Cabezonería. Utopía. Diga-li com vulguis. El caso es que sigo, a pesar de los pesares... y a pesar casi de mi misma, sigo. No pudiendo evitar ideas, no pudiendo evitar un sentido que se parece a la responsabilidad para con algo que, en sentido global, no suele contar conmigo.
Pero que me mira ahí, desafiante diciéndome: "¿De verdad te quieres olvidar de mí con lo que eso supone? Y es que supone demasiado. Supondría romper entrocitos y tirar a la papelera hojas que he estado elborando durante años. Pensamientos que me convirtieron en lo que soy. Horas y horas, sonrisas y penas en pro de algo que es importante. Porque lo es, de eso no hay duda.
Lo que se pone en duda, en todo caso, es para lo que sirve. Y una vez te cuestionas la utilidad, pasas a cuestionar si tu tiempo lo vale. Si esas pocas horas que quedan después de "cumplir" con esta sociedad, son merecedoras de algo así. Porque el tiempo de cada uno es oro. Y lo es hasta para perderlo con consentimiento. O para pasear por el paseo de la playa de la Barceloneta dándote cuenta de que pronto llegará el verano. Intentaba recordar la cantidad de horas de oro líquido que ya había vertido -que no derramado- en todo esto, sentada en mesas redondas llenas de gente que decía pensar igual. Defendiendo posturas que, por coherencia, no debería tener ni necesidad de defensa. Peleando sin descanso contra demagogos hipócritas que encima son creídos por sus receptores. Viendo intereses en el interior de cajones donde, supuestamente, se escondían unos valores intachables.
En todo esto andaba yo estos últimos meses, intentando encontrar una respuesta contundente a la pregunta de si vale la pena seguir. Y no consiguiendo llegar al "no" que, en el fondo, anhelaba por comodidad y temía por principios.
No pude llegar al no y ahí estoy de nuevo. Y ya empiezo a pensar que, de alguna manera, siempre lo voy a estar. Pensando que las cosas pueden cambiar, que si me lavara las manos perdería el derecho ante mí misma a enjuiciar decisiones y consecuencias. Pensando en que desentenderme de algunas cosas sería empezar una carrera contra reloj hacia uno de los peores cánceres: la resignación.
"Atrapada en el tiempo"...primer título de una trilogía basada en la posibilidad de mezclar fantasía y realidad para una mayor intensidad de las vivencias. Ubicada en la mágica Escocia, llena de tradiciones, clanes y supersticiones nos muestra cómo ser fiel a nuestros principios y cómo disfrutar de lo cotidiano vivamos cuando y dónde sea.
viernes, marzo 28, 2008
jueves, marzo 27, 2008
Hay gente rara. Haberla hayla, sí. Claro que, puestos a ser puntillosos, habría que definir el concepto de normal para localizar con cierta lucidez las rarezas. Y yo no soy quién para hacerlo. Aunque vea, huela o conozca a gente rara.
Las rarezas marcan diferencias. Si se quiere, se puede decir que marcan diferencias entre lo más y lo menos común. Vale, así casi roza lo políticamente correcto.
Y las rarezas, en sí, son gloriosas. Lo son. Además de ponerte alerta, de hacerte abrir mucho los ojos, de desconfiar, de alucinar, de arrancarte carcajadas o de dudar...son grandiosas. No siempre fiables pero -repito- grandiosas.
Porque la mayoría de veces enseñan algo, lo suficiente diferente como para que pueda ser bueno. Y oler nuevos vientos siempre es bueno, pese a que hay quien piensa, precisamente, que estos días la gente está como está por culpa del "maldito viento que lo revuelve todo".
Y a mi me encanta ver cómo afecta el viento -si es que afecta- para ver esos comportamientos de los que cada uno grita con urgancia que no le pertenecen.
Lo mismo que según qué rarezas, que parecen ser exclusividad particular de algunos... ¿privilegiados?
El caso -no quiero perfeccionar más el arte de pasear la jarra si lo que quiero es agua- es que choqué con un extraño. Que además de extraño era raro. No una rareza asustadiza, sino una rareza resvaladiza. De ésas que son fáciles de confundir con un par o tres de adjetivos lo suficiente consistentes como para agitar la mano y tirar un beso que no sabes ni dónde va.
El problema está en el simple, codiciado y a veces incansable cotilleo una vez descartas la opción de los tres adjetivos. Porque entonces ves la rareza de otra manera. Casi como buena, casi como valorable. Casi como intirgante. Y ahí entra la grandeza; cuando te despierta.
Pese a eso, uno debe saber de sus posibilidades y contar con que siempre, siempre, se está a tiempo de levantar la mano y lanzar besos de fresa y final. Son cosas que, a veces, se olvidan.
No enteder a alguien es a a la vez el más absurdo y coherente motivo para alejarse. Motivo cerebral, digo. Porque cuando hay motivo institntivo no hay duda, créelo sin más y desaparece cual punto en el mapa.
