Una buena amiga me comenta que ha enloquecido. Del todo. Y yo no sé qué decirle porque me sorprende esa conclusión. Porque eso no es locura.
Quizás me sorprenda porque ese tipo de locura está tan extendida que se ha normalizado. Igual que se normalizan las excepciones de una regla y dejan de serlo en sí mismas para formar parte de lo aceptado sin ser común. O lo más común aparentemente.
Enloquecer no es el peor de los asuntos en la era que hoy en día corre. Ni de lejos es lo peor.
Son peores los desfases temporales. Las veces en que uno es incapaz de seguir el ritmo establecido y se marca uno propio completamente diferente del resto, o de los restos. Ahí sí que sería adecuada la frase que sigue a: “Soy Juan Palomo”.
Porque es así. Uno vive y siente cosas que pueden ser ciertas o no. Y las procesamos como queremos, sin pedir permiso para hacerlo. Sin poderlo evitar. Y son nuestras historias. A nuestro tiempo, a nuestro ritmo. Y con nuestras apreciaciones, conclusiones y decisiones. Que son certeras en tanto que así las sentimos y siguen siéndolo cuando dejan de sentirse. Porque así se recuerdan.
Y en esos desfases temporales aparece algo peor que la locura. La incerteza de los propios pensamientos. Ya no de los de los demás, sino de los nuestros. Los que no atienden a razonamiento ninguno, los que se cuelan por los agujeritos de la cordura sin que los puedas retener. Lo suficiente pequeños como para seguir viviendo en el mundo real sin que supongan una gran hecatombe.
Pero lo suficientemente grandes como para –como me acaba de decir mi amiga la mágica-, nos sintamos como una hoja. Inconsistente. Ligera. Fina. Que se sabe en el mundo sin rumbo emocional definido. Y eso jode.
Una hoja cambiante, necesaria quizás. Y esa ligereza visual no se corresponde a las venas dibujadas en ella. Porque por dentro, están cargadas, rebosantes. De sangre caliente y espesa que se mueve a ritmo de golpes de corazón. Golpes que a ratos son de pasión y a ratos de hastío.
Y entre Pito y Valdemoro, entre tanta ida y venida, entre tanta contradicción de afirmaciones, negaciones y supuestos, se presenta el cansancio, que hace caer a las hojas hacia abajo. Arrastradas por ellas mismas, sin motivo y sin remedio. O con motivo, pero sin remedio.
Y cuando ese cansancio pesante y amargo las lleva a descender y caer en el asfalto de las calles de esta vorágine de ciudad y mentes, siempre hay algo que las levanta de nuevo en vuelo. Que no permite que rocen el suelo y se sumen en el olvido o se rompan crujiendo bajo alguna suela de zapato caro y urbano.
Siempre es el aire. El mismo que nos permite seguir respirando y que en ese momento lleva sombrero y escudo, y que en un coqueto baile amoroso, las levanta para luego mecerlas al compás de una tranquilidad que, nuevamente y sin quererlo, se verá rota por otro algo u otro alguien.
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