jueves, noviembre 29, 2007

Carta a las erróneas creencias



Siguiendo la línea epistolar de una de ésas personas con las que siempre tendré algo sobre lo que reír o llorar -a mi oh yeah-, escribo esta misiva a quien la quiera leer; tanto a aquellos que puedan sentirse identificados, como a aquellos que la obvien por desinterés.

“Creí en usted. Tanto, estimado señor, que no me di cuenta de la grandeza de mi creencia hasta que llegó la decepción. Sus maneras, de gran caballero y pendenciero, me cautivaron sin remedio. En todo veía yo algo positivo de usted. Me enseñó su estandarte de egoísmo y sinceridad y lo reconocí, con pícara sonrisa, como mío. Siempre me arremangaba la falda, cual campesina, dispuesta a defender su inusual honradez y sus dudosas maneras, y siempre me sorprendía e irritaba que los demás no lo apreciaran. Creí entender y ser entendida. Ni sus modos –contarios a veces a sus palabras-, ni sus palabras –contrarias a veces a sus modos-, lograron que desistiera. Y seguí creyendo en usted, con el afán, no escogido, que da la poca edad y la alegría. En los pocos y breves suspiros de duda que hubieron, me envolvía la rabia ante la posibilidad de estar equivocándome y me desquitaba de malas maneras con usted, señor mío, momento en que –demostrando sus habilidades propias de hidalgo-, me calmaba o me ignoraba como si me conociera bien. Esas palabras de aliento o esa indiferencia consentida, me hacía que, pasados los suspiros, siguiera creyendo en usted con más énfasis aún.
A usted, que no pedía nada, le daba yo demasiado. Mi convicción en vos era tan certera, que jamás dudé ni de mis sentimientos ni de sus palabras. Acepté seguir el juego a su manera, poco ortodoxa para mí, pero doblemente excitante por ello. Y ante usted jugué bien. Nunca supo de mi falta de ases bajo la manga, ni de mi precariedad económica cuando defendía faroles a capa y espada. Y, errante caballero, seguirá sin saberlo. Nunca supo, ni tan solo, que mi apuesta, jugara con quién jugara, siempre era usted. No es vos caballero de difícil presión y, con una comprensión más adquirida que innata, decidía acompañarle en pensamiento de una forma sutil, como creía que hacía usted conmigo; pero lo suyo no era sutileza, era futileza.
Me sentía acompañada en un silencio tan silencioso como el que siempre había soñado. En un estar con libertad y entendimiento como el que siempre había deseado. Por encima de todo. Pero por encima de todo sólo estaba yo. No era posible creer en un silencio sin respuesta. No me enseñó que usted fuera varón de vacíos. En alguna larga conversación, versamos sobre el silencio y la espera, sobre la mala interpretación de los convencionalismos. Y, como siempre, le creí. Le creí lo increíble y luego, ya fue más fácil seguir creyendo. Me gustaban las noches en las que a través de una estrella me mandaba un beso callado, que no necesitaba de cercanía para hacerse sentir. Su ausencia física –que no mental según su verborrea-, me llenaba de una fe anhelada. Cómo iba a olvidarle, cómo iba a separarme con tanta aparente imposibilidad romántica. Debió oler usted –como buen amante del perfume humano-, mi cansancio de triunfos rápidos, y me ofreció la trampa de una simulada dificultad aderezada con la siempre atrayente magnificación del sentimiento. Ahí quedé yo, revoloteando sobre el cepo, creyendo que no era suyo o que se le había caído, pero siempre creyendo en usted.
Sus deseos, sus confesiones, sus imposibilidades, sus dudas, e incluso sus aplazamientos siempre justificados por nuestro bien, caían en mi mente como verdades tan grandes como las mías. Porque no había dudas, y cuando las había, usted se las comía. Igual que me comió a mí, sin descanso y sin intención. Porque en nada había intención más allá de lo que sus labios decían sin querer condicionarme. Porque, amado señor, usted no haría jamás nada que pudiera dolerme. Y le creí. Porque yo era llama y usted a ratos agua y a ratos llama también. Y siempre dejando brasas, por si le daba por arder definitivamente.
Sepa usted, reinventado caballero, que provoqué y acepté la no viabilidad de cabalgar juntos por la playa, que ello, dada la complejidad de nuestras mentes, me causaba más alivio que desasosiego, que me alegré de creer entender y ser entendida por una vez sin males mayores, que guardé en una vistosa caja caricias robadas, miradas cálidas y palabras sinceras. Hubiera podido quedar ahí, en una bonita historia que guardaría como especial, sobre la que quizás hubiera vuelto a anhelar con el tiempo y sobre la que de vez en cuando hubiera sonreído. Pero ¿por qué, mi decepcionante caballero, tuvo que añadir nuevos capítulos a una historia cerrada y acabada? ¿Por qué tuvo que teñir de común lo que un día fue especial, porqué tuvo que actuar como un ser terrenal después ser mágico? ¿Por qué no cargó usted con su vacío y sus leyes salvando mi rincón? ¿Por qué destrozó lo que creó si lo que creó era ya pasado y a nadie le importaba? Era usted alguien noble en la batalla, capaz de hablar con sus hombres y contar la verdad, capaz de usar la templanza cuando la situación lo requería, capaz de desvivirse porque se hiciera justicia, capaz de vivir sin vivir por un acuerdo tácito consigo mismo. ¿Por qué entonces tuvo que mentir? ¿Por qué entonces bajó a las trincheras y actuó como un soldado raso? No escribiré la respuesta porque a la decepción de nada le serviría. Pero sepa también, querido caballero, que me sorprende más a mi no creerle que lo que a usted le duela no ser creído.
Porque cuando la mirada hacia alguien cambia, por limpia que sea, caballero, crea un muro donde ya no cabe nada más que lo que el otro provocó.
A usted, estimado señor, con quien bailé en grandes castillos, hablé -con el lenguaje más sincero que supe utilizar- en modernos mundos y sentí en imaginarios cuentos, le escribo esta carta. Por hacerle saber que creí ciegamente en vos, piense usted lo que piense."

