Al introducir la llave en el cerrojo se dio cuenta de lo cansado que estaba. Ya no era tan joven; llevaba toda la tarde pensando en su sofá, ese mullido y deformado al que tenía que defender con coraje delante de toda la familia. No había nadie en casa y lo agradeció. Una nota encima de la mesa le decía de forma rápida que su mujer estaba de compras con Magda, su hija, por el centro. Sólo pensar en el tumulto de gente se sintió agradecido de estar en casa. Encendió el fuego y se sentó con un suspiro en el sofá. Al tiempo que la llama subía, él se relajaba. Le encantaba el olor a leña, era dulce y fresco. No encendió el televisor. Las llamas le hipnotizaban; ese color anaranjado con destellos azules siempre le dejaba embobado. Sonó el teléfono, era Juan, su hijo mayor. Charlaron un rato y colgaron. Juan. Tenía ya 35 años, todo un hombre. Javier se levantó con esfuerzo del sofá y volvió con un álbum entre las manos. Le hubiese gustado fumarse un cigarro, pero hacía años que lo había dejado, por su bien, le decían. Por su bien, se decía.
Abrió la gastada tapa. Ahí estaban todos; su mujer más joven, sus hijos más pequeños, su pelo, más frondoso. No necesitaba de las anotaciones a pie de foto para recordar cada momento. Juan vestido de marinero, su mujer estrenando aquel bikini tan provocativo, su hija subida a un árbol. Momentos y más momentos. Siempre le reprochaban que no quisiera mirar fotos antiguas. Y es que nunca quería hacerlo en compañía. Repasar su juventud, la infancia de sus hijos y el enamoramiento por su mujer le ponía triste, triste por lo que fue y lo que nunca volvería a ser, triste por ese pasado que no vuelve. No podía contestar esas cosas, no era él hombre de mostrar demasiados sentimientos, ni de sentirlos. Le enseñaron que era mejor evitarlos. Pero a veces, sólo a veces, la tentación de revivir lugares y sensaciones en soledad era más fuerte que él. Se detenía de forma constante en todas las fotos de Magda. Hacía cinco años que no se hablaban. Nunca pensó que aquello pudiera ocurrir. Las fotos le devolvían imágenes felices; Magda y él sonriendo, Magda en su primer día de colegio, en su primera fiesta de cumpleaños, en su primer baile, en su primer coche. Magda siempre sonriendo, con esa cara de pícara y esos ojos inteligentes. Nunca fue una niña dócil, Amanda, su mujer, le decía que eran demasiado parecidos. Siempre discutían y luego volvían a hablarse. Nunca pensó que alguna discusión fuese la definitiva. Magda era testaruda y fuerte y aunque Javier se sentía orgulloso de ello, no permitía que lo fuese con él. Con el tiempo, se fueron entendiendo, cada uno cedía en lo que consideraba menos importante. Javier quería a su hija y se sentía orgulloso de ella, aunque pocas veces se lo dijo.
Todo empezó con la llegada de Paolo a su empresa. Era un joven italiano al que había contratado como traductor para un negocio puntual. Javier lo invitó a cenar a casa. Magda se enamoró del él aquella noche. Empezaron a salir. Paolo volvía a Italia en tres meses y transcurrido ese tiempo el enamoramiento de Magda seguía y el de Paolo empezaba. No era Paolo hombre fácil; Javier oyó llorar muchas noches a su hija, aguantó conversaciones telefónicas interminables, escapadas rápidas a Italia, rupturas, sonrisas y mensajeros cargados de flores. Nunca aprobó aquella relación y tachaba a Magda de cría cuando la veía llorar en el regazo de su madre o hacer las maletas para irse dos días a Roma. El tiempo pasó y la relación se afianzó. Magda llegó a pedir un traslado a su empresa, pero se lo denegaron. Javier se sintió feliz por ello, porque sabía que la relación con Paolo no convenía a su hija. Dos años después, una tarde de octubre, Magda llegó a casa y empezó a preparar la cena. Javier la recordaba cantando, pidiéndole a su madre especias y cuchicheándole cosas al oído. Juan también estaba en casa. La cena fue exquisita y en el momento del postre Magda se levantó, roja y sonriente y dijo que se casaba con Paolo y se iba a vivir a Italia. Su madre la abrazó, Juan le pellizcó la nariz y Javier se quedó mudo. No podía ser, no debía ser. Esas fueron sus primeras palabras. Magda tembló. Tuvieron una mala y larga discusión llena de reproches. Javier la tachó de inmadura e inconsciente, Magda de egoísta y dominante. Desde aquella noche no la había vuelto a ver. Cinco años sin hablar, sin mirarse, sin discutir, sin reírse. Cinco cumpleaños, cinco navidades, cinco veranos sin verla.
