sábado, noviembre 17, 2007

La amenaza humana



El progreso. La primera acepción de la RAE nos dice que significa “acción de ir hacia delante”, la segunda, “avance, adelanto, perfeccionamiento”.
Aparentemente pues, el progreso se vincula a lo positivo. Se habla de progreso social, de progreso educativo, de progreso económico, de progreso laboral. Se alude al progreso como algo imparable e incluso normal, capaz de justificar lo injustificable. Alguna vez he oído también hablar del “progreso de la humanidad”, pero pocas veces oigo hablar del “progreso humano” entendido como progreso personal. Es normal que lo oiga poco porque en esa vertiente hay más bien retroceso que progreso.


En los años 60, cuando por la Diagonal de Barcelona circulaban algunos Seiscientos que no tenían flirteos con atascos, se hablaba de progreso automovilístico. Cuando se levantaban industrias en la costa y acudía gente de otros rincones del país, se hablaba de progreso económico, de bonanza. Muchos querían acudir a las grandes ciudades, donde el progreso, entendido siempre como algo positivo, permitía volver a los pueblos natales para hablar de avances insospechados. Aquellos jóvenes que salían de sus pueblos llenos de ilusión, que vivían en hostales, que se casaban y se iban a vivir –sin trauma ninguno- de alquiler, aquellos jóvenes que volvían a casa por Navidad contando las mieles del progreso de las ciudades boyantes de energía, se han extinguido. Los ha extinguido el mismo progreso.


Creo sinceramente que yo, de la generación del 80, aún he tenido algo de suerte en comparación a las infancias posteriores. No puedo evitar enorgullecerme de haber jugado con muñecas, aunque no lloraran ni se mearan, de haber mamado series de dibujos que transcurrían en prados y que hablaban de bondad y de nobleza, de esperar con anhelo la hora del recreo para jugar a cromos con purpurina mientras los chicos de clase nos enseñaban los canciones que habían ganado. No puedo evitar sonreír cuando recuerdo mi primera bicicleta, que era roja y tenía una cesta blanca de mimbre, preciosa, donde, por supuesto, sentaba a mi muñeca. De la misma manera, no puedo tampoco evitar aplaudir que con 16 años mi madre no me dejara comprar la ropa que veía en la tele o que mi padre pusiera el grito en el cielo cuando le decía que ya era mayor para llegar a las 3 de la mañana –la impertinencia no va ligada al progreso-. Recuerdo cuando el autobús me costaba 75 pesetas y los billetes azules de 500, con los que me podía tomar una coca-cola con mis amigas y luego comprar una gran bolsa de chuches. Recuerdo también todos los veranos en el pueblo de mis abuelos, que también era el pueblo de mis padres y cómo, ya en aquel entonces, percibía yo la diferencia entre correr por las calles y montañas o jugar en un parque de la ciudad, dónde las madres andaban locas –como ahora-, ante la inminencia de que un coche atropellara a un niño o un depravado les ofreciera caramelos. El cambio no ha sido lento y el progreso, menos. Mi padre, de la generación del 40, dice sonriendo que ha vivido más de 100 años por todo lo que ha visto. Y mi abuela, a la que estos días tengo la suerte de tener cerca, mira las historias que pasan en el mundo con una pena callada que asusta teniendo en cuenta que vivió una guerra. Progreso. Mi mente se colapsa. ¿Podría decir que el progreso daña? ¿Sería políticamente correcto hacerlo? ¿Estaría mintiendo? Me da igual, me atrevo a afirmar con rotundidad que el progreso, aunque ha traído bueno, ha traído también demasiado malo. Y sí, estoy en contra del progreso actual. No en vano son demasiadas las veces en que mi mente divaga, cual romántico, sobre la bendita suerte del hombre que vive en armonía con la sencillez, el campo y demás menesteres que nos pertocan como animales que somos. Pero todo animal se acaba acostumbrando a lo que le rodea, al parecer, la adaptación del instinto de supervivencia te aleja, tanto de lo malo como de lo bueno, al parecer, estamos programados para vivir a cualquier precio.


