Por gusto, por obligación o vergüenza. O por cualquier otra cosa. De esos que no anidan en las profundidades de nada. Sólo revolotean superfluamente por nuestra cintura.
Decirlos, dice un poco más sobre cada uno. Callarlos también dice de uno.
Las orejas se inclinan más cuando oímos esa palabra. Y la boca, aunque no sea de callar, calla para recibir con expectación lo que antes de decirse ya promete. Porque es secreto.
Y el secreto es una de las pocas cosas que puede tener suficiente sentido como para callarlo.
No siempre están guardados en forma de fotografía en el último cajón de una cómoda. Ni en un e-mail protegido por carpetas y contraseñas.
Puede que tampoco sean como aquellos tan maravillosos que se escondían en una caja de latón medio oxidada y se enterraban en alguna parte, sin mapa. Ahí estaba la gracia.
No todos los secretos se pueden ocultar. Hay veces que las situaciones los reclaman y exigen y entonces salen gritando, alborotados.
Otras, molestan tanto en eso a lo que llaman conciencia que se cuelan entre las cuerdas vocales, bajito, casi sin querer.
Hay quienes buscan secretos. Hay quien los encuentra sin pedirlos.
Diría que muchas veces los secretos tienen vida propia. Aparecen en forma de deseo o de miedo, o de sueño. Te molestan, te incitan, te divierten, te desconsuelan.
El secreto no deja de serlo cuando se pronuncia, ni cuando se escribe. Todo depende de a qué esté adherido.
A mi no me gusta que me cuenten secretos. Me inquieta. Se me mueven los hombros imperceptiblemente en clara señal de protesta. Pero puedo entender a quienes los cuentan porque, a veces, alivia. Como si así fueran menos importantes.
Los secretos tienen color. Y también sabor. Antes de saberse ofrecen una gama de marrones, más claros, más oscuros….luego pueden volverse negros, o lilas, hasta blancos. El sabor ya es mucho más subjetivo.
Ayer alguien me contó uno. Cunado te dicen que lo es no hay que dudarlo.
Era azul cielo y sabía a fresa.
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