sábado, diciembre 08, 2007

Soledades


La soledad es a veces necesaria y desde luego, también es útil y gratificante. Pero sólo a veces. No hace falta ser un profesional especializado para diagnosticar que la soledad es uno de los cánceres de este siglo. Y apenas se habla de ello, como sucede con casi todo lo importante.
Un gran filósofo dijo que en la vida hay dos momentos trascendentes: nacer y morir. Y ambos los hacemos o enfrentamos en soledad. Desde la conciencia o la inconsciencia. Luego hay intelectuales que dicen que la soledad sólo la pueden aguantar aquellos que no tienen miedo de sí mismos, mientras que otras voces se decantan por defender la teoría de que la soledad es lo peor que le puede pasar al ser humano ya que no está preparado para ella.
Sea como fuere, la soledad es interesante. Recuerdo haber estudiado que, entre finales del S. XIX y principios del XX, cuando la industrialización y la creación de lo que ahora llamamos ciudades empezaban a nacer, se creó un símbolo para expresar la soledad humana. Es algo gráfico, sencillo y aplicable también a nuestros días: la soledad rodeada de gente. El concepto, sirvió en su momento para otorgar a esa sensación una dimensión mucho más profunda y certera. La representación gráfica era la de un hombre caminando por una calle abarrotada de personas y aún así, sintiéndose completamente solo.
Se puede disfrutar de la soledad, es cierto. Pero también es cierto que se suele disfrutar de ella cuando se elige. Es difícil hablar o escribir sobre la soledad. Es una de esas sensaciones en la que los grises y la relatividad son detalles con importancia.
Son muchas las veces en que oigo hablar de soledad, y me felicito por ello pues, tal y como son las cosas, las personas no reconocen el sentimiento de soledad a cualquiera. Me refiero a que está casi considerado como una debilidad el que alguien manifieste ese sentimiento que normalmente, va seguido de una explicación complicada.
Hay muchas formas de soledad y, según he podido saber, la gente que se siente sola lo suele hacer en paralelo a mini-crisis existenciales. Si es que las crisis existenciales pueden ser “minis”.
Captó mi atención hace años una entrevista que leí sobre una psiquiatra que hablaba de la causa más común por la que hombres y mujeres entre 30 y 40 años iban a terapia. Era la soledad. Punto destacable también era el que coincidiera que esas personas correspondieran a un perfil que solía ajustarse con éxito profesional. Mujeres y hombres con un poder adquisitivo mediano-alto, con nivel cultural elevado, con una activa vida social y con un trabajo más que respetable –si es que acaso existen los trabajos no respetables-. Yo, que aunque sea de letras también soy a veces de imágenes, me quedé con la representación que hacía la psiquiatra de una de sus pacientes. Era una abogada de renombre, respetada y envidiada en su trabajo, con buenas amistades, con una activa vida social, inteligente, atractiva… vamos, para muchas un sueño. Bien. El problema de esta mujer residía en que, cuando llegaba a su precioso, caro y sofisticado piso, se quitaba sus preciosos, caros y sofisticados zapatos y su precioso, caro y sofisticado maquillaje y se sentaba en su inmaculado sofá, se sentía tan sola que se pasaba las noches llorando. Impacta. Impacta que esta mujer, en posesión de lo que muchos consideran la felicidad (dinero, reconocimiento profesional y atractivo físico), se sintiera sola y se pasara las noches llorando. Pues aunque impacte, es una realidad que aunque no se vea a primera vista, al parecer, existe. Contra todo pronóstico según el funcionamiento de nuestras mentes, estas soledades, se aplican sin distinción tanto a los que tienen familia como a los que no. Eso sí, quedaba claro, en palabras de la psiquiatra, que eran más mujeres que hombres las que aceptaban que sentirse sola era un problema. Lo decía la psiquiatra, no yo. Que quede claro. Aunque ya puestos, que quede claro también que es una afirmación que no me sorprende.
Y ahora, para no perderme en una interminable enumeración de ejemplos, me voy a pasar de un extremo al otro; de la soledad –aparentemente inaudita- de personas en la “flor” de la vida y con condiciones inmejorables, a la soledad de aquellos a los que se les acaba la vida. Todo lo que queda en medio de esos extremos son también soledades -grandes, pequeñas, sencillas, complicadas y diferentes- sobre las que quizás verse otro día.
Este otro extremo ya no sorprende tanto, probablemente porque es más visible e incluso más comprensible. Hablo de personas mayores, de residencias de la tercera edad, de jubilados tardíos sentados en los bancos de un parque… hablo de miradas perdidas, de horas que corren sin ocupación, de ansias de oídos, de lamentos, de historias, de llanto, de una soledad que percibes cuando cierras una puerta y detrás hay silencio. De retratos arrugados en blanco y negro, acariciados, recordados. Es, según algunos, la peor de las soledades, la que se sufre esperando la muerte.
Antes decía que esta última soledad puede ser más comprensible e incluso podría estar justificada por la natural decadencia física, pero la realidad es que aunque pueda ser más entendible no es ni menos ni más importante que la primera. Porque, según entiendo, la soledad no elegida nace de dentro y no siempre tiene que ver con tener esposa, amigos, amante, hijos, una apretada agenda social o un reconfortante trabajo. La soledad, como el amor, la tristeza, la alegría o la ilusión, es una de esas cosas que no siempre tiene una justificación razonada, una de esas sensaciones que sabemos que existen pero que sólo son necesarias en su justa medida y cuando la medida no es la justa, aparece un problema.
A veces, comparo la soledad con el frío –una comparación muy utilizada poéticamente-, como una de esas sensaciones normales y naturales en cualquier animal, de hecho, son sensaciones normales y naturales en los animales y nosotros, le pese a quién le pese, somos animales. Y entonces, me siento molesta. Molesta de que los sentimientos propios e innatos en las personas se escondan cada vez más, se conviertan en tabúes sociales que condicionan a quienes los sienten. Me gustaría que se hablara más de todo aquello que abarca la parte más irracional del ser humano, esa que se intenta reprimir y anular mediante una sanción preestablecida de lo que es más o menos normal. Sería positivo –y a mi juicio necesario- normalizar todo lo que tiene que ver con sentimientos, sensaciones y pensamientos. Aunque sé que ahora puedo sonar repetitiva, no me acostumbro a que todos aceptemos tan rápido que se evolucione tanto en muchos aspectos y se encubran, se taponen e incluso se sancionen temas que son reales, necesarios e importantes: los más irracionales, los que no nacen de elucubraciones mentales perfectamente coherentes.
¿Recuerdan el chico de 19 años que se lió a disparos contra desconocidos en un centro comercial hace pocos días? En este caso no había patología psíquica y, al parecer, lo que más repetía era que se sentía solo y que no quería ser una carga para nadie. Hablaron de depresión, curiosamente, una de las consecuencias más comunes tras el sentimiento de la soledad extrema. Algunos me tacharán de exagerada, lo sé, pero espero que sean muchas las mentes que al menos compartan la idea de que el buen cultivo y la salud mental de las personas debe pasar por tratar abiertamente y con normalidad el tema de los pensamientos más ocultos que anidan en las mentes tan desarrolladas y poco perfectas de los que nos vanagloriamos de sentirnos superiores a cualquier otra especie.

1 comentario:

Miradaenfuga dijo...

Profunda reflexión. Quizás la soledad exista siempre, pero cerca habrá personas que, si más no, la atenúen y la hagan más llevadera. Disfrutemos de ellas y (¿por qué no?) de ella.