me apetece recordar que en verano no anochece hasta las diez de la noche.
Pudiera ser que esté utilizando el verano como excusa para hablar de la Navidad. Pudiera ser.
En verano todo parece más sencillo. Más abierto, más auténtico. El invierno, que se anuncia con la caída de las hojas, invita a un recogimiento del que yo me pronuncio menos partidaria. Tiene su encanto, es cierto, pero son demasiadas las costumbres que se aglutinan en pocos meses. El invierno, con la Navidad y sus consecuencias de por medio, parece más programado, más encasillado que la libertad del verano.
Me encanta la lluvia de verano, esa que no te hace sentir frío, que supone un cambio entre sol y sol. Y la brisa, la del verano, es maravillosa. Cuando la piel está caliente y algo húmeda, cuando sientes que el viento agita el pelo desde la nuca. Nada que ver con la lluvia o el viento de invierno, que te obliga a abotonar la chaqueta y a subir la bufanda hasta la nariz.
Ya es Navidad. Lo dice el anuncio del hijo que regresa a casa para saborear los festines de su madre, lo dicen los catálogos de juguetes repletos de muñecos que hacen cosas inimaginables, lo dice el estrés de saberte en medio de fiestas, cenas y empachos que parecen no tener fin. Yo ya no sé cuál es el verdadero sentido de la Navidad. Cada año, sin excepción, me sorprendo probando turrones de nuevos sabores, felicitando por teléfono a personas con las que normalmente no hablo y comprando regalos tras poner a buen recaudo el ticket de compra para que lo puedan cambiar por otra cosa más útil. Aún percibo algo de esencia navideña que me permite vivirla con relativa alegría, por otro lado, cada vez más relativa. Quien me lea o me conozca, sabe que nunca reniego de la parte humana que establece que el ser humano es un animal de costumbres, pero también sabrá que no por ello dejo de tachar algunas de esas costumbres como absurdas.
Prefiero el otoño y la primavera, sin duda porque exigen menos comportamientos predeterminados. Me parecen más auténticas y menos programadas. El otoño te sorprende buscando en el armario una chaqueta que huele a alcanfor, te hace sonreír oliendo a castañas calientes, te hace estremecer a última hora de la tarde porque saliste de casa vestida con ropa que hace un mes te daba calor. Es como una transición hacia una certeza, igual que la primavera.
Puede que la primavera sea mi estación predilecta. Es el renacer de los sentidos y, según dicen, de la vida. Te pone en sintonía con la naturaleza. No puedes evitar que el día se alargue y tú lo hagas con él. No puedes eludir a los tallos que empiezan a brotar y florecer, te provocan algo Vuelven las ansias de las terrazas, de los rayos del sol, de la inminencia del verano.
Somos afortunados, en esta parte del mundo, de poder vivir cada uno de los regalos que nos ofrecen las cuatro estaciones, como las de Vivaldi.
En Navidad creo que vivimos menos y nos estresamos más y no es que haya mucha elección. Los atascos, inevitables. Los polvorones, irresistibles. Las comidas familiares, el pan de cada día. Los buenos deseos, requisito indispensable. Las cenas de empresa, empacho seguro. La propuesta de alguien para ir a esquiar, una realidad que nunca evita imaginarme verme a mi misma rodando pista abajo mientras pido perdón por todos mis pecados. El alcohol, medida imprescindible para superarlo todo, todo y todo. No hay, en Navidad, demasiado espacio para volverse trasgresor y huir de las fechas señaladas. No hay escapatoria, o la vives con tu familia o te encasquetan a la familia de otro. Tiene su encanto, pero hasta cierto punto. Yo ya temo el día en que abriré la nevera y tendré ante mis ojos un cementerio animal plagado de antenas, conchas varias, cabritos y ojos de besugo a punto de hacerme un tercer grado. Temo también ser aplastada más tarde o más temprano por esa avalancha de gente dispuesta a comprar regalos caros e inútiles y que hacen las delicias de los comerciantes.
Veamos, puede que sea exagerada, pero veo demasiadas cosas en poco tiempo: Noche Buena, Navidad, San Esteban, Papá Noel, el Cagatió, Noche Vieja, Año nuevo y Reyes. Creo que no me dejo nada aparte de las cabalgatas, los pesebres, los árboles de Navidad y la Misa del Gallo. Comprimir todo esto en dos semanas añadiéndole las cantidades industriales de dulce, alcohol, felicitaciones, regalos y amabilidad con todo el mundo me lleva a pensar que si lo superamos año tras año es porque somos unos supervivientes natos, sin duda alguna.