lunes, noviembre 26, 2007

Duelos de-mentes


Cuando pensamos en “duelos”, podemos recrear en nuestra mente imágenes que hemos visto en películas o que hemos imaginado en algún libro y que, casi siempre, nos remiten a algún sitio amplio donde dos cuerpos se enfrentan bajo un tintineo de choque de espadas. Pero no siempre los duelos son enfrentamientos físicos en los que se pone en juego la vida o el orgullo. Hay duelos más sutiles, batallas que no necesitan de espacio, guerras que pueden ser silenciosas.
Hay duelos que carecen de sentido, que se inician por nimiedades tan absurdas que no podría sorprendernos que, de repente, uno de los contrincantes soltara una carcajada. Pero también hay duelos más profundos, que se libran en el seno de guerras que se creen olvidadas o incluso ganadas. Solemos creer que las treguas o las banderas blancas encierran la posibilidad de que la guerra no vuelva, pero la única realidad es que las guerras no acaban hasta que las ganas o las pierdes y, a veces, ni así. Todo lo que queda entre enfrentarse de forma definitiva o abandonar con convicción, sigue siendo guerra, aunque no se oigan bombas. Por eso, a veces, el duelo sorprende, porque nos encontramos de repente cual titanes defendiendo causas que ya creíamos ganadas o perdidas y nos vemos de nuevo en plena guerra y librando una nueva batalla que cada vez cansa más.
Los duelos físicos son quizá más peligrosos pero mucho más sencillos; quien haga sangrar primero al otro gana sin más y se queda con la razón por ser más hábil, más fuerte o más valiente. A partir de ahí se acaban las preguntas. Son duelos primitivos y eficaces, combates que duran un asalto y quedan sentenciados. Pero los duelos de los que hablo son tan políticamente correctos y aparentemente necesarios que no pueden acabarse y olvidarse con un simple empujón. Es sorprendente, analizando la historia de los duelos, ver como estos tenían sus propias normas. Es decir, hasta para un enfrentamiento se establecían códigos de lo que se permitía y lo que no; quizás el más relevante era que para tener derecho a retar, ambos debían ostentar un mismo nivel social, una misma “altura” que –dada nuestra historia humana-, ya sabréis en qué se basaba. La cuestión es que si no se estaba al mismo nivel no había ni derecho a duelo, directamente quedabas derrotado. No pensemos que, pese a los siglos transcurridos, esto ha cambiado mucho. Solemos ser, por desgracia, demasiado conscientes de nuestro rol y ello determina nuestras actuaciones. Nuestro consciente tiene demasiado oído y aprendido hasta dónde podemos llegar y con quién podemos o no. Revelarse en esto y no aceptar lo comúnmente establecido tiene un precio, que suele oscilar entre la impotencia, la satisfacción, el desengaño o la algarabía.
No nos batimos en duelo de la misma manera con un amigo, con un familiar, con un jefe o con un desconocido. Hasta ahí acepto porque sólo es cuestión de maneras y porque lo realmente importante no es el cómo, sino el qué; entiendo que no se pueda exponer una cuestión a tu jefe enviándole un mensaje al móvil y quedando en el bar para tomar un copa, de la misma manera que entiendo que no le comentes algo a un amigo citándole por e-mail tres días antes bajo la sugerencia de que se ponga corbata, pero lo que ya escapa a mi entendimiento es que los objetivos cambien según con quién los tratas si la convicción es una y clara. Al parecer, para lograr entenderlo, me tengo que remontar a las jerarquías que el mismo hombre se ha encargado de establecer y a la cultura, esa que nos enseña con esmero que hay vallas que no debemos saltar.
Y así se escribe la historia, con vallas que cada vez son más altas y más sólidas porque se crecen ante la falta de valor de los deportistas, con vallas que nos sonríen socarronas viendo como algunos se atan con ímpetu las zapatillas pero no pasan de la línea de salida, con vallas conscientes de su poder después de ver que los pocos que se atreven a hacer la carrera acaban lesionados o estrellados contra el suelo. Así que se decide no correr, por si acaso. Es así, y suena incluso mejor de lo que significa.
Los que no corren siempre tienen una excusa e, incluso a veces, son excusas válidas y razonadas, pero el caso es que no corren; por defecto, todos nos consideramos deportistas capaces de hacer la carrera y saltar vallas, pero se queda ahí, en creernos capaces sin encontrar el momento de demostrarlo. Nos gusta tener las mejores zapatillas en el armario para mostrarlas, nos gusta hacer calentamientos para que luego no nos cojan agujetas, nos gusta aconsejar a los demás que salten, e incluso nos permitimos criticar y sancionar a los que no saltan, pero luego -y como mucho-, nadie pasa de dos brincos mal logrados.
La historia demuestra que cuando todo va mal, la gente salta y corre más (¿quizá hay menos que perder?) y, por el contrario, cuando hay apariencia de bienestar relegamos los saltos al olvido. Lo que parece ser que pasa también a un peligroso olvido es que el dejar de saltar vallas puede acabar llevándonos a una situación mucho peor de lo que podemos imaginar y de la que nosotros seremos únicos culpables… es lo que tiene la estúpida grandeza humana.