Mientras tanto, yo podría imaginar abrir la cabeza del susodicho, así, como una sandía grande y crujiente. Ponerla sobre la mesa con cuidado, para que nada se caiga, para que nada se desordene. Y darme una vuelta por allí. Tomarme mi tiempo. Con las manos curzadas en la espalda y el pelo recogido para que pueda verlo todo bien. Y con ropa cómoda por si tengo que retorcerme para llegar a algún que otro sitio estrecho.
Veremos... a ver si logra averiguar que quiero dar un vistazo.
.
Las rarezas marcan diferencias. Si se quiere, se puede decir que marcan diferencias entre lo más y lo menos común. Vale, así casi roza lo políticamente correcto.
Y las rarezas, en sí, son gloriosas. Lo son. Además de ponerte alerta, de hacerte abrir mucho los ojos, de desconfiar, de alucinar, de arrancarte carcajadas o de dudar...son grandiosas. No siempre fiables pero -repito- grandiosas.
Porque la mayoría de veces enseñan algo, lo suficiente diferente como para que pueda ser bueno. Y oler nuevos vientos siempre es bueno, pese a que hay quien piensa, precisamente, que estos días la gente está como está por culpa del "maldito viento que lo revuelve todo".
Y a mi me encanta ver cómo afecta el viento -si es que afecta- para ver esos comportamientos de los que cada uno grita con urgancia que no le pertenecen.
Lo mismo que según qué rarezas, que parecen ser exclusividad particular de algunos... ¿privilegiados?
El caso -no quiero perfeccionar más el arte de pasear la jarra si lo que quiero es agua- es que choqué con un extraño. Que además de extraño era raro. No una rareza asustadiza, sino una rareza resvaladiza. De ésas que son fáciles de confundir con un par o tres de adjetivos lo suficiente consistentes como para agitar la mano y tirar un beso que no sabes ni dónde va.
El problema está en el simple, codiciado y a veces incansable cotilleo una vez descartas la opción de los tres adjetivos. Porque entonces ves la rareza de otra manera. Casi como buena, casi como valorable. Casi como intirgante. Y ahí entra la grandeza; cuando te despierta.
Pese a eso, uno debe saber de sus posibilidades y contar con que siempre, siempre, se está a tiempo de levantar la mano y lanzar besos de fresa y final. Son cosas que, a veces, se olvidan.
No enteder a alguien es a a la vez el más absurdo y coherente motivo para alejarse. Motivo cerebral, digo. Porque cuando hay motivo institntivo no hay duda, créelo sin más y desaparece cual punto en el mapa.
Mientras tanto, yo podría imaginar abrir la cabeza del susodicho, así, como una sandía grande y crujiente. Ponerla sobre la mesa con cuidado, para que nada se caiga, para que nada se desordene. Y darme una vuelta por allí. Tomarme mi tiempo. Con las manos curzadas en la espalda y el pelo recogido para que pueda verlo todo bien. Y con ropa cómoda por si tengo que retorcerme para llegar a algún que otro sitio estrecho.
Veremos... a ver si logra averiguar que quiero dar un vistazo.
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viernes, marzo 21, 2008
La route des cathares
Esta mañana, camino a España desde Francia, además de cantarle anti-odas a esos vientos del sur que amenazaban con lanzarme contra cualquier camión que adelantaba, sólo tenía dos deseos: comerme las patatas fritas que había en la bandeja del maletero y llegar a casa, ponerme el pijama y unos calcetines de lana gorda para sentarme en la cama con el portátil, cigarro en ristre y una página en blanco con el cursor parpadeando. ¿Será mono? Será… o será el café, que por cierto, en Francia está a precio de oro. Menos mal que sólo me gusta olerlo.
La llegada a Carcassonne, después de haber pasado por Colliure para ver la tumba de Machado, no fue todo lo bien que habíamos esperado. Nos perdimos varias veces porque, obviamente, a nadie se le ocurrió llevarse un mapa de Francia. Somos libres como jilgueros, nos vamos a otro país sin el idioma y sin mapas, claro que sí. Lo intentamos. Aunque al final –para qué negarlo-, ganó el mapa (previo pago en gasolinera) y el diccionario de Laura. Si es que las madres siempre tienen razón.
Carcassonne no es bonita, ni se acerca a ser bonita. Es gris y antigua, pero no un antiguo mágico-cobre, sino un antiguo viejo-gris. Estábamos un poco descorazonados ante la visión de todo aquello mientras buscábamos un hotel del que sólo sabía el paradero su dueña. Y sin GPS, con esa tendencia a lo valiente. Encontrar el hotel fue una victoria en toda regla que ya nos puso de buen humor. El hotel era espartano, en toda la amplitud de la palabra porque los suelos eran de un esparto duro que junto al olor a tabaco te dejaba con un mareo moderado pero que ahí estaba, para ayudarte luego a conciliar el sueño. Como la alegría es inconsciente, a eso de las nueve y pico fuimos a cenar, como buenos españoles, para encontrarnos con todo cerrado. Claro. Dios bendiga a los Mcdonal’s y sus hamburguesas con patatas.
