Sentada en el banco de un parque de barrio. El sol brilla y se remanga las mangas de la camisa. El cielo está muy azul. La gente se conoce y cabecea mientras camina. Es mediodía. Enfrente hay un colegio y se oyen los gritos de los niños. Deben estar en el recreo comiéndose sus bocadillos y sus bollos.
Y pasa una señora cargada de bolsas. Las deja un momento en el suelo para descansar.
Lleva un abrigo largo verde olvida. Sencillo, desgastado en el trozo en que el bolso roza día tras día. De las bolsas sobresale una barra de pan. Seguro que es lo último que ha comprado, para que esté caliente. Y seguro también que conoce a la panadera y han estado hablando de cómo les va el colegio a sus hijos.
A través del plástico de la bolsa se ven briks de leche y cartones de huevos. La imagina en la encimera de la cocina, llena de harina y azúcar, preparando un bizcocho para el domingo. Con un delantal descolorido y servilletas dobladas en los bolsillos.
La señora coge aire y vuelve a coger todas las bolsas. Camina despacio y le ve un remolino en la coronilla que seguramente ella no vio.
La ve desaparecer en el portal de un bloque de pisos que tienen la ropa colgada en el balcón. Ropa que seguro que huele a detergente y suavizante intenso. Olores que algún enamorado evocará desde su almhoada.
En la acera de enfrente dos repartidores hablan apoyados en el camión. Tienen calor y también se han remangado. Cruzan un pie sobre otro y encienden un cigarro. Saben que merecen esos minutos. Hablan moviendo mucho las manos, mientras las lucecitas de los cigarros dibujan formas extrañas. Ahora ambos giran su cabeza, en pro de una linda muchacha que pasa por delante con un perro pequeño y negro como el tizón.
En el semáforo frena estrepitosamente un descapotable, que es admirado por los dos repartidores. Lo conduce un hombre guapo con gafas elegantes. Parece contento. Al verlo deslizarse hacia abajo se levanta del banco.
Pasa por una tienda de dulces. Entra a comprar chicles con sabor a melón. La dependienta está preparando unas bolsas con lazos llenas de conguitos. Algún bautizo o comunión. Lo hace con esmero. Ella se apena al saber que los lazos, perfectos después de pasar el filo de una tijera, serán estirados o rotos por dedos gordonzuelos y bocas ansiosas.
No conocía ese barrio, esas calles que se vuelven caseras con sólo mirarlas. Las ventanas de las casas están a pie de acera, no hay grandes portales ni muchas alturas. Eso era montaña. Hay muchas subidas y bajadas.
Llega a un mirador, ahí, en mitad del barrio. Hay unas vistas que impresionan. Eso antes no era Barcelona, porque desde ahí se ve la ciudad. Debía ser uno de esos anexos que se acaban absorbiendo. Y se nota. Porque no hay agobios, ni grandes avenidas donde la gente se pueda agobiar a su antojo. Quejándose pero luchando por ahogar del todo su espacio vital.
Olor a barrio. Le gusta. Sin un deje completamente urbano.
Intenta retener la sensación de esas calles que va a pisar a diario en los próximos meses.
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