miércoles, noviembre 21, 2007

Por el interés te quiero Andrés


No descarto yo acabar ganándome el pan con un turbante, grandes aros y una reluciente bola de cristal… ¿acaso no hablaba yo en anteriores escritos de bromas cósmicas y de heridas varias? Pues ale, si no quería caldo, ahora tengo dos tazas y encima rebosantes. Basta que pienses que algo no tendrá trascendencia para que la tenga. Basta que decidas que van a pasar años hasta que vuelvas a ver a alguien para que te tropieces con el susodich en la escalera. Y es que las cosas son como son. Decisiones que se toman un día y que, sabiendo lo que sabes al día siguiente, las harías de otra manera. Pero el tiempo no retrocede, no hay máquinas mágicas. Así que a lo hecho, pecho, aunque sea con interés de por medio. El interés es algo bastante despreciable cuando se entiende como algo impersonal. Sentirlo así, en toda su grandeza, provoca una repulsión digna de la peor decepción, que ya es decir. Andrés tiene, en este caso, la absoluta certeza de saber que puede dañar a quien intenta utilizarlo. Andrés sabe que con una llamada puede cambiar las cosas y dejar de sentir la sensación asquerosa del interés más interesado. Andrés sabe que la decepción justificaría esos actos. Pero va a resultar que el pobre Andrés tiene escrúpulos, algo de lo que carece el que quiere a Andrés por interés. Va a resultar que Andrés, pese a verlo todo con claridad, tiende a pensar que no todo vale y que el torear al interesado sería más propio del interesado que de él y, por tanto, valora el no hacer lo que siempre criticó. Es un hombre especial Andrés, tanto, que no va aceptar ni las gracias del interesado. Tanto, que no va a aprovechar la ocasión ni para hacerle ver al interesado que se sabe utilizado.
Así que el interesado va a salirse con la suya, algo que probablemente ni dudó, por tan idiota que siempre vio a Andrés. Lo que no sabe el interesado es que Andrés sabe de la suciedad de su trigo y que, lejos de la rabia, sólo siente pena porque existan interesados así. Prefiere que crean que lo pueden manejar a estropear algo que puede beneficiar a muchos Andreses.
A todo Andrés le llegará su recompensa y a otros animales… su San Martín.

