domingo, diciembre 23, 2007

Un paseo para recordar




La primera vez que un desconocido cogió su mano, ella sintió que un calor vergonzoso la recorría. Fue de repente, sin aviso. Tenía 14 años e iba caminando con aquel chico que le gustaba, aquel a quien el flequillo le tapaba medio ojo. La estaba acompañando a casa después de que comieran un helado sentados en el banco del parque. Ella no supo qué hacer ni qué decir. Notó que la mano le empezaba a sudar y que los dedos se volvían laxos. Así, en silencio, sintió esa mano hasta que llegaron a la verja de su casa, donde se soltó de aquellos dedos con alivio.
Habían pasado los años y seguía fijándose en cómo la gente se daba la mano. Le fascinaba el gesto.
Veía manos de niños pequeños, sucias y pegajosas, bailando en las de sus madres. Se fijaba también en esos apretones ostentosos y soberbios que tenían que ver con la cordialidad. Se deleitaba con los dedos entrelazados por rutina de cualquier pareja de enamorados que paseaba mirando escaparates.
Dar la mano, ella pocas veces la daba. Alguien le dijo que era un gesto tranquilizador, pero para ella no lo era. La misma persona le susurró una vez que cogerse con alguien de la mano daba confianza y seguridad, pero ella no le creyó demasiado. Fue durante un paseo. Como casi siempre, ella tenía ganas de caminar; hacía frío y le apetecía esconder su boca en la bufanda y pasear mirando al suelo, dando pasos sin pensar. Él quiso acompañarla. Escogieron uno de esos largos paseos marítimos que la gente utiliza de excusa para pasar el domingo, uno de esos en los que se oye y se huele el mar de fondo entre los gritos de los niños que pedalean sus bicis. Llevaban ya un rato cuando él le preguntó dónde estaban sus manos. Ella sonrió como si se tratara de una broma. Él, le siguió preguntando por esas manos, las que se movían tanto al hablar, las que acariciaban su nuca y su pelo cuando se dejaba llevar en la oscuridad.
Sus manos estaban en los bolsillos, siempre volvían a los bolsillos después de sostener un cigarro o de subirse la cremallera. Pensó que él estaba haciendo un juego de palabras, que estaba teniendo un anhelo de arrebato momentáneo. Sonrió y siguió caminando en silencio. No sabría decir cuándo se enamoró de él. Había aparecido de repente y ella, al principio, no lo veía muy claro.
La pasión les empezó cuando ella creía que ya no llegaría. Era un chico tranquilo, de ademanes pausados, de pocas palabras. Ella estaba más acostumbrada al desparpajo, a la palabrería, a las acciones rápidas e impulsivas. Antes de enamorarse de él le decía que no tenía sangre, que pensaba mucho y hacía poco, que quizás era demasiado frío. Él le contestaba que se estaba describiendo a ella misma. Pero una noche la sorprendió con un largo beso.
A lo largo de aquel paseo sólo habló él, le contaba algo de cambiarse de trabajo y mudarse a las afueras. Ella, con las manos en los bolsillos, le escuchaba distraída mientras pensaba que quizás le gustaría vivir cerca del mar. Miraba las caras de la gente, frescas y sonrientes, con la nariz roja y los ojos despreocupados. Aquel paseo lo habían dado un domingo de noviembre, después de salir del cine.
Después de un rato Mario guardó silencio. En el paseo quedaba ya poca gente y ella lo empezó a disfrutar más. Pensó que se sentía bien, que se sentía feliz. Le miró de reojo y se sintió afortunada al pensar en los muchos paseos que les quedaban juntos.
No hubo más paseos; dos días después Mario le dijo que iba a trabajar a Asturias y que no sabría llevar una relación a distancia. Después de un tiempo ella pensó que quizás no estaban tan enamorada como creína.
Fue el otro día cuando se lo volvió a encontrar. Parecía que los años no hubiesen pasado por él, si acaso, más delgado. Cogida a su mano había otra mano, la de una chica menuda y sonriente que le dio dos efusivos besos cuando él se la presentó. Hablaron de trabajo y se preguntaron por la familia. Ella vio que esas manos se apretaban fuerte, y que el pulgar de él acariciaba los nudillos de ella.
Sigue pensando en manos. En esas que tienen pocas horas de vida y aferran con convicción cualquier objeto. En esas que chocan de alegría. Recuerda las que alborotan el pelo con cariño. Se emboba con las manos arrugadas de las ancianas que esconden tanta ternura sin ya, destino. En las que se ofrecen para ayudar a alguien cuando se ha caído. Luego, se da cuenta de que una mano puede acariciar, puede herir, y a veces, sólo a veces, piensa que una mano, si acaricia a otra, puede ayudar.

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