Repito que Carcassone ciudad no tiene nada destacable, no así La Cité, donde se ubica una de las ciudades medievales más preciosas que hasta ahora he visto. Se accede por un puente enorme que corona un lago más enorme aún rodeado de campos verdes. El castillo es enorme y está muy bien conservado; los torreones, los puentes de madera, las callejuelas estrechas y angostas de piedra, el hierro forjado y un largo etcétera, nos dejaron sonriendo el resto del día. Tanto, que esa noche montamos una fiesta en la habitación sobre la que hay pruebas digitales que nunca verán la luz.
Con ésas ansias de excursionistas ávidos de lugares nuevos, decidimos ir también a visitar los cuatro castillos de Lastour. Menuda guasa. Paga cinco euros para –literalmente- escalar una montaña. Cuando vimos a qué altura quedaban los castillos nos entró la risa floja, ésa que habla de saber que vas a poner tu cuerpo al límite y que rinde pleitesía a los esfuerzos por dejar el tabaco.
Núria no pudo subir. Ella no concibe la existencia de las bambas, y además, por zapato plano entiende unos 4 cm de tacón. La que vendía las entradas no tuvo un ataque de risa al verle el calzado por educación. Mientras Núria –quizás la más inteligente-, se quedó vagando por el pueblo, Saül, Laura y yo empezamos a subir cual cabras montesas por escaleras de piedra de tamaño desproporcionado y trozos de montaña de esos auténticos. La excusa de hacernos fotos para recuperar el aliento era perfecta. Los castillos pertenecían a la ruta de los Cátaros, y cuando el ritmo del corazón nos permitía hablar, lo único que se nos ocurría era preguntarnos cuánto debía tardar el cátaro que bajaba al pueblo a buscar chicles. Menuda forma física que tenía que tener. Eso sí, las vistas eran espectaculares. Cada vez que girábamos la vista hacia atrás nos maravillábamos de lo que habíamos subido. El viento seguía con nosotros, en un intento por recordarnos que nos agarráramos a lo que pudiésemos si no queríamos despeñarnos. Los castillos no estaban tan bien conservados como los de La Cité, pero eran lo suficiente dignos como para semejante escalada. Al llegar al segundo, nuestra destreza entre rocas y piedras era tal que decidimos tomar un atajo para llegar al siguiente castillo. No nos salió caro el invento de milagro; estábamos tan concentrados en bajar y subir y en poner el pie en el sitio adecuado, que fuimos totalmente ajenos a los barrancos que bordeábamos hasta que, pasado el peligro, los miramos para dedicarles pícaras sonrisas. Valió la pena, la verdad es que sí. En la bajada ya nos sentíamos auténticos senderistas de elite, orgullosos de nuestra hazaña y soñando ya con una merecida comida. Aunque otro chasco fue ver que a las dos de la tarde esos vecinos nuestros ya están recomidos y las cocinas de los restaurantes cerradas. Otra victoria que añadir por conseguir un plato combinado y recalentado.
Aún volvimos una vez más a la ciudad medieval de Carcassonne para verla de noche, con el castillo iluminado y las plazas medio vacías. Nos volvió a sorprender una vez más. Es el único atractivo de la ciudad, pero es realmente atractivo.
Decir que puede que hayamos vuelto con cara de pan, esa cara que se pone cuando no dejas de comer pastas (hay que probar el croissant, la tarta de manzana, el pan de leche…) y Nutella en cantidades industriales. Decir también que, pese al desasosiego de la llegada, hoy nos despedimos con cierta pena de Carcassone, de Francia, de sus horarios y del esparto.
La llegada a Carcassonne, después de haber pasado por Colliure para ver la tumba de Machado, no fue todo lo bien que habíamos esperado. Nos perdimos varias veces porque, obviamente, a nadie se le ocurrió llevarse un mapa de Francia. Somos libres como jilgueros, nos vamos a otro país sin el idioma y sin mapas, claro que sí. Lo intentamos. Aunque al final –para qué negarlo-, ganó el mapa (previo pago en gasolinera) y el diccionario de Laura. Si es que las madres siempre tienen razón.
Carcassonne no es bonita, ni se acerca a ser bonita. Es gris y antigua, pero no un antiguo mágico-cobre, sino un antiguo viejo-gris. Estábamos un poco descorazonados ante la visión de todo aquello mientras buscábamos un hotel del que sólo sabía el paradero su dueña. Y sin GPS, con esa tendencia a lo valiente. Encontrar el hotel fue una victoria en toda regla que ya nos puso de buen humor. El hotel era espartano, en toda la amplitud de la palabra porque los suelos eran de un esparto duro que junto al olor a tabaco te dejaba con un mareo moderado pero que ahí estaba, para ayudarte luego a conciliar el sueño. Como la alegría es inconsciente, a eso de las nueve y pico fuimos a cenar, como buenos españoles, para encontrarnos con todo cerrado. Claro. Dios bendiga a los Mcdonal’s y sus hamburguesas con patatas.