martes, noviembre 20, 2007

De cicatrices y heridas


Podríamos decir que los cuerpos están llenos de cicatrices. Algunas más grandes, otras más pequeñas, pero todas fueron, inicialmente, heridas. Podemos repasarlas con la mente y acariciarlas con las manos. Podemos saber dónde, cuándo y cómo fueron, recordarlas con nostalgia, con tristeza o con orgullo. Algunas sangraron más, otras tuvieron suficiente con una pequeña cura y una gran tirita. Se supone que las cicatrices enseñan, que están ahí para recordarnos lo que sucedió, que en su momento nos dieron una lección. Esas lecciones -supuestamente aprendidas- pueden tener sabor de chocolate, pueden recordarse con gusto dulce o pueden ser más amargas, como una mala almendra que te hace arrugar la nariz y tensar el cuello. Son nuestras cicatrices y, a nuestra manera, las queremos y escondemos. No siempre son las más profundas las que escondemos, ni las más leves las que gritamos. Podemos crear mapas, complejas rutas de dolor y alegría con caminos curvados y rugosos que también tuvieron tramos llanos y despejados.
Hay algunas que no cicatrizan, parece que lo hacen, pero cuando pasas la yema de un dedo por encima se abren y vuelven a sangrar, y sorprende. Hay otras que olvidamos, como si nunca hubiesen existido y que sólo vemos cuando nos quedamos desnudos delante de un “espejo” que no sabe mentir. Las más antiguas y curadas tienen un color blancuzco, un olor a pasado, un sabor a orgullo. Están cerradas.
Las más rosadas están presentes, cicatrizan a un ritmo más lento y cuando nos acordamos, las miramos de reojo para asegurarnos de que siguen su evolución. Luego están las que aún no se han cerrado, aquellas a las que tontamente descuidamos y más atenciones necesitan. Y no se pueden enseñar, porque, a menudo, una de las heridas la provocó el enseñar antiguas cicatrices. Y así surgen los mapas secretos de la gente; con cicatrices que han determinado maneras de ser. Quizás no sea de valientes desenrollar nuestro mapa encima de una mesa y enseñárselo a alguien esperando que por mostrarlas se curen. Es cuestión de hondura. Cuestión de apertura, cuestión personal. Descifrar mapas y encontrar tesoros nunca fue fácil; descifrar mapas y encontrar ruinas también es difícil pero más probable. Andar por caminos que ya conocemos tampoco lo es, aunque muchos lo prefieren antes que andar por sendas desconocidas. El repaso al dolor y al placer es un ejercicio que no siempre se puede compartir, aunque se quiera.
Lo que nos hiere no siempre es lo que esperamos que va a doler. Damos por sabido demasiadas cosas y no tenemos en cuenta que las sorpresas pueden ser las antecesoras de algunos cortes. Cerrar heridas no se elige, y darnos cuenta de ellas no es plato de buen gusto. Repetir o reabrir algunas, una y otra vez, es demasiado peligroso y, sin embargo, una opción para dejar de repetirlas.
A veces, necesitamos verlas para ser capaces de recordar, y encontrarlas puede ser incluso más duro que el escozor que produjeron al abrirse.
Borges dijo que el hombre puede vivir porque puede olvidar, porque es capaz de no recordarlo todo. Él se perdió en su pergamino y se topó con la imposibilidad de seguir viviendo. Quizás de ello debamos aprender que las peores heridas no son las que no cicatrizan con la rapidez que deseamos, sino las que somos incapaces de ver.

sábado, noviembre 17, 2007

La nuit


El mercado de la noche no cambia demasiado aunque cada persona se intente reinventar.
Gente, personalidades, diversión, búsquedas, deseos, y sobre todo, muchos desconocidos en un mismo espacio. ¿Credenciales? Las que cada uno quiera dar. ¿Tópicos? A manta. Si aún estás a la mitad de la primera copa, te puedes sentar y observar, es la versión de un teatro real. Hay papeles, actores secundarios y protagonistas. Puedes ir viendo como con una mirada se inicia una historia o una aventura. La improvisación gana puntos porque los guionistas y apuntadores quieren también subir al escenario. Todo el mundo busca su momento de gloria.
No es del todo fácil seguir una única historia, es inevitable perderse en algún extravagante collar, una apretada camiseta o alguna técnica de maquillaje completamente pintoresca, nunca mejor dicho.
La música suena y el ambiente se caldea. La gente se arremolina en las barras en busca de la sensación etílica. Hay apretones, disculpas, sonrisas y primeros acercamientos. Las luces de la barra y la sobriedad que da el principio de la noche, permiten ver con más claridad si el otro es tuerto, tiene granos o unas bonitas manos. Todo incita a moverse, a bailar, a hablar –por no decir gritar-. No siempre es fácil seguir los ritmos de la música que ponen, cada uno tiene en eso su propio encanto; los hay perdidos, de esos que quizás salen una vez cada tres meses y que abren los ojos ante una canción que jamás habían escuchado, mientras piensan que están desfasados, otros, probablemente los más asiduos, tararean mientras bailan la letra de la canción porque la escuchan cada sábado. Son graciosos los don Juanes, que dominan tanto el cotarro que se permiten el lujo de ir observando lo que hay a su alrededor mientras bailan, en contraposición con los más tímidos, que ya tienen suficiente con intentar que sus movimientos tengan cierta coordinación con los sonidos que envuelven la sala.