Un año después le invitó a la boda y él no fue. Le parecía absurdo y no fue. Luego, todo se volvió más complicado y el tiempo fue pasando.
No pensaba en el porqué de todo aquello, sólo pensaba que le parecía increíble que no se hablara con su hija. Amanda ya ni le hablaba de ello, lo hacía al principio pero ya no se molestaba. Javier sólo pensaba que le había dicho lo que creía, por su bien y que no era para tanto. Pero él tampoco la había llamado, tampoco la había felicitado, tampoco la había perdonado.
No le gustaba hablar del tema, Juan era el único que le hablaba de Magda, le contaba que vivía a 15 km de Roma, en un pueblo tranquilo y que ambos trabajaban en la ciudad. Le decía que eran felices y que Magda había engordado un poco, había aprendido a cocinar y se había cortado el pelo. Javier sabía que Magda venía a España una vez al mes y veía a su madre, a su hermano y a sus amigos, pero nunca venía a casa aunque él esperaba que lo hiciera.
Siguió mirando fotos y preguntándose cómo era posible que todo aquello hubiera pasado, pero había pasado y él no había hecho nada por crearlo, ni por evitarlo, aunque estaba más convencido de lo primero.
Cuando hacía ocho meses su mujer le había dicho que iba a ser abuelo de un niño, Javier sintió renacer el enfado de cinco años atrás. Todo era culpa del tal Paolo y la cabezonería de su hija y ahora, un niño. Las fotos le mostraban a una Magda teñida de rubio y frunciendo el ceño subida a una silla de mimbre.
Era ya muy tarde y Amanda no aparecía. Guardó el álbum y abrió una lata de sardinas para cenar. Sonó el teléfono, era su mujer. Estaba en el hospital, Magda se había puesto de parto. Cuando colgó fue a sentarse de nuevo en el sofá. La llama era más pequeña y había muchas ascuas. Magda en el hospital. Recordó cuando nació Juan y sintió el mismo miedo. Su hija iba a ser madre y no estaba preparada para serlo. Y todo por culpa del maldito italiano. Todo por no haberle escuchado.
El teléfono volvió a sonar. Era Juan diciéndole que se iba al hospital y que si le pasaba a buscar. Así, con toda normalidad, pretendía Juan que después de cinco años él se presentara ante Magda como si nada. Juan, con un tono poco usual en él, le dijo que un día su orgullo y soberbia le arrancarían de cuajo el corazón.
Eran ya pasadas las tres de la mañana cuando Javier subía silencioso a un taxi para ir a conocer a su nieto y eran ya pasadas las cinco cuando la felicidad de su hija le hizo comprender la paz que se puede sentir cuando uno reconoce que no siempre se tiene razón.
1 comentario:
¡Qué bonito! ¡Sí, señor! Hay algo de autobiográfico seguro. Me encanta la reflexión final: tener la razón no es un valor, el valor está en demostrar nuestra incondicionalidad y nuestro cariño a los demás, a pesar de que no tengan la razón y aunque ellos se crean que sí. ;)
Publicar un comentario