Como en un sueño. Igual. Pero diferente. Como sin ninguna vergüenza. Igual. Pero con consentimiento. Puedo ver de todo. Puedo ser de todo… eso le gusta pensar a la gente, no es un mal pensamiento. Y por unos días cabe lo que no siempre cabe.
El jueves asistí a un festival. Un festival de esos de colegio que rescata de la mente momentos demasiado lejanos para tener presentes. Esta vez lo viví diferente. Meter a mi primo en un disfraz de Spiderman de una única pieza fue una ardua tarea para la que, todo sea dicho, no tengo un especial don. Le sobraban manos y le faltaban pies. Así de simple. Vestirlo entre princesas, heidis, piratas y osos gritando ya se parecía más a estar en medio de un lejano cuento con personajes mezclados. El festival…cuanto menos, festival sí que fue.
Ayer por la mañana, paseando por las callejuelas de Sitges no me he podido sorprender al ver un hado vestido de azul, con una varita que promete lo que no hará. El cerebro es capaz de prepararse para lo que vendrá, así, sin previo aviso. Si giraba la vista podía ver a un indio, guapo, hablando por el móvil. Una pena, las señales de humo eran muy románticas. Como entre fantasía, oyendo bombos que cada vez se acercaban más, yo era la intrusa. Mi chaqueta común de Zara, mi cara lavada y mis gafas de sol, delataban una normalidad inusual. Si es que eso puede existir. Y sí, existe.
El mar estaba tranquilo, pero triste, como el cielo que se junta con él. Como si los ruidos, la alegría y los colores no fueran con él. Será que el mar no se puede disfrazar. Será eso.
Entre pelucas vi a alguien. Caminaba lento, sonriente, con unas gafas de sol que sonreían a las mías en complicidad del poco descanso nocturno. Llevaba un gorro de lana negra y unos pelos, lacios y blancos, asomaban por su cuello. Camisa negra, pantalón negro y botas negras, amén de una larga chaqueta del mismo color. Era un punto negro entre el color, como si quisiera teñir de siniestro el sabor a fiesta que se colaba en tiendas, balcones y miradas. Pero él sonreía, con dientes que no eran negros. Con él me quedo. Como me quedo con la lejana alegría de la gente. La que pasa por pintar su presencia de ilusiones que delatan con alevosía lo que uno siente o piensa. Lo que uno quiere o es.
Pero no me atrapó la magia del carnaval. Ni siquiera me atraparon las posibles opciones con las que vestir mi cuerpo, adornar mi cara o modular mi voz. Puede que el año que viene sea diferente, que la opción de ataviarme con ropa de alguien que no sea yo se me antoje divertido y especial. Hasta entonces, disfruto del carnaval, pero en los demás.
Por la noche, la noche de carnestoltes en la ciudad… eso ya fue otra historia en la que, probablemente sin saberlo y sin disfraz, representé un papel. Por solidarizarme.
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