Cada uno, a su manera, encarna lo que una de mis amigas llama "el baile del la grulla", conocido también como movimiento que incita al apareamiento y que, en la mayoría de los casos, suele dar resultado, no se sabe si con el deseado, pero con alguien, seguro que da resultado. Tanta bebida tiene sus efectos físicos, y los lavabos se empiezan a colapsar. Digna de mención es también la cola de los escusados. Podría ser relativamente fácil pensar en tendencias lésbicas a juzgar por las miradas y repasones que se dedican las mujeres. Lo mejor es cuando se retocan (me incluyo) frente al grandísimo espejo, ese es uno de los momentos cumbre de la noche por las conversaciones -que entre rimel, colorete y pintalabios-, se suceden. Todas están feísimas (según ellas) porque han tenido un día de perros y porque la semana ha sido muy dura, claro, a alguien hay que culpar de según qué caras. Las posturitas y los morros que se dedican ante el espejo son propios de mujeres que trabajan de modelos en la pasarela. Hay achuchones de pelo en un intento de que el liso se convierta en rizado y el rizado en cualquier otra cosa. Ya se sabe….se quiere lo que no se tiene. Juro haber visto a mi lado pieles blancas –propias de los meses de invierno-, que tras una buena aplicación de polvos mágicos, deslumbran como bronceados naturales de pleno agosto. Como ya hace un rato que rondan por la discoteca, hay ganado del que hablar. Nombres masculinos van salpicando la estancia, acompañados de risas, suspiros e incluso lágrimas, una grandísima pena después de los esfuerzos de haberse puesto bien el rimel. Encantadoras, somos todas encantadoras entre esas paredes en las que salen nuestras dudas y deseos. Yo, que en ocasiones no hago caso de las normas de conducta, he estado –por cuestión de proximidad y urgencia-, en un lavabo de hombres y nada que ver. Allí todo es aburridísimo; casi nunca hay cola y una vez dentro, tan sólo mean y se van, son muy sosos la mayoría de los hombres, hay que saber amortizar las estancias y darles más usos que el básico. Salir del lavabo recién retocada sabiéndote maravillosa (porque tus amigas te han dicho mil veces que lo estás), es una experiencia que te llena de vitalidad, de tanta vitalidad que si no la controlas puede hacer que pases de reina a ridícula cayéndote por las escaleras.

Se vuelve, de nuevo, al meollo de la pista, a la búsqueda de un sitio fijo en el que puedas tener tu espacio y lo defiendas con algún que otro empujoncillo que suavizas con buenas maneras y una sonrisa. A partir de ahí y antes de que el alcohol te lo impida, haces una composición de lugar –por no decir de personas- y ya te dejas llevar. Este concepto difiere en su aplicación dependiendo del objetivo que cada uno tenga, uno puede dedicarse a bailar y disfrutar y otros a entablar conversación después de un elaborado y siempre excitante juego de miradas. Es una fiesta, un sitio al que la gente acude a pasarlo bien, y se nota. Salvo excepciones, te atrapa el duendecillo de la diversión, de la opción, del denominado “buen rollo”. Los comentarios se suceden sin querer, ya sea sobre el cubata que te acaban de tirar encima, los movimientos contorsionistas dignos de admiración de la que tienes detrás, el vuelo raso de algún moscardón al que sólo le falta la escopeta o la coreografía espontánea que te sale al encontrar el ritmo de fondo de la canción. En la noche, el tiempo tampoco se detiene, y las visitas a la barra van haciendo su efecto. Lo que un lunes por la mañana te podría hacer gruñir, te parece ahora un comentario o una situación llena de humor, ingenio y simpatía y las dentaduras no dejan de brillar. Vueltas y más vueltas para esa canción de Shakira que te incita a creer que mueves la caderas igualito que ella sin preocuparte por cómo se visualizará desde fuera porque tú, desde tu perspectiva, estás más que satisfecha. Movimientos de brazos y piernas que, sin demasiado control, bajan y suben liberándote de las posturas con las que llevas cargando toda la semana. La gente ha cogido el ritmo, y son muchas las canciones que llevas bailando entre comentarios, risas y conversaciones sin demasiada trascendencia.

