Podríamos decir que los cuerpos están llenos de cicatrices. Algunas más grandes, otras más pequeñas, pero todas fueron, inicialmente, heridas. Podemos repasarlas con la mente y acariciarlas con las manos. Podemos saber dónde, cuándo y cómo fueron, recordarlas con nostalgia, con tristeza o con orgullo. Algunas sangraron más, otras tuvieron suficiente con una pequeña cura y una gran tirita. Se supone que las cicatrices enseñan, que están ahí para recordarnos lo que sucedió, que en su momento nos dieron una lección. Esas lecciones -supuestamente aprendidas- pueden tener sabor de chocolate, pueden recordarse con gusto dulce o pueden ser más amargas, como una mala almendra que te hace arrugar la nariz y tensar el cuello. Son nuestras cicatrices y, a nuestra manera, las queremos y escondemos. No siempre son las más profundas las que escondemos, ni las más leves las que gritamos. Podemos crear mapas, complejas rutas de dolor y alegría con caminos curvados y rugosos que también tuvieron tramos llanos y despejados.
Hay algunas que no cicatrizan, parece que lo hacen, pero cuando pasas la yema de un dedo por encima se abren y vuelven a sangrar, y sorprende. Hay otras que olvidamos, como si nunca hubiesen existido y que sólo vemos cuando nos quedamos desnudos delante de un “espejo” que no sabe mentir. Las más antiguas y curadas tienen un color blancuzco, un olor a pasado, un sabor a orgullo. Están cerradas.
Las más rosadas están presentes, cicatrizan a un ritmo más lento y cuando nos acordamos, las miramos de reojo para asegurarnos de que siguen su evolución. Luego están las que aún no se han cerrado, aquellas a las que tontamente descuidamos y más atenciones necesitan. Y no se pueden enseñar, porque, a menudo, una de las heridas la provocó el enseñar antiguas cicatrices. Y así surgen los mapas secretos de la gente; con cicatrices que han determinado maneras de ser. Quizás no sea de valientes desenrollar nuestro mapa encima de una mesa y enseñárselo a alguien esperando que por mostrarlas se curen. Es cuestión de hondura. Cuestión de apertura, cuestión personal. Descifrar mapas y encontrar tesoros nunca fue fácil; descifrar mapas y encontrar ruinas también es difícil pero más probable. Andar por caminos que ya conocemos tampoco lo es, aunque muchos lo prefieren antes que andar por sendas desconocidas. El repaso al dolor y al placer es un ejercicio que no siempre se puede compartir, aunque se quiera.
Lo que nos hiere no siempre es lo que esperamos que va a doler. Damos por sabido demasiadas cosas y no tenemos en cuenta que las sorpresas pueden ser las antecesoras de algunos cortes. Cerrar heridas no se elige, y darnos cuenta de ellas no es plato de buen gusto. Repetir o reabrir algunas, una y otra vez, es demasiado peligroso y, sin embargo, una opción para dejar de repetirlas.
A veces, necesitamos verlas para ser capaces de recordar, y encontrarlas puede ser incluso más duro que el escozor que produjeron al abrirse.
Borges dijo que el hombre puede vivir porque puede olvidar, porque es capaz de no recordarlo todo. Él se perdió en su pergamino y se topó con la imposibilidad de seguir viviendo. Quizás de ello debamos aprender que las peores heridas no son las que no cicatrizan con la rapidez que deseamos, sino las que somos incapaces de ver.
Hay algunas que no cicatrizan, parece que lo hacen, pero cuando pasas la yema de un dedo por encima se abren y vuelven a sangrar, y sorprende. Hay otras que olvidamos, como si nunca hubiesen existido y que sólo vemos cuando nos quedamos desnudos delante de un “espejo” que no sabe mentir. Las más antiguas y curadas tienen un color blancuzco, un olor a pasado, un sabor a orgullo. Están cerradas.
Las más rosadas están presentes, cicatrizan a un ritmo más lento y cuando nos acordamos, las miramos de reojo para asegurarnos de que siguen su evolución. Luego están las que aún no se han cerrado, aquellas a las que tontamente descuidamos y más atenciones necesitan. Y no se pueden enseñar, porque, a menudo, una de las heridas la provocó el enseñar antiguas cicatrices. Y así surgen los mapas secretos de la gente; con cicatrices que han determinado maneras de ser. Quizás no sea de valientes desenrollar nuestro mapa encima de una mesa y enseñárselo a alguien esperando que por mostrarlas se curen. Es cuestión de hondura. Cuestión de apertura, cuestión personal. Descifrar mapas y encontrar tesoros nunca fue fácil; descifrar mapas y encontrar ruinas también es difícil pero más probable. Andar por caminos que ya conocemos tampoco lo es, aunque muchos lo prefieren antes que andar por sendas desconocidas. El repaso al dolor y al placer es un ejercicio que no siempre se puede compartir, aunque se quiera.
Lo que nos hiere no siempre es lo que esperamos que va a doler. Damos por sabido demasiadas cosas y no tenemos en cuenta que las sorpresas pueden ser las antecesoras de algunos cortes. Cerrar heridas no se elige, y darnos cuenta de ellas no es plato de buen gusto. Repetir o reabrir algunas, una y otra vez, es demasiado peligroso y, sin embargo, una opción para dejar de repetirlas.
A veces, necesitamos verlas para ser capaces de recordar, y encontrarlas puede ser incluso más duro que el escozor que produjeron al abrirse.
Borges dijo que el hombre puede vivir porque puede olvidar, porque es capaz de no recordarlo todo. Él se perdió en su pergamino y se topó con la imposibilidad de seguir viviendo. Quizás de ello debamos aprender que las peores heridas no son las que no cicatrizan con la rapidez que deseamos, sino las que somos incapaces de ver.
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