Son pocas las cosas a las que hoy no tenemos acceso; se puede esquiar en pleno verano, hablar a tiempo real con alguien que esté en la otra punta del planeta viéndole la cara, saber en un minuto qué tiempo hará mañana en Escocia o llegar a la primera al número de una calle en la que jamás habías estado. Se pueden llamar facilidades, supongo, en cualquier caso, son facilidades que van de la mano de caras consecuencias. No se ha podido separar una cosa de la otra, no hemos sido capaces de amortizar del progreso sólo lo bueno. Nuestra “inteligencia” nos ha perdido. Como los enamorados, avance y fatalidad, van cogidos de la mano, y también como los enamorados, unas veces nos hacen sonreír y otras llorar a lágrima viva. Internet, emblema del progreso por excelencia, creó autopistas de acceso a la información, y en esas autopistas, los humanos crearon también carreteras secundarias de pornografía infantil, fabricación de bombas caseras, uniones de grupos nazis y demás bonitas ocurrencias de la mente humana. El teléfono móvil, además de “salvar la vida” a algún autónomo, o de permitir no desangrarse a algún infeliz que cayera barranco abajo, sirve también para poner en duda la autonomía, independencia y tranquilidad a la que tiene derecho cualquier persona. El progreso de la televisión también podría ser digno de estudio en estos tiempos que corren, ya que los buenos documentales, las películas o los informativos, pierden la batalla de manera irremediable ante los trapos sucios de la vida de cualquier personaje de poca monta que gana dinero a espuertas por haberse acostado o peleado con algún otro fantoche. Debo ir escogiendo entre diferentes “progresos” porque, tristemente, me doy cuenta de que la lista sería interminable. Nombraré otro de vigencia preocupante, el progreso estético, ese que originalmente tenía el objetivo de hacernos sentir mejor con unas sales perfumadas para darse un baño o con un protector labial para combatir las pupas de los labios y que ahora se ha convertido en un afán de perfección física que lleva a la gente a morir voluntariamente de hambre, destrozarse la cara con inyecciones de botox, dejarse medio sueldo en maquillaje y uñas postizas para engañar al galán de turno que ya nació guapo y rico o, en definitiva, anhelar tener lo que no tenemos porque sabemos que el progreso lo ha puesto a nuestro alcance. Progreso. Está también el reconocido progreso de la medicina, que no se libra tampoco de haber sido utilizado doblemente, pues tan cierto es que ha dado frutos pragmáticos en cuanto a curas que en algún momento se creyeron impensables, como que ha supuesto la prolongación de vidas con agonía y frustración en cuerpos sobre los que sus ocupantes ya no tienen capacidad de elección. Un progreso que hace avanzar a nuestra mente hacia una frialdad e indiferencia sin límite, un progreso que acepta como intrínseco la inseguridad en la calle, las guerras sin más motivo que el interés económico, los asesinatos dónde, cuándo y como sea, la falsedad en todo su esplendor, la hipocresía como pan de cada día, la demanda de psicólogos, la política como algo en lo que vale todo, la poca perplejidad ante lo que sabemos malo, la manipulación y la injusticia.


Poder, sexo y dinero dicen que son los señores que mueven el mundo, pero yo, no puedo evitar preguntarme si también eran esos los señores que movían el mundo antes de que llegara el progreso. Acabo ya con otro progreso al que soy incapaz de encontrarle algo de ironía o de bueno. El progreso teconológico-armamentístico, ese que se traduce en amenaza mundial disfrazada de fanatismo religioso, de certeza de que uno sabe más que otro lo que es mejor para todos, del foro económico mundial -el social no pinta nada-, ese que hará que quizás otra civilización diga de nosotros que el progreso nos destruyó.

1 comentario:

señor x dijo...

…y especialmente cruel el tema del progreso teconológico-armamentístico; aunque la tv diga lo contrario (guerras limpias, daños colaterales, etc) las actuales guerras son mucho más crueles que las de antes y despersonalizadas… qué fácil es volar una ciudad entera desde el otro lado del atlántico sentado en una silla y al frente de una pantalla, y por el contrario, las balas que se habrán dejado de disparar por el simple hecho que el enemigo te mirara a los ojos. CAROL FELICITO TU CLARIVIDENCIA, ARTÍCULO DE MUCHÍSSSSSSSSSIMOS QUILATES!!