Hay que ir otra vez a mi adorado lavabo y, esta vez, cuesta mucho más atravesar la pista de baile, de hecho, hacerlo sin derramar el vaso, pisar a alguien o ser pisado, tiene un mérito incalculable por el que deberían conceder una titulación a la templanza y el pulso. Ahora bien, también deberían conceder un diploma a la astucia y coherencia de aquellos que eliminan los escalones en un sitio donde la gente bebe, porque es admirable que, entre recovecos y pies que atestan la sala, una sea capaz de ver por dónde camina y no acabar pegándose un sopapo de aúpa. A esas horas, el ambiente en el servicio de chicas ha pasado de genial a sublime. Los ojos brillan más, los pelos ya no importan tanto, los mofletes han subido de color sin necesidad de colorete y las conversaciones han perdido su “saber estar”. Directamente, con un riachuelo de alcohol corriendo por tus bonitas venas, todas estamos felices y contentas…o así lo veo yo (quien no me conozca me va a recomendar una breve visita a alcohólicos anónimos, gracias por adelantado por la preocupación).

La restauración facial ya se toma de otra manera, básicamente porque no importa tanto y porque hay poco más que hacer con esa carita que bueno, es la que es. La salida del lavabo esta vez, es peligrosa de verdad, la bajada de la escalera es de vértigo, y cual anciana, palpas la barandilla mientras atinas a recogerte el pelo para ver los escalones. La vuelta al sitio que escogiste de la pista es más enriquecedora, y esta vez no por la tonta y efímera felicidad del vodka, sino porque ves lo que ya sospechabas desde hacía tiempo: el triunfo del amor. Ha nacido el amor, así titularía yo el ambiente de una discoteca pasadas las cuatro de la mañana (llamarlo amor, llamarlo como queráis). Pues sí, el sentimiento triunfa por doquier en las esquinas, en la barra, en las malditas escaleras -en las que está predestinado que yo me escalabre-, triunfa por todas partes en forma de besos apasionados, de miradas coquetas, de manos en cinturas y en espaldas, es maravilloso. Además, empiezan a poner canciones realmente buenas, de esas que te llegan, de esas en las que sientes que el dj tiene telepatía contigo y te dan ganas de subir y decirle que entre vosotros a triunfado también el amor y que no puedes hacer nada por evitarlo, pero vaya, tras comentar la idea a tu amiga, descartas la opción, básicamente por carecer de sentido y porque te ves incapaz de volver a atravesar esa pista sobre la que piensas que es demasiado pequeña o que se han pasado el cupo de aforo por el forro.

Así que arañas las últimas canciones de la noche, entre conversaciones y risas que te hacen saber que ha sido una buena noche y que en breve vas a tener que coger el coche y conducir, lo que te lleva a pensar que quizás deberías intentar tocarte la rodilla con el codo para ver si estás en condiciones, pero lo descartas por la casi certeza de que perderás el equilibrio que tanto te ha costado mantener en las escalera, pero, que quede claro, únicamente por culpa de los tacones.
Las luces se empiezan a encender tímidamente, igual que tímidamente, esos ganadores de “amor” van mirándose a la cara con temor a que la poca luz y el alcohol les haya echo ver un príncipe donde hay un sapo o un pivón dónde hay una que sabe sacar partido al escote. Hay gente que se conoce en la salida, es la magia de la noche, o de la misma salida.
Una vez fuera, dependiendo del humor de tu estómago, puede apetecer ir a desayunar e incluso puedes decirlo en voz alta y con convencimiento transitorio, pero la mayoría de las veces, cuando empiezas a caminar hacia el coche, un deseo irrefrenable de que el “teletransoporte” exista puede contigo y con el dolor de unos piececillos que han trabajado más de lo habitual, así que la cama se vuelve bombón, de esos rellenos e irresistibles, y empiezas a sentir un verdadero deseo y amor por llegar a ella. Ya veis, siempre triunfa el amor.

La amenaza humana



El progreso. La primera acepción de la RAE nos dice que significa “acción de ir hacia delante”, la segunda, “avance, adelanto, perfeccionamiento”.
Aparentemente pues, el progreso se vincula a lo positivo. Se habla de progreso social, de progreso educativo, de progreso económico, de progreso laboral. Se alude al progreso como algo imparable e incluso normal, capaz de justificar lo injustificable. Alguna vez he oído también hablar del “progreso de la humanidad”, pero pocas veces oigo hablar del “progreso humano” entendido como progreso personal. Es normal que lo oiga poco porque en esa vertiente hay más bien retroceso que progreso.


En los años 60, cuando por la Diagonal de Barcelona circulaban algunos Seiscientos que no tenían flirteos con atascos, se hablaba de progreso automovilístico. Cuando se levantaban industrias en la costa y acudía gente de otros rincones del país, se hablaba de progreso económico, de bonanza. Muchos querían acudir a las grandes ciudades, donde el progreso, entendido siempre como algo positivo, permitía volver a los pueblos natales para hablar de avances insospechados. Aquellos jóvenes que salían de sus pueblos llenos de ilusión, que vivían en hostales, que se casaban y se iban a vivir –sin trauma ninguno- de alquiler, aquellos jóvenes que volvían a casa por Navidad contando las mieles del progreso de las ciudades boyantes de energía, se han extinguido. Los ha extinguido el mismo progreso.


