No hay Navidad sin exámenes, yo, no conozco ninguna Navidad sin exámenes. Que llega el turrón, llegan los exámenes, que hay que poner el pesebre, ya le empiezo a pedir al niño Jesús que me ayude. Apuntes… claro, esas hojas llenas de una letra que no es la tuya y que te hace pensar que antes de empezar la carrera deberías haber hecho un curso avanzado para saber descifrar el significado de varias letras juntas que, supuestamente, forman palabras. Y libros, de repente te das cuenta de que necesitas un montón de libros que, como por arte de birloque están agotados en las librerías, y entonces, te acuerdas de que en la Universidad hay un sitio muy bonito, muy amplio y silencioso al que llaman biblioteca. Y sonríes, pero la sonrisa dura poco, concretamente hasta que vas y te informan de que como te retrasaste en la entrega de los últimos libros prestados tienes una sanción que dura hasta verano. Son una paria, una convicta sancionada por no cumplir la ley. Claro. Y por mucho que sonrías y digas que el ordenador se ha equivocado, nada, no puedes llevarte el –de repente- ansiado libro. Ahí empieza a cundir el pánico; te ves con apuntes indescifrables y bibliografía inalcanzable. Bonito panorama, eso sí, entre pensamiento y pensamiento te ves trasladada a compras de última hora y comidas interminables en las que masticas por inercia, como si el ingerir alimentos pasase a ser un deporte nacional. ¿Qué tal los exámenes, cuándo tienes el primero? Justo esa pregunta es la que te hace recordar que bueno, que tienes que ir a la cocina un momento a llamar a una amiga a la que aún no has felicitado la Navidad. Y sí te escapas un momento que, todo sea dicho, dura poco.
En Navidad hay que salir, claro que hay que salir. Cómo te vas a quedar en casa si son fiestas, si hay que divertirse y celebrar el nuevo año. Claro. Pero yo creo que lo celebran más a gusto los que no tiene exámenes, eso creo yo. Las amigas que han acabado la carrera quieren fiesta, las que tenemos exámenes también queremos fiesta y al final, la acabamos teniendo a lo grande porque necesitamos más alcohol para olvidar que en lugar de estar en medio de una pista tronchándonos ante la ocurrencia del chico moreno que nos improvisa un villancico al oído, deberíamos estar trabajando sobre la metáfora lorquiana o empollando la teoría de Rojo sobre la temporalidad verbal. Y de repente, tras un fin de año que cada año es más raro y sobre el que podría escribir un cuento que sería clasificado dentro del género surrealista, te plantas en enero, así, como quien no quiere la cosa. Y ya no son semanas lo que falta para los exámenes, son días….días. Y entonces, el labio inferior se aprieta contra el superior mientras meneas la cabeza de arriba abajo y piensas en esos propósitos que te hiciste en septiembre, esos que versaban sobre no faltar a clase e ir estudiando un poquito cada día. Lo dicho, propósitos. Y entran ganas de gritar, pero no, te metes un trozo de turrón de chocolate con almendras en la boca y, de repente, la angustia pasa, concretamente, pasa al trasero.
