Mi don es hablar en clave, ahí está. Lo dicho, brillando ante mí. Tantos años fraguando una incómoda pero irresistible amistad con las palabras para nada. Porque no se me entiende. Tanto tiempo revolcándome entre conceptos y significados de letras unidas que evocan ideas y pensamientos, y todo para que caigan por un agujerito del saco, que está roto, claro.
Momentos de quietud y concentración delante de una página en blanco, lápiz en mano, o con los dedos laxos ante las teclas del portátil para escoger con cuidado las “parabolas” adecuadas que permitan a una hacerse entender. Viendo volar étimos como mariposas y pensando que alguno había cazado, pero todos siguen libres. Y para nada, porque no se me entiende. Ni se me adivina, yo creo que ni se me huele.
Será una buena espía, qué digo, sería una excelente espía, sí. Porque ni bajo tortura se me entendería. Menuda guasa. Porque yo diría que sí que entiendo cuando los demás hablan. Diría. Es la misma guasa que hace que hoy esté perfectamente cualificada para impartir clases de aquello que odiaba en el instituto. Una especie de guasa cínica y retorcida con algo de encanto.
Pues ni más ni menos, que hablo en clave. Que ese es mi don y lo asumo. Aunque no suponga las supuestas ventajas que trae un don, sino más bien, lo contrario. Aunque me de la risa y se me ponga cara de pez cuando alguien me dice: Carol, aclárate.
Reduzco el entendimiento a la “littera” misma, despojándola de lo oral. Apartándola de modulaciones de voz que puedan confundir, de expresiones incontrolables que puedan manchar el sentido de una verdad. Lo dejo todo en manos de frases insensatas que se colocan a su antojo en los ojos de quienes las leen. Y aún así, yo, sin esfuerzo y sin remedio, hablo en clave.
Al menos, algún día podré defender que la palabra no tiene nada de ciencia exacta. Porque con un leve roce casi no se sabe nada aunque se perciba mucho. Porque se escapa una y otra vez de esas redes con las que pretendemos aprisionarlas.
Y la palabra, muy coqueta, ríe y sonríe. Antes de seguir volando.
Reduzco el entendimiento a la “littera” misma, despojándola de lo oral. Apartándola de modulaciones de voz que puedan confundir, de expresiones incontrolables que puedan manchar el sentido de una verdad. Lo dejo todo en manos de frases insensatas que se colocan a su antojo en los ojos de quienes las leen. Y aún así, yo, sin esfuerzo y sin remedio, hablo en clave.
Al menos, algún día podré defender que la palabra no tiene nada de ciencia exacta. Porque con un leve roce casi no se sabe nada aunque se perciba mucho. Porque se escapa una y otra vez de esas redes con las que pretendemos aprisionarlas.
Y la palabra, muy coqueta, ríe y sonríe. Antes de seguir volando.
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