Creo sinceramente que yo, de la generación del 80, aún he tenido algo de suerte en comparación a las infancias posteriores. No puedo evitar enorgullecerme de haber jugado con muñecas, aunque no lloraran ni se mearan, de haber mamado series de dibujos que transcurrían en prados y que hablaban de bondad y de nobleza, de esperar con anhelo la hora del recreo para jugar a cromos con purpurina mientras los chicos de clase nos enseñaban los canciones que habían ganado. No puedo evitar sonreír cuando recuerdo mi primera bicicleta, que era roja y tenía una cesta blanca de mimbre, preciosa, donde, por supuesto, sentaba a mi muñeca. De la misma manera, no puedo tampoco evitar aplaudir que con 16 años mi madre no me dejara comprar la ropa que veía en la tele o que mi padre pusiera el grito en el cielo cuando le decía que ya era mayor para llegar a las 3 de la mañana –la impertinencia no va ligada al progreso-. Recuerdo cuando el autobús me costaba 75 pesetas y los billetes azules de 500, con los que me podía tomar una coca-cola con mis amigas y luego comprar una gran bolsa de chuches. Recuerdo también todos los veranos en el pueblo de mis abuelos, que también era el pueblo de mis padres y cómo, ya en aquel entonces, percibía yo la diferencia entre correr por las calles y montañas o jugar en un parque de la ciudad, dónde las madres andaban locas –como ahora-, ante la inminencia de que un coche atropellara a un niño o un depravado les ofreciera caramelos. El cambio no ha sido lento y el progreso, menos. Mi padre, de la generación del 40, dice sonriendo que ha vivido más de 100 años por todo lo que ha visto. Y mi abuela, a la que estos días tengo la suerte de tener cerca, mira las historias que pasan en el mundo con una pena callada que asusta teniendo en cuenta que vivió una guerra. Progreso. Mi mente se colapsa. ¿Podría decir que el progreso daña? ¿Sería políticamente correcto hacerlo? ¿Estaría mintiendo? Me da igual, me atrevo a afirmar con rotundidad que el progreso, aunque ha traído bueno, ha traído también demasiado malo. Y sí, estoy en contra del progreso actual. No en vano son demasiadas las veces en que mi mente divaga, cual romántico, sobre la bendita suerte del hombre que vive en armonía con la sencillez, el campo y demás menesteres que nos pertocan como animales que somos. Pero todo animal se acaba acostumbrando a lo que le rodea, al parecer, la adaptación del instinto de supervivencia te aleja, tanto de lo malo como de lo bueno, al parecer, estamos programados para vivir a cualquier precio.


Son pocas las cosas a las que hoy no tenemos acceso; se puede esquiar en pleno verano, hablar a tiempo real con alguien que esté en la otra punta del planeta viéndole la cara, saber en un minuto qué tiempo hará mañana en Escocia o llegar a la primera al número de una calle en la que jamás habías estado. Se pueden llamar facilidades, supongo, en cualquier caso, son facilidades que van de la mano de caras consecuencias. No se ha podido separar una cosa de la otra, no hemos sido capaces de amortizar del progreso sólo lo bueno. Nuestra “inteligencia” nos ha perdido. Como los enamorados, avance y fatalidad, van cogidos de la mano, y también como los enamorados, unas veces nos hacen sonreír y otras llorar a lágrima viva. Internet, emblema del progreso por excelencia, creó autopistas de acceso a la información, y en esas autopistas, los humanos crearon también carreteras secundarias de pornografía infantil, fabricación de bombas caseras, uniones de grupos nazis y demás bonitas ocurrencias de la mente humana. El teléfono móvil, además de “salvar la vida” a algún autónomo, o de permitir no desangrarse a algún infeliz que cayera barranco abajo, sirve también para poner en duda la autonomía, independencia y tranquilidad a la que tiene derecho cualquier persona. El progreso de la televisión también podría ser digno de estudio en estos tiempos que corren, ya que los buenos documentales, las películas o los informativos, pierden la batalla de manera irremediable ante los trapos sucios de la vida de cualquier personaje de poca monta que gana dinero a espuertas por haberse acostado o peleado con algún otro fantoche. Debo ir escogiendo entre diferentes “progresos” porque, tristemente, me doy cuenta de que la lista sería interminable. Nombraré otro de vigencia preocupante, el progreso estético, ese que originalmente tenía el objetivo de hacernos sentir mejor con unas sales perfumadas para darse un baño o con un protector labial para combatir las pupas de los labios y que ahora se ha convertido en un afán de perfección física que lleva a la gente a morir voluntariamente de hambre, destrozarse la cara con inyecciones de botox, dejarse medio sueldo en maquillaje y uñas postizas para engañar al galán de turno que ya nació guapo y rico o, en definitiva, anhelar tener lo que no tenemos porque sabemos que el progreso lo ha puesto a nuestro alcance. Progreso. Está también el reconocido progreso de la medicina, que no se libra tampoco de haber sido utilizado doblemente, pues tan cierto es que ha dado frutos pragmáticos en cuanto a curas que en algún momento se creyeron impensables, como que ha supuesto la prolongación de vidas con agonía y frustración en cuerpos sobre los que sus ocupantes ya no tienen capacidad de elección. Un progreso que hace avanzar a nuestra mente hacia una frialdad e indiferencia sin límite, un progreso que acepta como intrínseco la inseguridad en la calle, las guerras sin más motivo que el interés económico, los asesinatos dónde, cuándo y como sea, la falsedad en todo su esplendor, la hipocresía como pan de cada día, la demanda de psicólogos, la política como algo en lo que vale todo, la poca perplejidad ante lo que sabemos malo, la manipulación y la injusticia.