Repito que Carcassone ciudad no tiene nada destacable, no así La Cité, donde se ubica una de las ciudades medievales más preciosas que hasta ahora he visto. Se accede por un puente enorme que corona un lago más enorme aún rodeado de campos verdes. El castillo es enorme y está muy bien conservado; los torreones, los puentes de madera, las callejuelas estrechas y angostas de piedra, el hierro forjado y un largo etcétera, nos dejaron sonriendo el resto del día. Tanto, que esa noche montamos una fiesta en la habitación sobre la que hay pruebas digitales que nunca verán la luz.
Con ésas ansias de excursionistas ávidos de lugares nuevos, decidimos ir también a visitar los cuatro castillos de Lastour. Menuda guasa. Paga cinco euros para –literalmente- escalar una montaña. Cuando vimos a qué altura quedaban los castillos nos entró la risa floja, ésa que habla de saber que vas a poner tu cuerpo al límite y que rinde pleitesía a los esfuerzos por dejar el tabaco.
Núria no pudo subir. Ella no concibe la existencia de las bambas, y además, por zapato plano entiende unos 4 cm de tacón. La que vendía las entradas no tuvo un ataque de risa al verle el calzado por educación. Mientras Núria –quizás la más inteligente-, se quedó vagando por el pueblo, Saül, Laura y yo empezamos a subir cual cabras montesas por escaleras de piedra de tamaño desproporcionado y trozos de montaña de esos auténticos. La excusa de hacernos fotos para recuperar el aliento era perfecta. Los castillos pertenecían a la ruta de los Cátaros, y cuando el ritmo del corazón nos permitía hablar, lo único que se nos ocurría era preguntarnos cuánto debía tardar el cátaro que bajaba al pueblo a buscar chicles. Menuda forma física que tenía que tener. Eso sí, las vistas eran espectaculares. Cada vez que girábamos la vista hacia atrás nos maravillábamos de lo que habíamos subido. El viento seguía con nosotros, en un intento por recordarnos que nos agarráramos a lo que pudiésemos si no queríamos despeñarnos. Los castillos no estaban tan bien conservados como los de La Cité, pero eran lo suficiente dignos como para semejante escalada. Al llegar al segundo, nuestra destreza entre rocas y piedras era tal que decidimos tomar un atajo para llegar al siguiente castillo. No nos salió caro el invento de milagro; estábamos tan concentrados en bajar y subir y en poner el pie en el sitio adecuado, que fuimos totalmente ajenos a los barrancos que bordeábamos hasta que, pasado el peligro, los miramos para dedicarles pícaras sonrisas. Valió la pena, la verdad es que sí. En la bajada ya nos sentíamos auténticos senderistas de elite, orgullosos de nuestra hazaña y soñando ya con una merecida comida. Aunque otro chasco fue ver que a las dos de la tarde esos vecinos nuestros ya están recomidos y las cocinas de los restaurantes cerradas. Otra victoria que añadir por conseguir un plato combinado y recalentado.
Aún volvimos una vez más a la ciudad medieval de Carcassonne para verla de noche, con el castillo iluminado y las plazas medio vacías. Nos volvió a sorprender una vez más. Es el único atractivo de la ciudad, pero es realmente atractivo.
Decir que puede que hayamos vuelto con cara de pan, esa cara que se pone cuando no dejas de comer pastas (hay que probar el croissant, la tarta de manzana, el pan de leche…) y Nutella en cantidades industriales. Decir también que, pese al desasosiego de la llegada, hoy nos despedimos con cierta pena de Carcassone, de Francia, de sus horarios y del esparto.
No. No voy a escribir nada sobre las elecciones. En ese pateado honor a la verdad diré que algo empecé, que sin terminar quedó. Así que no. Nada sobre ese tema por el momento. Puede que sea extraño pero cada vez me cansa más lo de analizar la realidad política en post de llenar un folio con ideas –muchas de las que ya sólo veo como mías- e intentar sacar conclusiones de algo demasiado complicado. Lo siento X, sé que te hubieses dado el gustazo rebatiéndome o ensalzándome.
Es extraño sí, pero estos tiempos también.
Es extraño sí, pero estos tiempos también.
viernes, marzo 14, 2008
Sentada en el banco de un parque de barrio. El sol brilla y se remanga las mangas de la camisa. El cielo está muy azul. La gente se conoce y cabecea mientras camina. Es mediodía. Enfrente hay un colegio y se oyen los gritos de los niños. Deben estar en el recreo comiéndose sus bocadillos y sus bollos.
