Cuando es de noche, cuando sabes que las personas duermen para levantarse temprano y cumplir con sus obligaciones, todo cambia. Se disfruta de momentos que la gente no pude elegir. Y la atmósfera se queda como en un silencio pactado, consentido. Y casi se puede soñar, además de disfrutar de un tiempo que pasa diferente, con otras leyes, menos estrictas. Y otra luz.
Hablar, callar, pensar, da igual. Una mente nueva y nuevas palabras. Que se acogen con sonrisas, cabeceos, ojos de sorpresa o desconcierto. Sobre todo eso, desconcierto.
Y las horas pasan, en unos asientos, en una calle de una ciudad dentro de un coche. Mientras se oye de lejos una persiana de algún trasnochador, mientras ladeas la cabeza para encontrarte con otros ojos que te observan. Mientras las luces del camión de la basura iluminan la calle.
Caen algunos cigarros, como caen otras cosas. Cosas que ni esperabas que cayesen, ni probablemente quieres que caigan.
Preguntas que no se saben contestar. Porque realmente no se saben. Y en lugar de inventar, los ojos sonríen y los hombros se encogen. Y el no saber casi nada es la mejor de las respuestas.
De cualquier cosa. De cualquier cosa se puede hablar en ese oasis de somnolencia rota por el asombro de gestos que gustan. De trozos de pensamiento que son suficientes para querer más y seguir. Puedes tener a las constelaciones de tu lado y hablar sobre Horus. O puedes ser una hormiga a punto de ser aplastada. Todo puede ser si uno se hace las preguntas adecuadas.
Comodidad inaudita mientras se revuelve en el bolso en busca de una barrita de muesly.
El hambre y otras necesidades apremian. No todas son confesables.
La hora en que la calle se empieza a mover anuncia que el día empieza y que el oasis acaba. Sin prisa. Y los dos asientos miran a quien saca a pasear al perro, a quien va a comprar el pan, a quien madruga para hacer unos largos. Para unos empieza el día y para otros acaba. Siempre es así.
Se puede acariciar el pasado inmediato de esas horas surgidas de una espontaneidad adorable, que nada envidia a los mejores planes. Hay que irse.
Y los asientos, con los cuerpos que los han resguardado de un frío que no existe, vuelven a la postura normal, a esa que te devuelve a lo real. Poder conducir en un silencio que debería ser extraño y no lo es. Y que quizás se vuelve así justo antes de que los ojos que te han acompañado vayan a desaparecer.
Y antes de marchar, un regalo sin palabras. Que te deja sonriendo hasta que te tapas con las mantas y apagas la luz.
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