Cuando ya empiezas a contar días aparece lo que se llama presión, en el caso de los estudiantes, yo diría locura. Entonces llega lo bueno; la luz de la mesilla de noche empieza a apagarse pasadas las tres de la mañana, el humor (según las madres) se vuelve insoportable aunque nosotros no lo notemos y le gritemos que estamos como siempre, las existencias de tabaco, café y caramelos pasan a ser el necesitado extra diario de nuestra nueva dieta y los comportamientos raros, pero raros, pasan a ser normales durante unos días. ¿Qué haces un sábado por la tarde “normal”? Dar una vuelta y tomar algo, ir de compras, ir al cine, vaguear. Pues ahora no, porque los sábados previos a los exámenes, normales normales no son. Así que coges y quedas con rara alegría y mucha confusión para ir a estudiar con una amiga a la biblioteca de la Facultad de derecho o de económicas. Y resulta que, válgame, está llena. Eso anima algo, ya sabéis….mal de muchos, consuelo de tontos. Pues sí, algo consuela. La puerta de acceso a la biblioteca parece la puerta de una discoteca; gente joven que fuma, se queja del frío, ríe y come patatas. Y lo mejor es que hay cierta alegría, debe ser la de la juventud porque yo aún no me explico cómo puede ser que hasta sea divertido. Si es que nos quejamos de vicio. Esto de las bibliotecas es una lotería y, en este caso, la suerte reside en que logres sentarte en algún lugar donde no haya gente interesante, justo lo contrario a lo que deseas habitualmente. Y tiene una explicación muy lógica; una bonita mirada, unos tejanos ajustados, unas espaldas anchas o un encanto personal –aunque sea silencioso-, pueden robarte concentración y eso no. Ya que nos molestamos en ir a la biblioteca, al menos, que podamos estudiar, por favor. Las mesas se llenas de hojas, libros, fosforitos, suspiros y risas flojas contagiosas. Y móviles, móviles en silencio pero con vibrador. Que cuando una está inmersa en el maravilloso mundo de Espronceda y de cómo entendía éste la figura del héroe romántico, el libro empieza a temblar como si estuviese enfadado. Puede que sea una amiga dándote ánimos (gracias, gracias), o tu hermano para decirte que si le puedes ayudar a elegir regalo (¿justo ahora?), o el novio para saber qué tal va todo, recordarte que está en el sofá practicando zapping y enviarte un sonoro beso (amar es compartir), o puede que sea un mensaje tardío deseando feliz año nuevo (ya ves qué bien lo estoy empezando yo). El caso es que te evades unos minutos antes de volver a la carga. Por estas fechas, en la biblioteca hace mucho calor y he llegado a la conclusión de que el calor propaga los virus porque al lado de los bolis y las libretas los clínex proliferan a marchas forzadas. De verdad que las bibliotecas tienen su encanto. Que sí.
Hay bibliotecas que, en épocas de exámenes, abren toda la noche. Yo pensaba que era una leyenda urbana, pero es cierto. Lo comprobé por mi misma el año pasado y me temo que este año lo volveré a comprobar. Fue el día antes de un examen. Estaba hablando con una amiga por teléfono y, tras varios roneos, llegó la verdad. El examen era al día siguiente y lo llevábamos fatal, pero es que en la jerga estudiantil, fatal no es que sea mal, es, sencillamente, no llevarlo, es el antecedente seguro del suspenso. Así que, armadas de valor, decidimos que aprobar un examen bien vale una noche en vela. Menuda experiencia; llené una bolsa con comida –si no como cada dos horas dejo de respirar y muero- y quedamos en la puerta de la biblioteca, a las diez de la noche. Una cosa es quedarte en casa estudiando hasta muy tarde y otra plantarte en una biblioteca a las diez de la noche sabiendo que el examen es a las once y media de la mañana y que de ahí no te vas a mover. Pensábamos –ilusas- que estaríamos solas pero ahí dentro había muchos más valientes a los que nos unimos llenas de dignidad. El principio fue bueno, estábamos orgullosas de realizar semejante hazaña y hasta las dos de la mañana aguantamos bien, hasta las dos. En ese momento el decoro dejó de existir y todos nos desperezábamos a gusto, como osos. Los bostezos se contagiaban y había que leer la misma página dos veces para asimilarla….falta de costumbre, claro. A las cuatro, hubo que salir a la puerta para ver si el aire frío nos devolvía a la realidad y, a las cinco, la superficie plana de la mesa tenía ya forma de deliciosa y apetecible almohada. Nos íbamos dando ánimos, así es la amistad. Muchos ánimos. En honor a la verdad hay que decir que a las 8 de la mañana quedábamos menos valientes de los que habíamos empezado, pero aún quedábamos bastantes. A esas horas, a tres horas y media para el inicio del examen había que tomar café, de hecho, tras una larga deliberación decidimos que era igual de importante que la acción de inspirar y expirar. Tras el café, la confusión que da el sueño. Y tras la confusión, la victoria del sueño. Y, como os lo cuento, pusimos la alarma del móvil y nos pusimos a dormir en el coche. Dos horas, al menos dos horas, retorcidas en los asientos, vestidas y a plena luz, pero dos horas. El despertar fue casi más surrealista que este fin de año, no digo más. Pero nos presentamos al examen, sí señor. Se lo contaré a mis nietos, para que vean que su abuela siempre fue una mujer organizada y glamurosa.