Y pasa una señora cargada de bolsas. Las deja un momento en el suelo para descansar.
Lleva un abrigo largo verde olvida. Sencillo, desgastado en el trozo en que el bolso roza día tras día. De las bolsas sobresale una barra de pan. Seguro que es lo último que ha comprado, para que esté caliente. Y seguro también que conoce a la panadera y han estado hablando de cómo les va el colegio a sus hijos.
A través del plástico de la bolsa se ven briks de leche y cartones de huevos. La imagina en la encimera de la cocina, llena de harina y azúcar, preparando un bizcocho para el domingo. Con un delantal descolorido y servilletas dobladas en los bolsillos.
La señora coge aire y vuelve a coger todas las bolsas. Camina despacio y le ve un remolino en la coronilla que seguramente ella no vio.
La ve desaparecer en el portal de un bloque de pisos que tienen la ropa colgada en el balcón. Ropa que seguro que huele a detergente y suavizante intenso. Olores que algún enamorado evocará desde su almhoada.
En la acera de enfrente dos repartidores hablan apoyados en el camión. Tienen calor y también se han remangado. Cruzan un pie sobre otro y encienden un cigarro. Saben que merecen esos minutos. Hablan moviendo mucho las manos, mientras las lucecitas de los cigarros dibujan formas extrañas. Ahora ambos giran su cabeza, en pro de una linda muchacha que pasa por delante con un perro pequeño y negro como el tizón.
En el semáforo frena estrepitosamente un descapotable, que es admirado por los dos repartidores. Lo conduce un hombre guapo con gafas elegantes. Parece contento. Al verlo deslizarse hacia abajo se levanta del banco.
Pasa por una tienda de dulces. Entra a comprar chicles con sabor a melón. La dependienta está preparando unas bolsas con lazos llenas de conguitos. Algún bautizo o comunión. Lo hace con esmero. Ella se apena al saber que los lazos, perfectos después de pasar el filo de una tijera, serán estirados o rotos por dedos gordonzuelos y bocas ansiosas.
No conocía ese barrio, esas calles que se vuelven caseras con sólo mirarlas. Las ventanas de las casas están a pie de acera, no hay grandes portales ni muchas alturas. Eso era montaña. Hay muchas subidas y bajadas.
Llega a un mirador, ahí, en mitad del barrio. Hay unas vistas que impresionan. Eso antes no era Barcelona, porque desde ahí se ve la ciudad. Debía ser uno de esos anexos que se acaban absorbiendo. Y se nota. Porque no hay agobios, ni grandes avenidas donde la gente se pueda agobiar a su antojo. Quejándose pero luchando por ahogar del todo su espacio vital.
Olor a barrio. Le gusta. Sin un deje completamente urbano.
Intenta retener la sensación de esas calles que va a pisar a diario en los próximos meses.
Y pasa una señora cargada de bolsas. Las deja un momento en el suelo para descansar.
Lleva un abrigo largo verde olvida. Sencillo, desgastado en el trozo en que el bolso roza día tras día. De las bolsas sobresale una barra de pan. Seguro que es lo último que ha comprado, para que esté caliente. Y seguro también que conoce a la panadera y han estado hablando de cómo les va el colegio a sus hijos.
A través del plástico de la bolsa se ven briks de leche y cartones de huevos. La imagina en la encimera de la cocina, llena de harina y azúcar, preparando un bizcocho para el domingo. Con un delantal descolorido y servilletas dobladas en los bolsillos.
La señora coge aire y vuelve a coger todas las bolsas. Camina despacio y le ve un remolino en la coronilla que seguramente ella no vio.
La ve desaparecer en el portal de un bloque de pisos que tienen la ropa colgada en el balcón. Ropa que seguro que huele a detergente y suavizante intenso. Olores que algún enamorado evocará desde su almhoada.
En la acera de enfrente dos repartidores hablan apoyados en el camión. Tienen calor y también se han remangado. Cruzan un pie sobre otro y encienden un cigarro. Saben que merecen esos minutos. Hablan moviendo mucho las manos, mientras las lucecitas de los cigarros dibujan formas extrañas. Ahora ambos giran su cabeza, en pro de una linda muchacha que pasa por delante con un perro pequeño y negro como el tizón.
En el semáforo frena estrepitosamente un descapotable, que es admirado por los dos repartidores. Lo conduce un hombre guapo con gafas elegantes. Parece contento. Al verlo deslizarse hacia abajo se levanta del banco.
Pasa por una tienda de dulces. Entra a comprar chicles con sabor a melón. La dependienta está preparando unas bolsas con lazos llenas de conguitos. Algún bautizo o comunión. Lo hace con esmero. Ella se apena al saber que los lazos, perfectos después de pasar el filo de una tijera, serán estirados o rotos por dedos gordonzuelos y bocas ansiosas.
No conocía ese barrio, esas calles que se vuelven caseras con sólo mirarlas. Las ventanas de las casas están a pie de acera, no hay grandes portales ni muchas alturas. Eso era montaña. Hay muchas subidas y bajadas.
Llega a un mirador, ahí, en mitad del barrio. Hay unas vistas que impresionan. Eso antes no era Barcelona, porque desde ahí se ve la ciudad. Debía ser uno de esos anexos que se acaban absorbiendo. Y se nota. Porque no hay agobios, ni grandes avenidas donde la gente se pueda agobiar a su antojo. Quejándose pero luchando por ahogar del todo su espacio vital.
Olor a barrio. Le gusta. Sin un deje completamente urbano.
Intenta retener la sensación de esas calles que va a pisar a diario en los próximos meses.
Lo lamentaba. En forma de punzada breve y aguda.
No conocía biorritmo predecible en sí. Pero lo quería en los demás.
Confrontaciones internas que no soportaba más allá de unos cuantos días. Porque en esos días contaba las horas. Y lo lamentaba. Breve y agudamente.
Si se lo explicara ya no valdría. Porque siempre dudaría entre el destino y lo planeado. Y al destino no había que tentarle. Eso han enseñado siempre los dioses.
Conoció demasiado bien la elevación y la caída como para mirarlas ya sin nostalgia. Y lo cambió por el anhelo de un constante vuelo, raso a veces, pero vuelo.
Los parámetros con los que medía caídas eran tan concretos que sacudía la cabeza preguntándose de dónde le venían todas esas ideas de sí o no.
Puede que pensara en más motivos para cerrar las alas que para mantenerlas desplegadas. Puede. Las herencias son las herencias. Pero cuando el espléndido vuelo cesaba todo retumbaba la misma palabra.
Mediocridad.
Aquello teóricamente válido y empíricamente imperfecto. Que sí, que existía, pero con mediocridad. Eso era el principio del inevitable descenso. Que cada vez era más rápido y menos consecuente. Fruto de no sabía qué.
Que los mismos ojos que un día veía brillantes podían ser al siguiente comunes. Que la magia de aquellas pequeñas cosas podía ser, de repente, vulgar. Que la grandeza de la cotidianidad se tiñera, rápido, de patética.
Nunca se acostumbró del todo a aceptar. Lo lamentaba. Pero le gustaba más aún.
Mediocridad.
Unilateral y subjetiva. Incompartida. Inentendible. Eso sí, entretenida.
Palabra que hiere. A quien la pronuncia y a quien la recibe. Es muy fácil ofender. Y también lo es ofenderse a uno mismo. Como cuando acepta mediocridades.
Cuando se sabe que hay algo mejor. Puedes sentir un conformismo alérgico. O un entretenimiento condenado. A momentos desdeñado por necesidades inmediatas. Que dicen que somos animales.
Porque la mediocridad parece o nace a ratos, cuando se para pensar.
No conocía biorritmo predecible en sí. Pero lo quería en los demás.
Confrontaciones internas que no soportaba más allá de unos cuantos días. Porque en esos días contaba las horas. Y lo lamentaba. Breve y agudamente.
Si se lo explicara ya no valdría. Porque siempre dudaría entre el destino y lo planeado. Y al destino no había que tentarle. Eso han enseñado siempre los dioses.
Conoció demasiado bien la elevación y la caída como para mirarlas ya sin nostalgia. Y lo cambió por el anhelo de un constante vuelo, raso a veces, pero vuelo.
Los parámetros con los que medía caídas eran tan concretos que sacudía la cabeza preguntándose de dónde le venían todas esas ideas de sí o no.
Puede que pensara en más motivos para cerrar las alas que para mantenerlas desplegadas. Puede. Las herencias son las herencias. Pero cuando el espléndido vuelo cesaba todo retumbaba la misma palabra.
Mediocridad.
Aquello teóricamente válido y empíricamente imperfecto. Que sí, que existía, pero con mediocridad. Eso era el principio del inevitable descenso. Que cada vez era más rápido y menos consecuente. Fruto de no sabía qué.
Que los mismos ojos que un día veía brillantes podían ser al siguiente comunes. Que la magia de aquellas pequeñas cosas podía ser, de repente, vulgar. Que la grandeza de la cotidianidad se tiñera, rápido, de patética.
Nunca se acostumbró del todo a aceptar. Lo lamentaba. Pero le gustaba más aún.
Mediocridad.
Unilateral y subjetiva. Incompartida. Inentendible. Eso sí, entretenida.
Palabra que hiere. A quien la pronuncia y a quien la recibe. Es muy fácil ofender. Y también lo es ofenderse a uno mismo. Como cuando acepta mediocridades.
Cuando se sabe que hay algo mejor. Puedes sentir un conformismo alérgico. O un entretenimiento condenado. A momentos desdeñado por necesidades inmediatas. Que dicen que somos animales.
Porque la mediocridad parece o nace a ratos, cuando se para pensar.
miércoles, marzo 12, 2008
Cuando se asoma a la ventana lo suele ver todo con más claridad. Es cuestión de expandir la vista y, de rebote, el pensamiento.
Desde lejos sólo se ve la copa de un árbol. Sólo se ven ramas dispersas que se zarandean. Nada más.
Pero al acercarse al marco se puede ver un bosque entero. Y aunque las ramas se siguen moviendo de lado a lado, ya se puede ver más.
Fijarse de repente en ese pequeño rosal que empieza a florecer. O en ese tronco ancho y recio que hace dejar de temer que el árbol se venga abajo.
Cuestión de visiones. De relativizar. De separar.
Es el laste literario. La carretilla de la literatura. El no discernir con claridad entre el mundo de las ideas, las sensaciones y la realidad. Y eso que leer es bueno.
Pero cuando se va más allá, cuando además de leer se piensa sobre el significado de lo leído, la literatura acaba siendo parte intrínseca de la tela de araña del pensamiento.
Y la literatura, al menos la esencia o la escena literaria, se nutre de palabras que encierran significados y no sólo significantes. Significados que quedan ahí, desafiantes y vulnerables a cualquier cerebro que los interprete.
Y así, van surgiendo las necesidades literarias. Mundos de palabras que intentan expresar, explicar, narrar…
Y no las llamo necesidades en vano. Es que son necesidades que te incitan. Que te piden, que te reclaman. Y uno se enamora de ella. Sin remedio, sin condición.
Aunque la intente alejar. Aunque le provoque espanto. Aunque le suponga cansancio. El amor sigue ahí una vez descubierto y siempre se acaba volviendo a ella.
Es un algo tan vivo, impredecible y personal que no cansa. Y aún cuando parece que cansa, no cansa. Porque sigues buscando algo nuevo en ella, y siempre lo encuentras.
Explota de forma pasional, con colores y acordes que dejan sin aliento. O de forma pausada y dulce, con melodías casi metódicas que sacian eso que llaman alma.
Perdidos estamos muchos en esa literatura. Una adorable perdición que se puede ver como una boya en medio del mar. Para hacerse entender, para que uno mismo se entienda. Para transgredir también. Para la introspección. Para el deleite de cualquier sentimiento que pueda abarcar la mente humana.
Flaubert dijo: “Amad el arte, entre todas las mentiras es la menos mentirosa”.
Y la literatura es la madre del arte. La que puede explicar todas las artes y todas las sensaciones, con equívocos o sin ellos. Pero puede permitirse hacerlo.
Y la mentira, la mentira se puede leer. Se puede escribir. Pero no engaña a quien la crea.
Es eso lo que la convierte en única verdad absoluta de quien la siente.
Desde lejos sólo se ve la copa de un árbol. Sólo se ven ramas dispersas que se zarandean. Nada más.
Pero al acercarse al marco se puede ver un bosque entero. Y aunque las ramas se siguen moviendo de lado a lado, ya se puede ver más.
Fijarse de repente en ese pequeño rosal que empieza a florecer. O en ese tronco ancho y recio que hace dejar de temer que el árbol se venga abajo.
Cuestión de visiones. De relativizar. De separar.
Es el laste literario. La carretilla de la literatura. El no discernir con claridad entre el mundo de las ideas, las sensaciones y la realidad. Y eso que leer es bueno.
Pero cuando se va más allá, cuando además de leer se piensa sobre el significado de lo leído, la literatura acaba siendo parte intrínseca de la tela de araña del pensamiento.
Y la literatura, al menos la esencia o la escena literaria, se nutre de palabras que encierran significados y no sólo significantes. Significados que quedan ahí, desafiantes y vulnerables a cualquier cerebro que los interprete.
Y así, van surgiendo las necesidades literarias. Mundos de palabras que intentan expresar, explicar, narrar…
Y no las llamo necesidades en vano. Es que son necesidades que te incitan. Que te piden, que te reclaman. Y uno se enamora de ella. Sin remedio, sin condición.
Aunque la intente alejar. Aunque le provoque espanto. Aunque le suponga cansancio. El amor sigue ahí una vez descubierto y siempre se acaba volviendo a ella.
Es un algo tan vivo, impredecible y personal que no cansa. Y aún cuando parece que cansa, no cansa. Porque sigues buscando algo nuevo en ella, y siempre lo encuentras.
Explota de forma pasional, con colores y acordes que dejan sin aliento. O de forma pausada y dulce, con melodías casi metódicas que sacian eso que llaman alma.
Perdidos estamos muchos en esa literatura. Una adorable perdición que se puede ver como una boya en medio del mar. Para hacerse entender, para que uno mismo se entienda. Para transgredir también. Para la introspección. Para el deleite de cualquier sentimiento que pueda abarcar la mente humana.
