sábado, enero 12, 2008

Leyes e indultos


Las creencias de cada uno son como una religión. Uno se agarra a unos principios que va creando, poco a poco, a veces incluso costosamente, y va dibujando sus afirmaciones, sus propias verdades y unos objetivos o deseos principales. Y todo ello pasa a ser la religión particular de cada uno. Aferrarse a ella es lo que va determinando nuestra manera de comportarnos en cualquier situación. Y lo asumimos e interiorizamos de una forma tan contundente, que somos capaces de sorprendernos cuando tenemos un comportamiento atípico, que es lo mismo que decir que actuamos de una manera que no va acorde con nuestra religión. Hay tantas religiones como personas, y los mandamientos que cada uno establece son, a veces, tan sorprendentes como previsibles. Se puede coincidir con alguien en dos o tres mandamientos, quizás incluso se pueda coincidir en más, pero a menudo sucede también que esos renglones son tan diferentes que nuestros ojos se agrandan sin querer. Diría que la religión personal de cada uno puede estar construida de dos maneras; mandamientos reales que cumplimos y aceptamos, o mandamientos anhelados que nos gustaría cumplir. Seguro que en éste último grupo la tolerancia con los demás es uno de ellos.
La fe en nuestra propia religión, en esa especie de moral que cada uno ha creado con esfuerzo a través de un pacto tácito consigo mismo, es lo que nos mantiene en pie. La que nos hace elegir entre una cosa y otra cuando no lo tenemos claro. La que nos ofrece apoyo moral cuando las cosas no salen como deseamos. Incluso la que nos ayuda cuando tenemos una crisis de fe sobre alguno de los mandamientos.
Y casi todos tenemos religión, aunque esté de moda aparentar que no es necesaria y aunque muchas veces sería más cómodo no tenerla para no juzgarnos ni juzgar. Desde luego, es tan engorrosa como necesaria. Lo ideal es ir añadiendo mandamientos a lo largo de los años; sería como extraer la parte positiva de aquello que nos va sucediendo, como dar un sentido a la parte pragmática de la vida intentando no caer en las recurrentes y poco prácticas teorías de la vida. Pero a menudo sucede que hay que borrar o modificar un mandamiento, y eso ya es más difícil.
Los mandamientos que acaban siéndolo son cuidadosamente escritos en nuestro cerebro previas reflexiones, creencias, comparaciones y comprobaciones de las mismas. Así que cuando se asientan como parte de nuestra religión obedecemos a ellos sin pensar y sin cuestionárnoslos. Pasan a formar parte de nosotros, de nuestra personalidad, pasan a ser rasgos con los que los demás nos definen.
Hay personas que no soportan hablar de religión y de principios, sólo con mencionar esos conceptos se sienten atados a algo y el pavor les hace negarlo. Son los que dicen no tener límites, y como mucho, aceptan hablar de pautas cuando se evidencia la repetición de según que comportamientos o pensamientos sobre un tema. Pautas también sirve. Sea como sea, las pautas y los principios acaban siendo nuestra guía. Una especie de acera por la que caminamos y que tiene el camino dibujado con pequeñas flechitas, tan encantadoras como irritantes según el momento. En esos mandamientos cabe todo. Desde marcarnos algún objetivo a conseguir, hasta determinar lo que uno entiende por amistad, amor o felicidad. Y por caber todo, también cabe la confusión. Ya se sabe, hecha la ley, hecha la trampa. Y luego, nos sorprendemos. Nos sorprendemos de nosotros mismos cuando hacemos algo que no tiene nada que ver con nuestros mandamientos, que está fuera de nuestra religión, y lo mismo nos sucede cuando creemos conocer la religión de alguien y se la salta. Pocas cosas hay tan elocuentes y didácticas como ver a una persona luchando contra un mandamiento que él mismo creó. Los demás feligreses no ayudan cuando esto sucede: pero tú no eres así, pero yo pensaba, cómo has podido, nunca lo hubiese dicho de ti, me encanta que hayas evolucionado y un largo etcétera que, tanto si es positivo como negativo, nos hace pensar. Tenemos tan aceptada la religión de los demás –muchas veces más que la propia-, que nos permitimos reprender o alabar a quien no cumple sus propias leyes.
Pero es que esas leyes, las propias y las de los demás, marcan nuestra supervivencia como quién marca un cuadro con su firma, única y clara.
Lo más divertido y paradójico de estos mandamientos es cuando uno se lamenta de tenerlos o de haberlos creado porque le causan conflictos. Es entonces cuando la gente habla de reinventarse, o cuando se queja por no poder ser de otra manera. Sin embargo, con el tiempo, he aprendido que los que tienen religión son afortunados, aunque discutan sus leyes, aunque se lamenten de haberlas seguido alguna vez, aunque se enfaden por tenerlas. Porque al fin y al cabo, y pese a ello, esa religión les da la fuerza para seguir con sus proyectos y anhelos, aunque cambien, añadan o borren pautas y creencias. Y a ese pensamiento he llegado después de observar que los más perdidos son aquellos que no tienen religión, ya sea porque la necesitan tanto que la temen o porque son incapaces de crearla.

2 comentarios:

señor x dijo...

aunque los reyes que más se aborrecían solían ser siempre los más adulados, uno no puede reprimirse en felicitar (una vez más) tan gran escrito Carol !! Pienso que en la sociedad actual sobrevaloramos lo impulsivo a los principios… las personas las admiramos en función de su temperamento o de su carácter y no de su ética o “religión” en la vida; si sirve como ejemplo, la humildad fue el punto de partida de una de las personas más sabias e íntegras de toda la historia pasada y futura… “sólo sé que no sé nada” era la plegaria particular de Sócrates

Carol dijo...

Sí. Sócrates fue capaz de trasladar su plegaria al mundo. Recuerdo cuando siendo niños nos hacían escribir plegarias en un papel. A veces costaba saber qué deseabas o qué pensabas. Me gustaría saber más sobre plegarias, mucho más de lo que sé... (el toque de humildad es en honor al él). Quien dijo no saber nada supo más que la mayoría. Es una ecuación muy negativa para aplicarla inversamente a quienes dicen saber.