viernes, marzo 14, 2008

Lo lamentaba. En forma de punzada breve y aguda.

No conocía biorritmo predecible en sí. Pero lo quería en los demás.

Confrontaciones internas que no soportaba más allá de unos cuantos días. Porque en esos días contaba las horas. Y lo lamentaba. Breve y agudamente.

Si se lo explicara ya no valdría. Porque siempre dudaría entre el destino y lo planeado. Y al destino no había que tentarle. Eso han enseñado siempre los dioses.

Conoció demasiado bien la elevación y la caída como para mirarlas ya sin nostalgia. Y lo cambió por el anhelo de un constante vuelo, raso a veces, pero vuelo.

Los parámetros con los que medía caídas eran tan concretos que sacudía la cabeza preguntándose de dónde le venían todas esas ideas de sí o no.

Puede que pensara en más motivos para cerrar las alas que para mantenerlas desplegadas. Puede. Las herencias son las herencias. Pero cuando el espléndido vuelo cesaba todo retumbaba la misma palabra.

Mediocridad.

Aquello teóricamente válido y empíricamente imperfecto. Que sí, que existía, pero con mediocridad. Eso era el principio del inevitable descenso. Que cada vez era más rápido y menos consecuente. Fruto de no sabía qué.

Que los mismos ojos que un día veía brillantes podían ser al siguiente comunes. Que la magia de aquellas pequeñas cosas podía ser, de repente, vulgar. Que la grandeza de la cotidianidad se tiñera, rápido, de patética.

Nunca se acostumbró del todo a aceptar. Lo lamentaba. Pero le gustaba más aún.

Mediocridad.

Unilateral y subjetiva. Incompartida. Inentendible. Eso sí, entretenida.

Palabra que hiere. A quien la pronuncia y a quien la recibe. Es muy fácil ofender. Y también lo es ofenderse a uno mismo. Como cuando acepta mediocridades.

Cuando se sabe que hay algo mejor. Puedes sentir un conformismo alérgico. O un entretenimiento condenado. A momentos desdeñado por necesidades inmediatas. Que dicen que somos animales.

Porque la mediocridad parece o nace a ratos, cuando se para pensar.

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