Tenía 20 años cuando lo conoció.
Acababa de entrar a la universidad y le era tan nueva la libertad como el conocimiento de que los hombres no siempre son lo que parecen.
Estaba en la cafetería con una chica de inglesa con la que había congeniado en un par de clases.
Y llegó él.
Con pelo descuidado, chaqueta de cuero que persistió en primavera y una canción de Sabina en el aire.
Descaradamente sociable.
Y dejó caer sobre la mesa un libro de poesía, pequeño y arrugado.
Saludó a la de inglesa y se fue a por una coca-cola.
Cuando volvió y se sentó la miró con sorna.
Y mucho rato después le preguntó su nombre.
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