lunes, noviembre 26, 2007

Duelos de-mentes


Cuando pensamos en “duelos”, podemos recrear en nuestra mente imágenes que hemos visto en películas o que hemos imaginado en algún libro y que, casi siempre, nos remiten a algún sitio amplio donde dos cuerpos se enfrentan bajo un tintineo de choque de espadas. Pero no siempre los duelos son enfrentamientos físicos en los que se pone en juego la vida o el orgullo. Hay duelos más sutiles, batallas que no necesitan de espacio, guerras que pueden ser silenciosas.
Hay duelos que carecen de sentido, que se inician por nimiedades tan absurdas que no podría sorprendernos que, de repente, uno de los contrincantes soltara una carcajada. Pero también hay duelos más profundos, que se libran en el seno de guerras que se creen olvidadas o incluso ganadas. Solemos creer que las treguas o las banderas blancas encierran la posibilidad de que la guerra no vuelva, pero la única realidad es que las guerras no acaban hasta que las ganas o las pierdes y, a veces, ni así. Todo lo que queda entre enfrentarse de forma definitiva o abandonar con convicción, sigue siendo guerra, aunque no se oigan bombas. Por eso, a veces, el duelo sorprende, porque nos encontramos de repente cual titanes defendiendo causas que ya creíamos ganadas o perdidas y nos vemos de nuevo en plena guerra y librando una nueva batalla que cada vez cansa más.
Los duelos físicos son quizá más peligrosos pero mucho más sencillos; quien haga sangrar primero al otro gana sin más y se queda con la razón por ser más hábil, más fuerte o más valiente. A partir de ahí se acaban las preguntas. Son duelos primitivos y eficaces, combates que duran un asalto y quedan sentenciados. Pero los duelos de los que hablo son tan políticamente correctos y aparentemente necesarios que no pueden acabarse y olvidarse con un simple empujón. Es sorprendente, analizando la historia de los duelos, ver como estos tenían sus propias normas. Es decir, hasta para un enfrentamiento se establecían códigos de lo que se permitía y lo que no; quizás el más relevante era que para tener derecho a retar, ambos debían ostentar un mismo nivel social, una misma “altura” que –dada nuestra historia humana-, ya sabréis en qué se basaba. La cuestión es que si no se estaba al mismo nivel no había ni derecho a duelo, directamente quedabas derrotado. No pensemos que, pese a los siglos transcurridos, esto ha cambiado mucho. Solemos ser, por desgracia, demasiado conscientes de nuestro rol y ello determina nuestras actuaciones. Nuestro consciente tiene demasiado oído y aprendido hasta dónde podemos llegar y con quién podemos o no. Revelarse en esto y no aceptar lo comúnmente establecido tiene un precio, que suele oscilar entre la impotencia, la satisfacción, el desengaño o la algarabía.
No nos batimos en duelo de la misma manera con un amigo, con un familiar, con un jefe o con un desconocido. Hasta ahí acepto porque sólo es cuestión de maneras y porque lo realmente importante no es el cómo, sino el qué; entiendo que no se pueda exponer una cuestión a tu jefe enviándole un mensaje al móvil y quedando en el bar para tomar un copa, de la misma manera que entiendo que no le comentes algo a un amigo citándole por e-mail tres días antes bajo la sugerencia de que se ponga corbata, pero lo que ya escapa a mi entendimiento es que los objetivos cambien según con quién los tratas si la convicción es una y clara. Al parecer, para lograr entenderlo, me tengo que remontar a las jerarquías que el mismo hombre se ha encargado de establecer y a la cultura, esa que nos enseña con esmero que hay vallas que no debemos saltar.
Y así se escribe la historia, con vallas que cada vez son más altas y más sólidas porque se crecen ante la falta de valor de los deportistas, con vallas que nos sonríen socarronas viendo como algunos se atan con ímpetu las zapatillas pero no pasan de la línea de salida, con vallas conscientes de su poder después de ver que los pocos que se atreven a hacer la carrera acaban lesionados o estrellados contra el suelo. Así que se decide no correr, por si acaso. Es así, y suena incluso mejor de lo que significa.
Los que no corren siempre tienen una excusa e, incluso a veces, son excusas válidas y razonadas, pero el caso es que no corren; por defecto, todos nos consideramos deportistas capaces de hacer la carrera y saltar vallas, pero se queda ahí, en creernos capaces sin encontrar el momento de demostrarlo. Nos gusta tener las mejores zapatillas en el armario para mostrarlas, nos gusta hacer calentamientos para que luego no nos cojan agujetas, nos gusta aconsejar a los demás que salten, e incluso nos permitimos criticar y sancionar a los que no saltan, pero luego -y como mucho-, nadie pasa de dos brincos mal logrados.
La historia demuestra que cuando todo va mal, la gente salta y corre más (¿quizá hay menos que perder?) y, por el contrario, cuando hay apariencia de bienestar relegamos los saltos al olvido. Lo que parece ser que pasa también a un peligroso olvido es que el dejar de saltar vallas puede acabar llevándonos a una situación mucho peor de lo que podemos imaginar y de la que nosotros seremos únicos culpables… es lo que tiene la estúpida grandeza humana.

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