El poco pelo que le quedaba era oscuro, salpicado de algunas canas. Tenía arrugas en el entrecejo y en la barbilla. No era ni muy bajo ni muy alto. Se llamaba José y era el sereno de las tres calles que cortaban con la avenida principal. Yo le recuerdo siempre enfundado en la misma chaqueta, una larga y azul con capucha. Cuando era verano siempre la llevaba desabrochada o atada a la cintura. Cuando era invierno, hacía de última capa de muchos jereis.
Era eficaz y amable, pero también discreto. Cuando siendo jovenzuela le pregunté cuánto tiempo hacia que trabajaba en el barrio, sonrió diciéndome que mucho antes de que yo naciera. Había heredado el oficio de su padre. Vivía con su mujer en el portal del último edificio y siempre se le veía los domingos paseando con ella por la gran avenida comiendo castañas asadas, ya hiciera frío o calor. Decía que fortalecían el corazón.
Tenía una voz potente y única que siempre respondía con fuerza cuando le llamaban para que abriera o para pedir la hora.
No puedo recordar que hubiera ningún conflicto en todos los años que estuve allí. Era un buen barrio, desde luego, de los mejores de Madrid, pero seguro que eso no impedía que algún malhechor intentase acercarse. José, corpulento y seguro, cuidaba esas tres calles como si fueran hijos, siempre pendiente de que todo estuviera en orden. Su mujer le ayudaba, se preocupaba por llamar a los servicios de limpieza o a la perrera cuando algo amenazaba con empañar la tranquilidad de su espacio.
Lo que más gracia me hacía era su gran manojo de llaves. Nunca dudaba en cuál utilizar. Hacían un ruido propio, un ruido que siempre acompañaba sus pasos.
José era querido por todos; el día de Navidad, las señoras de las casas siempre enviaban a las sirvientas con dulces y un aguinaldo a casa de José y muchas le decían que le incluían en sus rezos.
Era nuestro guardián, y nos cuidaba bien. Mi padre sentía por él mucho afecto y siempre le describía como un buen hombre. El afecto era mutuo. Años después supe que José había guardado un gran secreto a mi padre, pero ésa ya es otra historia.
En todo esto pensaba yo sentada en uno de los bancos de la Iglesia, con el féretro visible que contenía el cuerpo de José. Había mucha gente mayor, los señores y señoras que seguían regentando los mismos pisos de aquellas calles, ahora sin sereno. Pero había también gente joven; éramos los hijos e hijas de aquellos señores, los que conocimos a José mientras crecíamos. Estábamos allí por él, por aquellos pirulos de caramelo rojo y blanco que nos daba de vez en cuando, por aquellas veces en que llegábamos tarde a casa y le llamábamos entre risas para que nos abriera el portal. Estábamos allí porque fue el guardián de nuestra infancia, el que se encargaba de encender los faroles de gas que daban a nuestras calles una apariencia tranquila y segura. Nos cuidó siempre con una sonrisa sin queja, con una alegría que desprendía cariño. Y así, quisimos todos acompañarle y despedirle. Con el respeto que se ganó nuestro sereno.
Era eficaz y amable, pero también discreto. Cuando siendo jovenzuela le pregunté cuánto tiempo hacia que trabajaba en el barrio, sonrió diciéndome que mucho antes de que yo naciera. Había heredado el oficio de su padre. Vivía con su mujer en el portal del último edificio y siempre se le veía los domingos paseando con ella por la gran avenida comiendo castañas asadas, ya hiciera frío o calor. Decía que fortalecían el corazón.
Tenía una voz potente y única que siempre respondía con fuerza cuando le llamaban para que abriera o para pedir la hora.
No puedo recordar que hubiera ningún conflicto en todos los años que estuve allí. Era un buen barrio, desde luego, de los mejores de Madrid, pero seguro que eso no impedía que algún malhechor intentase acercarse. José, corpulento y seguro, cuidaba esas tres calles como si fueran hijos, siempre pendiente de que todo estuviera en orden. Su mujer le ayudaba, se preocupaba por llamar a los servicios de limpieza o a la perrera cuando algo amenazaba con empañar la tranquilidad de su espacio.
Lo que más gracia me hacía era su gran manojo de llaves. Nunca dudaba en cuál utilizar. Hacían un ruido propio, un ruido que siempre acompañaba sus pasos.
José era querido por todos; el día de Navidad, las señoras de las casas siempre enviaban a las sirvientas con dulces y un aguinaldo a casa de José y muchas le decían que le incluían en sus rezos.
Era nuestro guardián, y nos cuidaba bien. Mi padre sentía por él mucho afecto y siempre le describía como un buen hombre. El afecto era mutuo. Años después supe que José había guardado un gran secreto a mi padre, pero ésa ya es otra historia.
En todo esto pensaba yo sentada en uno de los bancos de la Iglesia, con el féretro visible que contenía el cuerpo de José. Había mucha gente mayor, los señores y señoras que seguían regentando los mismos pisos de aquellas calles, ahora sin sereno. Pero había también gente joven; éramos los hijos e hijas de aquellos señores, los que conocimos a José mientras crecíamos. Estábamos allí por él, por aquellos pirulos de caramelo rojo y blanco que nos daba de vez en cuando, por aquellas veces en que llegábamos tarde a casa y le llamábamos entre risas para que nos abriera el portal. Estábamos allí porque fue el guardián de nuestra infancia, el que se encargaba de encender los faroles de gas que daban a nuestras calles una apariencia tranquila y segura. Nos cuidó siempre con una sonrisa sin queja, con una alegría que desprendía cariño. Y así, quisimos todos acompañarle y despedirle. Con el respeto que se ganó nuestro sereno.
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