lunes, octubre 29, 2007

Sinceridad contra natura



Los animales son sinceros, no les queda otra, no piensan lo que hacen y, por tanto, sólo hacen lo que sienten. Si pudiesen elegir, quizá no lo serían. Nosotros podemos elegir y no siempre optamos por ella, y se presupone que somos inteligentes. Son demasiadas las veces en las que la sinceridad parece la peor opción. Menos mal que aún se cataloga como virtud, sino, se extinguiría. No hay estadísticas claras de los beneficios de la sinceridad. Quizá no triunfe tanto como se quiere pensar. Quizá tenga algo de leyenda. Dicen que reconforta, aunque esa palabra remite más a consuelo que a otra cosa. Dicen también que practicarla es de ser valiente. O no, porque también dicen que de valientes está lleno el cementerio.
Lo que ya es más probable es que la sinceridad no encaje en demasiadas parcelas de esta era. Hay que saber dosificarla y, sobre todo, saber utilizarla, momento en el que pierde toda su esencia y pureza. La sinceridad, ese adjetivo que mucha gente añade a su descripción, no es, en demasiadas ocasiones, plato de buen gusto, ni para quien la practica, ni para quien la recibe. Claro que, en los tiempos que corren, la sinceridad se puede confundir fácilmente con mala educación, falta de delicadeza, carencia de escrúpulos, insensibilidad congénita o retraso mental. Diplomacia y saber estar ante todo, por supuesto. Y la sinceridad, aparcadita en un rincón, que ahí está bien, y que sólo se levante cuando no hay nada que perder y, a veces, ni eso. A menudo, la sinceridad da vergüenza, esto es porque deja en evidencia nuestros verdaderos pensamientos. Ahora habría que averiguar quién nos ha hecho creer que algún pensamiento pueda ser vergonzoso, reflexión que debería acabar en pensar porqué nos lo hemos creído. Pero es así. La sinceridad ha pasado a ser como las personas mayores; todo el mundo las adora, las quiere y las respeta, pero en realidad la visitan una vez al año y de paso, por aquello de sentirse bien. Lo pasmante es que si te paras a pensar, la sinceridad es incompatible con el funcionamiento actual del mundo. Eso puede ser una buena excusa para callarse, de hecho, es una perfecta justificación. Veamos… ¿qué sucedería si le dijeses a un amigo que es un tremendo borrego por aguantar alguna situación por gusto y que estás cansado de hablar una y otra vez de lo mismo para nada? Con suerte, te dará la razón en un momento de lucidez y sólo te lo reprochará de vez en cuando. ¿Y si le dijeras a tu jefe (pongamos que no es un ser cercano) las carencias y soluciones que tu cerebro percibe con toda nitidez en el trabajo? Si tiene un buen día hará oídos sordos, sino, los problemas que le has expuesto se multiplicarán por mil pero sólo para ti. Prueba comentar con toda sinceridad, honestidad y buena voluntad a tu pareja, que tu compañero de trabajo es un ser adorable y macizo al que te lanzarías sin no estuvieses felizmente emparejada. Es probable que tengas plena libertad para hacerlo después de habérselo dicho. ¿Y si en un vagón de metro, con tu nariz pegada a la axila de un desconocido, le picas en la espalda y le dices, amablemente, que el otro día te dijeron que la ducha diaria prolonga la vida? A veces, hasta la “sinceridad diplomática” sale cara. Y en esta línea sinceril, para qué hablar de la sinceridad ante el nuevo peinado de tu tía, el regalo de cumpleaños de tu hermano, el coeficiente intelectual del chico ese tan majo, tan estupendo y tan inteligente que te querían presentar desde hace tiempo o las nuevas cortinas de tu amiga la casada. Si es que no se puede, que luego una se siente culpable por herir los sentimientos de los demás y en el mundo ya hay suficiente tristeza. Al fin y al cabo, no cuesta tanto pronunciar alguna mentirijilla si haces feliz a alguien, ¿no? Todo es cuestión de práctica; modulas la voz, achicas lo ojos, tensas los mofletes hacia fuera y la frase benevolente sale sola, empujada por la afabilidad de tu rostro y la sonrisa que aprendiste a poner ante cualquier cámara porque sabes que te favorece. Y con este pensamiento, seguimos andando. ¿Y el amor? Venga, a ver quién es el valiente que es sincero sin sentirse de plastilina, medio mareado y al borde de una crisis epiléptica con graves secuelas ante la perspectiva de confesar sentimientos, tanto buenos como malos, claro. Si lo que vas a decir es bueno pero no sabes lo que siente el otro, la sensación de gilipollismo global se apodera de ti. Si lo que vas a decir es malo, divisas las nubes de tormenta a lo lejos, cargaditas de lluvia y truenos. Así que oye, para sustos, mejor callar, que entre las facturas y el telediario ya voy servida de disgustos. Visto lo visto, hay que aplaudir el invento del deporte y los cigarrillos porque –con finales diferentes-, se puede decir que fueron creados como sustitutos de la sinceridad… o es que podéis negarme la eficacia que tiene ir a hacer footing después de una excelente, tierna y cálida comida familiar, o fumarse un cigarro con el entrecejo fruncido, después de que tu peluquero se haya ensañado con lo que era tu pelo hasta dejarte peor que en un día de resaca y encima te encuentres dándole las gracias y pagándole una pasta por un corte que tú misma y sin verte el cogote, te hubieses hecho mejor. Pero por favor, educación, mucha educación. En la sinceridad política, si es que existe, no voy a entrar porque aún no he perfeccionado tanto mi cinismo y, además, en ese tema no tendría ni salvación mentir por educación o por omisión del dolor ajeno.
Total, que si una hecha mano de esa colección de recuerdos de situaciones vividas, se da cuenta de que de sinceridad, poca y en arranques. Mentiras, varias y silencios, abundantes. Llamarme mentirosa.

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