Eso sí, merecen mención especial las uvas de noche vieja, cuando este país se paraliza delante de un enorme reloj al que vemos a través de una enorme pantalla de plasma de muchísimas pulgadas. ¿Dejó de darlas ya Ramón García? ¿Le toca otra vez a la Obregón? (si es así espero que nos alegre la vista y se traiga al apuesto fornido con el que comparte vida y milagros). Me pierdo, me pierdo porque, bromas aparte, es uno de los momentos que más me gusta de la Navidad. Yo no miro la tele en ese grandioso momento en que pasamos de un año a otro según nuestro calendario. Y no lo hago porque con oír las campanadas me basta y me sobra, porque mis ojos, prefiero posarlos en las caras de concentración de mi familia que, como autómatas, abren los ojos intentando no pestañear y obedecen a un tic-tac de lo más común pero que en ese momento es de lo más especial. Y ahí entro yo, cuando esa rendición y esas caras engullendo sin parar me hacen estallar en carcajadas que no puedo evitar por mucho que lo intente. Y cada año igual, entre un año y otro, estoy a punto de morir por asfixia tras atragantarme y encima de provocar leves atragantamientos entre los que me ven desternillarme e intentar coger bocanadas de aire para poder disfrutar del año que estoy celebrando. Este año voy a plantearme seriamente grabar esos momentos.
Total, he acabado hablando de la Navidad, que tan mala no es aunque no me inspire demasiado y aunque prefiera el otoño o la primavera.
Tres rápidas menciones sin las que la Navidad dejaría de serlo: la lotería (me da mucha pena no ver ya al “calvo” de la Navidad, ese personaje del anuncio que prometía convertirse en la suerte personificada con la calva más lustrosa que jamás imaginé), la lista interminable de los buenos deseos (dejar de fumar y aprender inglés son lo que siempre me apaño para repetir) y los quilitos de más que en mi caso tienen la explicación en los desayunos y meriendas a base de trozos de turrón y bolas de chocolate y coco del día anterior, que aunque sea triste de reconocer, es la verdad.
Parece que al final, entre las castañas otoñales y las flores primaverales, la Navidad ha ganado a este texto dejando claro que va a ser la protagonista de nuestro futuro más inmediato, así que, como no, aprovecho ahora para practicar esa frase que formará parte de nuestro lenguaje durante las próximas cuatro semanas: ¡Feliz Navidad! (Y mucha suerte).


PD. Si un día de estos, entre comida y comida me veo con fuerzas, quizás me atreva a divagar sobre postales y películas de sobremesa navideñas. Y de su significado, claro.

miércoles, diciembre 05, 2007

Al introducir la llave en el cerrojo se dio cuenta de lo cansado que estaba. Ya no era tan joven; llevaba toda la tarde pensando en su sofá, ese mullido y deformado al que tenía que defender con coraje delante de toda la familia. No había nadie en casa y lo agradeció. Una nota encima de la mesa le decía de forma rápida que su mujer estaba de compras con Magda, su hija, por el centro. Sólo pensar en el tumulto de gente se sintió agradecido de estar en casa. Encendió el fuego y se sentó con un suspiro en el sofá. Al tiempo que la llama subía, él se relajaba. Le encantaba el olor a leña, era dulce y fresco. No encendió el televisor. Las llamas le hipnotizaban; ese color anaranjado con destellos azules siempre le dejaba embobado. Sonó el teléfono, era Juan, su hijo mayor. Charlaron un rato y colgaron. Juan. Tenía ya 35 años, todo un hombre. Javier se levantó con esfuerzo del sofá y volvió con un álbum entre las manos. Le hubiese gustado fumarse un cigarro, pero hacía años que lo había dejado, por su bien, le decían. Por su bien, se decía.
Abrió la gastada tapa. Ahí estaban todos; su mujer más joven, sus hijos más pequeños, su pelo, más frondoso. No necesitaba de las anotaciones a pie de foto para recordar cada momento. Juan vestido de marinero, su mujer estrenando aquel bikini tan provocativo, su hija subida a un árbol. Momentos y más momentos. Siempre le reprochaban que no quisiera mirar fotos antiguas. Y es que nunca quería hacerlo en compañía. Repasar su juventud, la infancia de sus hijos y el enamoramiento por su mujer le ponía triste, triste por lo que fue y lo que nunca volvería a ser, triste por ese pasado que no vuelve. No podía contestar esas cosas, no era él hombre de mostrar demasiados sentimientos, ni de sentirlos. Le enseñaron que era mejor evitarlos. Pero a veces, sólo a veces, la tentación de revivir lugares y sensaciones en soledad era más fuerte que él. Se detenía de forma constante en todas las fotos de Magda. Hacía cinco años que no se hablaban. Nunca pensó que aquello pudiera ocurrir. Las fotos le devolvían imágenes felices; Magda y él sonriendo, Magda en su primer día de colegio, en su primera fiesta de cumpleaños, en su primer baile, en su primer coche. Magda siempre sonriendo, con esa cara de pícara y esos ojos inteligentes. Nunca fue una niña dócil, Amanda, su mujer, le decía que eran demasiado parecidos. Siempre discutían y luego volvían a hablarse. Nunca pensó que alguna discusión fuese la definitiva. Magda era testaruda y fuerte y aunque Javier se sentía orgulloso de ello, no permitía que lo fuese con él. Con el tiempo, se fueron entendiendo, cada uno cedía en lo que consideraba menos importante. Javier quería a su hija y se sentía orgulloso de ella, aunque pocas veces se lo dijo.