Y así se escribe la historia del estudiante en épocas de exámenes, con estrés, azúcar, improvisación y leves problemas de salud mental. Cualquier amiga, madre, novio, hermano, lío, padre o habitante de la faz de la tierra que se precie, debe armarse de una paciencia y comprensión hacia nosotros -los pobrecillos examinados- para evitar que uno de esos preciosos tomos de muchas páginas que debemos interiorizar no acabe sobrevolando su cabeza.
Y ahora, prosigo con el estudio. Sí, a estas horas. Sí, de un sábado. Amén.
En Navidad hay que salir, claro que hay que salir. Cómo te vas a quedar en casa si son fiestas, si hay que divertirse y celebrar el nuevo año. Claro. Pero yo creo que lo celebran más a gusto los que no tiene exámenes, eso creo yo. Las amigas que han acabado la carrera quieren fiesta, las que tenemos exámenes también queremos fiesta y al final, la acabamos teniendo a lo grande porque necesitamos más alcohol para olvidar que en lugar de estar en medio de una pista tronchándonos ante la ocurrencia del chico moreno que nos improvisa un villancico al oído, deberíamos estar trabajando sobre la metáfora lorquiana o empollando la teoría de Rojo sobre la temporalidad verbal. Y de repente, tras un fin de año que cada año es más raro y sobre el que podría escribir un cuento que sería clasificado dentro del género surrealista, te plantas en enero, así, como quien no quiere la cosa. Y ya no son semanas lo que falta para los exámenes, son días….días. Y entonces, el labio inferior se aprieta contra el superior mientras meneas la cabeza de arriba abajo y piensas en esos propósitos que te hiciste en septiembre, esos que versaban sobre no faltar a clase e ir estudiando un poquito cada día. Lo dicho, propósitos. Y entran ganas de gritar, pero no, te metes un trozo de turrón de chocolate con almendras en la boca y, de repente, la angustia pasa, concretamente, pasa al trasero.
Cuando ya empiezas a contar días aparece lo que se llama presión, en el caso de los estudiantes, yo diría locura. Entonces llega lo bueno; la luz de la mesilla de noche empieza a apagarse pasadas las tres de la mañana, el humor (según las madres) se vuelve insoportable aunque nosotros no lo notemos y le gritemos que estamos como siempre, las existencias de tabaco, café y caramelos pasan a ser el necesitado extra diario de nuestra nueva dieta y los comportamientos raros, pero raros, pasan a ser normales durante unos días. ¿Qué haces un sábado por la tarde “normal”? Dar una vuelta y tomar algo, ir de compras, ir al cine, vaguear. Pues ahora no, porque los sábados previos a los exámenes, normales normales no son. Así que coges y quedas con rara alegría y mucha confusión para ir a estudiar con una amiga a la biblioteca de la Facultad de derecho o de económicas. Y resulta que, válgame, está llena. Eso anima algo, ya sabéis….mal de muchos, consuelo de tontos. Pues sí, algo consuela. La puerta de acceso a la biblioteca parece la puerta de una discoteca; gente joven que fuma, se queja del frío, ríe y come patatas. Y lo mejor es que hay cierta alegría, debe ser la de la juventud porque yo aún no me explico cómo puede ser que hasta sea divertido. Si es que nos quejamos de vicio. Esto de las bibliotecas es una lotería y, en este caso, la suerte reside en que logres sentarte en algún lugar donde no haya gente interesante, justo lo contrario a lo que deseas habitualmente. Y tiene una explicación muy lógica; una bonita mirada, unos tejanos ajustados, unas espaldas anchas o un encanto personal –aunque sea silencioso-, pueden robarte concentración y eso no. Ya que nos molestamos en ir a la biblioteca, al menos, que podamos estudiar, por favor. Las mesas se llenas de hojas, libros, fosforitos, suspiros y risas flojas contagiosas. Y móviles, móviles en silencio pero con vibrador. Que cuando una está inmersa en el maravilloso mundo de Espronceda y de cómo entendía éste la figura del héroe romántico, el libro empieza a temblar como si estuviese enfadado. Puede que sea una amiga dándote ánimos (gracias, gracias), o tu hermano para decirte que si le puedes ayudar a elegir regalo (¿justo ahora?), o el novio para saber qué tal va todo, recordarte que está en el sofá practicando zapping y enviarte un sonoro beso (amar es compartir), o puede que sea un mensaje tardío deseando feliz año nuevo (ya ves qué bien lo estoy empezando yo). El caso es que te evades unos minutos antes de volver a la carga. Por estas fechas, en la biblioteca hace mucho calor y he llegado a la conclusión de que el calor propaga los virus porque al lado de los bolis y las libretas los clínex proliferan a marchas forzadas. De verdad que las bibliotecas tienen su encanto. Que sí.
