martes, enero 29, 2008


Paseaba por la Gran Vía, mirando al suelo, una postura cómoda para mi cuello. Los pies que me adelantaban me gritaban que iba demasiado despacio. No quería acoplarme, no quería. Pensaba en mí de una forma extraña, como viéndome desde lejos. Apreciando cómo caminaba, la caída de mi abrigo, la forma de mi cuerpo, el balanceo de mis brazos. Como si pudiera inventarme una vida para mí sola. Darme un nombre de personaje y que aquellos pasos fueran el inicio de una novela. Pero me utilizaría demasiado. Mi “yo” absorbería a ese personaje que ahora parece libre y nuevo.
El aire tiró mi pelo hacia delante, haciéndome cosquillas en el cuello. Y pensé en ti, en si me haces cosquillas. Ya estoy nutrida de historias raras. No debería sorprenderme ésta.
Paseo de Gracia está a rebosar. Voy a subir, que nunca hago ejercicio. Me sorprende pensar en ti, me pasa desde el otro día, cuando descubrí que llevo ya demasiados días seguidos hablando contigo. Y no me había dado cuenta. Y no me preguntes porqué creo que son demasiados.
Pero ahí estamos, cada día. Sin prisa, sin pausa, me atrevo a decir que sin querer. Y siempre me dices algo, y casi sin quererlo saber, creo que espero que me digas algo. Aunque no haya ningún fin para ello, ningún motivo. Como esos personajes de cuento, que van caminando por un sendero, sin más. Pero tú no eres un sendero y no quiero pensar que te estoy mareando, como se marea la piedra del camino a la que se va chutando, sin pensar. Y no quiero pensar que tú seas una piedra que me pueda hacer tropezar.
Si no me gustas, te lo dejé claro. No me gustas como quiero que alguien me guste, lo sabes. Aunque te ríes cuando haces que te lo diga. Aunque hayamos encontrado un idioma que lo permite todo sin aparentes consecuencias por lo dicho o hecho.
Mi antiguo trabajo queda a la derecha, buenos momentos pasé en aquella redacción. Y no tan buenos también. Hubo ahí otra historia, de las raras, cómo no. No te la he llegado a explicar, no la acabé de entender ni yo y, además, es mía. Sólo podría decirte que quedó atrás, como las otras. Como quedará la tuya. Como cuando lees la última página de un cuento y cierras la tapa, con cuidado, sabiendo que ya es algo acabado, leído, disfrutado y finalizado. Y sostienes el libro entre las manos, durante un rato, reteniendo la historia y los momentos, guardando esas páginas en algún sitio de ti para saber que existieron una vez.
Me asusta y me divierte lo que alguien significa para alguien, en eso no cambio.
En esta calle que estoy ahora he estado contigo, un día que bajaste en bici a verme. Y casi te doy un beso. Y casi me lo diste tú a mí. Pero me despedí y me fui, muy fríamente, me dijiste. Lo sé. Suelo hacerlo, es mi frío y no siempre me disgusta.
Giro por Diputación, para volver a la Universidad, la que llevo pisando años, con consuelo y desconsuelo. Es otra de mis historias raras, quizás la más rara porque ella no puede hablarme.
Y rememoro, mientras empujo la puerta pienso en la cantidad de veces que he empujado esa misma puerta, de esa misma manera. Con esos mismos pasos. No soporto la parte del edificio nuevo, no me gusta. El paseillo de madera, ese con ranuras en las que se encallan los zapatos de tacón, me lleva al claustro, ese sí me gusta, el edificio viejo. Con naranjos y peces, y arcos y columnas viejas, bonitas. Con bancos de madera sacados de las aulas, con carpetas y gente. Con mil historias nuevas y diferentes que contar. En esos bancos, en esos jardines, hubo otra historia. Bonita, cambiante, con final que sigue siendo feliz porque mutó a algo que ya no tiene que ver con amor, mutó a la vez en los dos y no hubo perdedores ni lesiones. No puedo explicarte mis historias, así que agradezco que no profundices en las tuyas. Me gusta cuando me preguntas por mí ahora, como si mi pasado emocional te diera igual. Eso me gusta de ti, eso, y los besos que me diste. A veces hablamos de esos besos. Creo que es lo único que nos une, porque el resto, no nos gusta demasiado. Y sí, estoy hablando por ti, aunque sé que me corregirías. Pero no es culpa tuya, tampoco mía. Es culpa del cuento que no nos encaja y que cada uno se empeña en encajar a su manera. Pero no soy yo tu pieza. Aunque no te reprocho que tuerzas un poco las esquinas para ver si quepo en ese trozo que te falta. Yo también lo he hecho alguna vez.
No sé por qué hablamos, ni por qué jugueteamos. Tú no me entiendes, no me conoces y nunca lo harás. No eres como yo, deberías entenderlo. Deberías ver que no cambiaré mi forma de decir las cosas, aunque no te guste. Pero no es por ti, es sólo porque no me da la gana.
Puede que lo mejor sea que no me sigas hablando, que no me sigas preguntando, que no muestres interés. Porque entonces, yo hago ver que me confundo y sé que al final, no va a servir de nada. Lo sé con una certeza tan absurda que no puedo explicar. Con la misma certeza absurda de saber que te contestaré si me hablas porque no tengo motivos para no hacerlo, aunque tampoco los tengo para hacerlo. Créeme, no me gusta tener certezas en esto, no lo elijo. Y aún así estás aquí, en mi ahora, en mi hoy. No lo entiendo. Te molesta que no confíe en ti, y eso no debería molestarte a no ser que tú confíes en mí, cosa que no tienes que hacer.
Hay algo de ti que me gusta, lo admito. Pero no sé qué es. Y no quiero averiguarlo porque sea lo que sea no es suficiente, ya casi nada es suficiente para que me convenza. Demasiada racionalidad para algo que no entiende de razones. Demasiados cuentos leídos y tapas cerradas para seguir imaginando igual que imaginaba antes. Mucho antes. El anhelo de esa chica que pasea por la calle, que mueve los brazos y sonríe vagamente ya no tiene que ver con las burbujas de jabón que parecen mágicas y brillan en el aire. Tiene que ver con otra cosa diferente, más difícil. Y tú no lo entenderías, aunque como a veces dices, quizás no quiero pensar que lo puedas entender.

No hay comentarios: