Esta mañana, camino a España desde Francia, además de cantarle anti-odas a esos vientos del sur que amenazaban con lanzarme contra cualquier camión que adelantaba, sólo tenía dos deseos: comerme las patatas fritas que había en la bandeja del maletero y llegar a casa, ponerme el pijama y unos calcetines de lana gorda para sentarme en la cama con el portátil, cigarro en ristre y una página en blanco con el cursor parpadeando. ¿Será mono? Será… o será el café, que por cierto, en Francia está a precio de oro. Menos mal que sólo me gusta olerlo.
La llegada a Carcassonne, después de haber pasado por Colliure para ver la tumba de Machado, no fue todo lo bien que habíamos esperado. Nos perdimos varias veces porque, obviamente, a nadie se le ocurrió llevarse un mapa de Francia. Somos libres como jilgueros, nos vamos a otro país sin el idioma y sin mapas, claro que sí. Lo intentamos. Aunque al final –para qué negarlo-, ganó el mapa (previo pago en gasolinera) y el diccionario de Laura. Si es que las madres siempre tienen razón.
Carcassonne no es bonita, ni se acerca a ser bonita. Es gris y antigua, pero no un antiguo mágico-cobre, sino un antiguo viejo-gris. Estábamos un poco descorazonados ante la visión de todo aquello mientras buscábamos un hotel del que sólo sabía el paradero su dueña. Y sin GPS, con esa tendencia a lo valiente. Encontrar el hotel fue una victoria en toda regla que ya nos puso de buen humor. El hotel era espartano, en toda la amplitud de la palabra porque los suelos eran de un esparto duro que junto al olor a tabaco te dejaba con un mareo moderado pero que ahí estaba, para ayudarte luego a conciliar el sueño. Como la alegría es inconsciente, a eso de las nueve y pico fuimos a cenar, como buenos españoles, para encontrarnos con todo cerrado. Claro. Dios bendiga a los Mcdonal’s y sus hamburguesas con patatas.
Repito que Carcassone ciudad no tiene nada destacable, no así La Cité, donde se ubica una de las ciudades medievales más preciosas que hasta ahora he visto. Se accede por un puente enorme que corona un lago más enorme aún rodeado de campos verdes. El castillo es enorme y está muy bien conservado; los torreones, los puentes de madera, las callejuelas estrechas y angostas de piedra, el hierro forjado y un largo etcétera, nos dejaron sonriendo el resto del día. Tanto, que esa noche montamos una fiesta en la habitación sobre la que hay pruebas digitales que nunca verán la luz.
Con ésas ansias de excursionistas ávidos de lugares nuevos, decidimos ir también a visitar los cuatro castillos de Lastour. Menuda guasa. Paga cinco euros para –literalmente- escalar una montaña. Cuando vimos a qué altura quedaban los castillos nos entró la risa floja, ésa que habla de saber que vas a poner tu cuerpo al límite y que rinde pleitesía a los esfuerzos por dejar el tabaco.
Núria no pudo subir. Ella no concibe la existencia de las bambas, y además, por zapato plano entiende unos 4 cm de tacón. La que vendía las entradas no tuvo un ataque de risa al verle el calzado por educación. Mientras Núria –quizás la más inteligente-, se quedó vagando por el pueblo, Saül, Laura y yo empezamos a subir cual cabras montesas por escaleras de piedra de tamaño desproporcionado y trozos de montaña de esos auténticos. La excusa de hacernos fotos para recuperar el aliento era perfecta. Los castillos pertenecían a la ruta de los Cátaros, y cuando el ritmo del corazón nos permitía hablar, lo único que se nos ocurría era preguntarnos cuánto debía tardar el cátaro que bajaba al pueblo a buscar chicles. Menuda forma física que tenía que tener. Eso sí, las vistas eran espectaculares. Cada vez que girábamos la vista hacia atrás nos maravillábamos de lo que habíamos subido. El viento seguía con nosotros, en un intento por recordarnos que nos agarráramos a lo que pudiésemos si no queríamos despeñarnos. Los castillos no estaban tan bien conservados como los de La Cité, pero eran lo suficiente dignos como para semejante escalada. Al llegar al segundo, nuestra destreza entre rocas y piedras era tal que decidimos tomar un atajo para llegar al siguiente castillo. No nos salió caro el invento de milagro; estábamos tan concentrados en bajar y subir y en poner el pie en el sitio adecuado, que fuimos totalmente ajenos a los barrancos que bordeábamos hasta que, pasado el peligro, los miramos para dedicarles pícaras sonrisas. Valió la pena, la verdad es que sí. En la bajada ya nos sentíamos auténticos senderistas de elite, orgullosos de nuestra hazaña y soñando ya con una merecida comida. Aunque otro chasco fue ver que a las dos de la tarde esos vecinos nuestros ya están recomidos y las cocinas de los restaurantes cerradas. Otra victoria que añadir por conseguir un plato combinado y recalentado.
Aún volvimos una vez más a la ciudad medieval de Carcassonne para verla de noche, con el castillo iluminado y las plazas medio vacías. Nos volvió a sorprender una vez más. Es el único atractivo de la ciudad, pero es realmente atractivo.
Decir que puede que hayamos vuelto con cara de pan, esa cara que se pone cuando no dejas de comer pastas (hay que probar el croissant, la tarta de manzana, el pan de leche…) y Nutella en cantidades industriales. Decir también que, pese al desasosiego de la llegada, hoy nos despedimos con cierta pena de Carcassone, de Francia, de sus horarios y del esparto.
1 comentario:
Hola,
agradezco haber encontrado tu página. Pienso conocer Carcassone en Agosto y esto me da una idea de lo que me espera. Sólo lamento no tener con quién compartirlo.
Y me extraña un poco no haber encontrado comentarios.
Un abrazo.
Aníbal
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