Hay bibliotecas que, en épocas de exámenes, abren toda la noche. Yo pensaba que era una leyenda urbana, pero es cierto. Lo comprobé por mi misma el año pasado y me temo que este año lo volveré a comprobar. Fue el día antes de un examen. Estaba hablando con una amiga por teléfono y, tras varios roneos, llegó la verdad. El examen era al día siguiente y lo llevábamos fatal, pero es que en la jerga estudiantil, fatal no es que sea mal, es, sencillamente, no llevarlo, es el antecedente seguro del suspenso. Así que, armadas de valor, decidimos que aprobar un examen bien vale una noche en vela. Menuda experiencia; llené una bolsa con comida –si no como cada dos horas dejo de respirar y muero- y quedamos en la puerta de la biblioteca, a las diez de la noche. Una cosa es quedarte en casa estudiando hasta muy tarde y otra plantarte en una biblioteca a las diez de la noche sabiendo que el examen es a las once y media de la mañana y que de ahí no te vas a mover. Pensábamos –ilusas- que estaríamos solas pero ahí dentro había muchos más valientes a los que nos unimos llenas de dignidad. El principio fue bueno, estábamos orgullosas de realizar semejante hazaña y hasta las dos de la mañana aguantamos bien, hasta las dos. En ese momento el decoro dejó de existir y todos nos desperezábamos a gusto, como osos. Los bostezos se contagiaban y había que leer la misma página dos veces para asimilarla….falta de costumbre, claro. A las cuatro, hubo que salir a la puerta para ver si el aire frío nos devolvía a la realidad y, a las cinco, la superficie plana de la mesa tenía ya forma de deliciosa y apetecible almohada. Nos íbamos dando ánimos, así es la amistad. Muchos ánimos. En honor a la verdad hay que decir que a las 8 de la mañana quedábamos menos valientes de los que habíamos empezado, pero aún quedábamos bastantes. A esas horas, a tres horas y media para el inicio del examen había que tomar café, de hecho, tras una larga deliberación decidimos que era igual de importante que la acción de inspirar y expirar. Tras el café, la confusión que da el sueño. Y tras la confusión, la victoria del sueño. Y, como os lo cuento, pusimos la alarma del móvil y nos pusimos a dormir en el coche. Dos horas, al menos dos horas, retorcidas en los asientos, vestidas y a plena luz, pero dos horas. El despertar fue casi más surrealista que este fin de año, no digo más. Pero nos presentamos al examen, sí señor. Se lo contaré a mis nietos, para que vean que su abuela siempre fue una mujer organizada y glamurosa.
Y así se escribe la historia del estudiante en épocas de exámenes, con estrés, azúcar, improvisación y leves problemas de salud mental. Cualquier amiga, madre, novio, hermano, lío, padre o habitante de la faz de la tierra que se precie, debe armarse de una paciencia y comprensión hacia nosotros -los pobrecillos examinados- para evitar que uno de esos preciosos tomos de muchas páginas que debemos interiorizar no acabe sobrevolando su cabeza.
Y ahora, prosigo con el estudio. Sí, a estas horas. Sí, de un sábado. Amén.
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