miércoles, febrero 27, 2008

Vergüencitas

Yo desvío. Y tengo vergüencitas. Esas son las conclusiones que sacamos Judith y yo después de una conversación con más carcajadas que palabras. Lucidez pura. Y más blanda que dura también.

Las vergüencitas son como las gotas que caen de un limón. Son ácidas y bonitas. Y se van cuajando con el tiempo. Y así, el resultado llegó claro y conciso: “Que me panso con tanta vergüencita”. Que cada cuál lo entienda como quiera. Que las que inventamos el concepto ya nos entendemos.

Y entonces ahí tienes ese fantástico zumo. De gotas de vergüencitas transparentes y vitamínicas, que, cuando aparecen, se retroalimentan mientras los mofletes se vuelven del color de las cerezas, con sólo un pensamiento. Con sólo una idea. Maravilloso.

Los limones tienen algo que no puedes controlar. Los ves, sabes cuál será el sabor y aún así no puedes evitar que se te arrugue la cara y la sangre cuando le pegas un lametazo. Igual que las vergüencitas, que te provocan y superan sin quererlo.

Y Judith se ríe, de mis vergüencitas. Y yo al pensarlas, no puedo menos que reírme también. Mientras con los dedos me retuerzo las puntas del pelo y me quedo medio ausente en un baño rojo y caliente.


Y así suceden estas cosas, con leyes inversamente proporcionales a lo que –supuestamente- debería ser. Porque dicen que algunos tipos de vergüenza se pierden con la edad. Y así, cada vez hay menos vasos de zumo alineados a lo largo de una mesita de noche de madera con velas blancas que huelen a vainilla. Como si el olor dulce pudiera a la acidez.

Y tú te los miras así, mientras se llenan. Y después de exprimir el limón, casi después de pensar en arrojarlo por la ventana, te sorprendes haciendo un esfuerzo y estrujándolo más, como si esas gotas ácidas pudieran seguir surgiendo de un fruto seco y ya pálido. Y resulta que algunas más logras sacar. Inaudito.

Y las vergüencitas no se reconocen así como así. Antes de que tú las saludes, las ven quienes te conocen. Y cuando te lo dicen, el primer impulso es negarlas –cual Judas- y cubrirlas con un aterciopelado manto de indiferencia. Pero al final, te calan. Te dan un calorcillo que te hincha y empequeñece trasladándote a una especie de regresión infantil adorable.

Son néctar esas vergüencitas. Del más puro, del más delicioso.

Una pena que sean tan y tan breves, tan pasajeras. Que se desvanezcan con facilidad. Es su secreto, que sean incompatibles por naturaleza con el paso de los días. Con esa segura rutina de doble cara. Una grandísima pena no poder sonrojarse más a menudo. Una gran estupidez pensar que hacerlo es inmaduro.

Yo intento disfrutar de mis vergüencitas –cuando tengo la grandísima suerte de tenerlas- de una forma pausada. Pero más que pausada es pasada, porque son tan pocas las gotas que el zumo se acaba pronto y ya sólo queda el recuerdo de un sabor que no sabes cuándo volverás a sentir.

1 comentario:

Miradaenfuga dijo...

Tus vergüencitas no son pasadas; eres una de las pocas personas que conozco que tiene el don de descubrir cada día con la inocencia de un niño, y con sus vergüencitas.