Poder, sexo y dinero dicen que son los señores que mueven el mundo, pero yo, no puedo evitar preguntarme si también eran esos los señores que movían el mundo antes de que llegara el progreso. Acabo ya con otro progreso al que soy incapaz de encontrarle algo de ironía o de bueno. El progreso teconológico-armamentístico, ese que se traduce en amenaza mundial disfrazada de fanatismo religioso, de certeza de que uno sabe más que otro lo que es mejor para todos, del foro económico mundial -el social no pinta nada-, ese que hará que quizás otra civilización diga de nosotros que el progreso nos destruyó.

lunes, noviembre 12, 2007

La broma cósmica


Podría ser cierto que todos formáramos parte de una broma cósmica. Al menos, sería la explicación a extraños sucesos que parecen estar fuera de nuestro alcance. Cosas que ocurren sin más, sin motivo, contrarias a lo que se supone que debía suceder o, simplemente, hechos sorprendentes que nos hacen menear la cabeza, como atontados. Se le puede llamar broma cósmica, destino, casualidad o cualquier otra cosa, pero el significado acaba siendo el mismo o al menos, aludiendo a lo mismo, a una especie de fuerza superior que parece dominar nuestra vida sin que nuestros planes cuenten demasiado. Es peligroso darle demasiadas vueltas a esta posibilidad porque podría llevarnos a encontrar la inutilidad de la voluntad. Hay que creer que nosotros tenemos el poder de algo, es lo que prima hoy en día y probablemente no esté mal pensado porque incita al afán de superación y a la creencia de que mucho depende de nosotros mismos. Sea como sea y vivido lo vivido, hay que contemplar la posibilidad de que el cosmos tenga para nosotros unos planes diferentes a los que queremos.
Hay muchas teorías sobre este tema, tantas, que probablemente ninguna sea de todo cierta. A mi, esto del destino, tan pronto me suena a pantomima como a cierto, según lo que me interese, claro. No es faena mía averiguar si lo que me interesa es lo que yo decido o lo que el cosmos ha decidido a mis espaldas.
Que no podemos elegir tanto como nos gustaría creer, es una premisa que voy viendo clara con el paso del tiempo, pero de ahí a afirmar que una fuerza superior guía nuestras vidas, hay un trecho tan grande como el Titicaca, que es el segundo lago más grande de Sudamérica, y además, el culpable de que en quinto de EGB me castigaran por nombrarlo; la profesora creyó que intentaba hacerme la graciosa. Es un lastre que arrastro el que la gente crea que bromeo cuando hablo en serio. Vuelvo al cosmos que me pierdo en su grandeza… el temita del destino está unido sin remedio a la cuestión religiosa, a unas leyes divinas que anuncian destinos ineludibles para cada ser humano, caminos de vidas escritos en páginas celestiales en los que se leen las respuestas a nuestras miles de preguntas. Y nosotros sin poder acceder a la lectura, válgame Dios. Aunque claro, quizá forme parte del destino el que sepamos que está todo escrito y dicho pero no tengamos acceso a ello. Claro, si es que nuestro cerebro se ha desarrollado tantísimo a lo largo de los siglos, que somos capaces de encontrar justificación y explicación a todo aunque en realidad no la tenga. Por si acaso, me he parado a escuchar al cosmos-destino-casualidad, y, aunque no estoy muy segura de dónde viene la información, el mensaje ha sido claro: es sabio no hacerse según qué preguntas y no buscar según qué respuestas.