Todo empezó con la llegada de Paolo a su empresa. Era un joven italiano al que había contratado como traductor para un negocio puntual. Javier lo invitó a cenar a casa. Magda se enamoró del él aquella noche. Empezaron a salir. Paolo volvía a Italia en tres meses y transcurrido ese tiempo el enamoramiento de Magda seguía y el de Paolo empezaba. No era Paolo hombre fácil; Javier oyó llorar muchas noches a su hija, aguantó conversaciones telefónicas interminables, escapadas rápidas a Italia, rupturas, sonrisas y mensajeros cargados de flores. Nunca aprobó aquella relación y tachaba a Magda de cría cuando la veía llorar en el regazo de su madre o hacer las maletas para irse dos días a Roma. El tiempo pasó y la relación se afianzó. Magda llegó a pedir un traslado a su empresa, pero se lo denegaron. Javier se sintió feliz por ello, porque sabía que la relación con Paolo no convenía a su hija. Dos años después, una tarde de octubre, Magda llegó a casa y empezó a preparar la cena. Javier la recordaba cantando, pidiéndole a su madre especias y cuchicheándole cosas al oído. Juan también estaba en casa. La cena fue exquisita y en el momento del postre Magda se levantó, roja y sonriente y dijo que se casaba con Paolo y se iba a vivir a Italia. Su madre la abrazó, Juan le pellizcó la nariz y Javier se quedó mudo. No podía ser, no debía ser. Esas fueron sus primeras palabras. Magda tembló. Tuvieron una mala y larga discusión llena de reproches. Javier la tachó de inmadura e inconsciente, Magda de egoísta y dominante. Desde aquella noche no la había vuelto a ver. Cinco años sin hablar, sin mirarse, sin discutir, sin reírse. Cinco cumpleaños, cinco navidades, cinco veranos sin verla.
Un año después le invitó a la boda y él no fue. Le parecía absurdo y no fue. Luego, todo se volvió más complicado y el tiempo fue pasando.
No pensaba en el porqué de todo aquello, sólo pensaba que le parecía increíble que no se hablara con su hija. Amanda ya ni le hablaba de ello, lo hacía al principio pero ya no se molestaba. Javier sólo pensaba que le había dicho lo que creía, por su bien y que no era para tanto. Pero él tampoco la había llamado, tampoco la había felicitado, tampoco la había perdonado.
No le gustaba hablar del tema, Juan era el único que le hablaba de Magda, le contaba que vivía a 15 km de Roma, en un pueblo tranquilo y que ambos trabajaban en la ciudad. Le decía que eran felices y que Magda había engordado un poco, había aprendido a cocinar y se había cortado el pelo. Javier sabía que Magda venía a España una vez al mes y veía a su madre, a su hermano y a sus amigos, pero nunca venía a casa aunque él esperaba que lo hiciera.
Siguió mirando fotos y preguntándose cómo era posible que todo aquello hubiera pasado, pero había pasado y él no había hecho nada por crearlo, ni por evitarlo, aunque estaba más convencido de lo primero.
Cuando hacía ocho meses su mujer le había dicho que iba a ser abuelo de un niño, Javier sintió renacer el enfado de cinco años atrás. Todo era culpa del tal Paolo y la cabezonería de su hija y ahora, un niño. Las fotos le mostraban a una Magda teñida de rubio y frunciendo el ceño subida a una silla de mimbre.
Era ya muy tarde y Amanda no aparecía. Guardó el álbum y abrió una lata de sardinas para cenar. Sonó el teléfono, era su mujer. Estaba en el hospital, Magda se había puesto de parto. Cuando colgó fue a sentarse de nuevo en el sofá. La llama era más pequeña y había muchas ascuas. Magda en el hospital. Recordó cuando nació Juan y sintió el mismo miedo. Su hija iba a ser madre y no estaba preparada para serlo. Y todo por culpa del maldito italiano. Todo por no haberle escuchado.
El teléfono volvió a sonar. Era Juan diciéndole que se iba al hospital y que si le pasaba a buscar. Así, con toda normalidad, pretendía Juan que después de cinco años él se presentara ante Magda como si nada. Juan, con un tono poco usual en él, le dijo que un día su orgullo y soberbia le arrancarían de cuajo el corazón.
Eran ya pasadas las tres de la mañana cuando Javier subía silencioso a un taxi para ir a conocer a su nieto y eran ya pasadas las cinco cuando la felicidad de su hija le hizo comprender la paz que se puede sentir cuando uno reconoce que no siempre se tiene razón.