Llevo toda la semana cruzándome con una de mis almas gemelas. Digo una porque espero que haya más por ahí, campando alegremente.
Mis últimos cinco días han transcurrido entre aulas y uniformes de adolescentes. Y entre clase y clase, en las sala de profesores, en los pasillos, mientras que esquivaba a los niños haciendo malabarismos con los libros, mientras oía entre susurros “esa es la nueva sustituta”, me encontraba de repente con esa alma gemela.
No es una alma gemela de ésas que se fragua con el tiempo. Porque de tiempo, la verdad es que hace más bien poco. Es una de esas almas que aparecen y se reconocen con un simpático guiño que acaba en una complicidad sorprendente.
Como un reconocimiento mudo que lleva implícita una seguridad que no tendría porque ser tal pero lo es. En forma y manera.
Con esa alma gemela me fui ayer a la playa. A ver el mar. A que la tensión de la preparación de clases y el estrés de dar el tipo ante diablillos en su fase de expansión se dispersara. Se fuera con las olas que acarician la orilla. Con la brisa que dicen que relaja.
Vestidas como señoritas en toda la amplitud de la palabra, llegamos a la playa. Pisando fuerte con nuestras botas altas, nuestros abrigos de Zara y la alegría de que empezaba el fin de semana. En nuestras manos colgaba una bolsa con bocadillos recién comprados y pastas de chocolate.
Y allí sentamos nuestras dos almas. Rodeadas de turistas chinos (o japoneses) en bikini, de parejas que aprovechaban para pasear descalzos y de avispados comerciantes que ofrecían latas de cerveza o coca-cola fría.
El mar es una de esas cosas que atrapa al cerebro. Puede que, sin quererlo, el movimiento de nuestras mandíbulas al masticar se acompasara con ese sonido suave en el que se mueven las olas de los mares tranquilos. Y así, ante ese color azul oscuro, ante esa brisa que remueve los granos de arena y los mechones de pelo, fuimos escupiendo la tensión de la semana.
Había una ausencia ayer. La de una tercera alma con la que después hablamos. Y que tiene otra forma de eliminar el estrés semanal. Una forma que hoy repetiremos todas, no digo más.
Quizás se notaba demasiado que dos almas eran poco y, por eso, recibimos el cariño inesperado de los animalejos que rondaban por allí. Uno de ellos un perro blanco que parecía una cría obesa de oso polar, menudo susto. Otro, una gaviota que planeó por nuestras cabezas –o por nuestros bocadillos- luciendo un pico agresivo que nos hizo pensar en cómo quedarían nuestras cuencas sin ojos.
Hoy habrá reunión de muchas almas; algunas gemelas, otras conocidas, otras hermanas… en la variedad está el gusto.
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