Flaubert dijo: “Amad el arte, entre todas las mentiras es la menos mentirosa”.
Y la literatura es la madre del arte. La que puede explicar todas las artes y todas las sensaciones, con equívocos o sin ellos. Pero puede permitirse hacerlo.
Y la mentira, la mentira se puede leer. Se puede escribir. Pero no engaña a quien la crea.
Es eso lo que la convierte en única verdad absoluta de quien la siente.
viernes, marzo 07, 2008
A todas las almas gemelas
¡Oh, cállate! Cállate ya y deja de decir estupideces y, sobre todo, de pensarlas. Si no te molesta. Porque sí, mola tener algo en lo que pensar. Incluso puede tener su punto hacer cábalas. Pero ya está bien, que de tantas vueltas a subnormalidades varias te las vas a acabar creyendo. O lo que es peor, las vas a acabar absorbiendo como pautas indiscutibles. Y eso sí que no.
Tanta capacidad que tienes, o que dicen que tienes. Tanto análisis del no-sintáctico, tanta experiencia. Tanta teoría aprehendida. Tanto empirismo descuartizado para… ¿esto? Para estas hipótesis absurdas que bucean por el cerebro sabiéndose inciertas. Qué poca inteligencia.
Pensaba yo que ya tenías asumido que no todo se puede racionalizar, hombre, que no todo está en el saber. Pensaba yo que el discurrir de tu vida y de las vidas que sabes te daba la sabiduría de no querer adueñarte de lo que por ley no tiene dueño. ¿No decías que lo de ilusa había pasado?
Pero qué va. Si es que no dejas de sorprenderme. Y, aunque me ría, te digo que no. Que no vas bien con estas montañas rusas forjadas de hierro duro y emociones fuertes que, a veces, te inventas tú sola.
Pero si es que te debe gustar. Recostarte en la pared que resguarda tu cama, con esa colcha de rallas de colorines, y ponerte cabezona y ponerte cabezona y orgullosa hasta el absurdo.
Si yo ya lo sé, que sí. Que la juventud no está hecha para lo previsto, sino para lo imprevisto. Que hay un predisposición natural a deleitarse con lo que no se sabe y a desdeñar con un gesto airoso lo que está mascado. Pero no lo lleves a los extremos. Y si lo haces, al menos que sea productivo y matricúlate en alguna escuela de cine, por eso de los guiones.
O báñate y echa sales que huelan a islas Caribeñas para evadirte un rato. O sal a hacer deporte hasta que sientas que el corazón te explota. Verás como las sandeces se calman solas y te preocupa más no morir por asfixia.
Incorregible. Porque es que encima –ya es el novamás- percibo incluso que tienes cierta simpatía por esos pensamientos sin estructura y sin razón ninguna. Azotes te daba yo por eso. Que te ponía el culo como un mandril. Artista de la insensatez.
Sí, sí, Me oyes bien. Cuando ya debes pensar que de perdidos al río, te veo… si es que te veo por un agujerillo diminuto; te apoyas contra el resquicio de la ventana, te enciendes un cigarro y, móvil en mano, te montas una fiesta con esos pensamientos. Te ríes, haces reír y te hacen reír. Todo muy gracioso, vaya.
Dominas tanto este arte sin nombre que lo retuerces a tu santo antojo para creer que te burlas de él.
Que yo no te digo que no esté bien. Que vale, tiene su mérito eso del sentido del humor desenfrenado como antídoto a cualquier situación. Pero vaya, que no mujer, que no. Que es que puedes saltarte muchas cosas y llegar directamente al humor en sí mismo. Sin darle el papel de salvador de algo.
Titúlate: ¿A dónde vas? Manzanas traigo… cargadita la cesta de ironía y cinismo.
¿Te vale la respuesta? Pues a mi tampoco.
Tanta capacidad que tienes, o que dicen que tienes. Tanto análisis del no-sintáctico, tanta experiencia. Tanta teoría aprehendida. Tanto empirismo descuartizado para… ¿esto? Para estas hipótesis absurdas que bucean por el cerebro sabiéndose inciertas. Qué poca inteligencia.
Pensaba yo que ya tenías asumido que no todo se puede racionalizar, hombre, que no todo está en el saber. Pensaba yo que el discurrir de tu vida y de las vidas que sabes te daba la sabiduría de no querer adueñarte de lo que por ley no tiene dueño. ¿No decías que lo de ilusa había pasado?
Pero qué va. Si es que no dejas de sorprenderme. Y, aunque me ría, te digo que no. Que no vas bien con estas montañas rusas forjadas de hierro duro y emociones fuertes que, a veces, te inventas tú sola.
Pero si es que te debe gustar. Recostarte en la pared que resguarda tu cama, con esa colcha de rallas de colorines, y ponerte cabezona y ponerte cabezona y orgullosa hasta el absurdo.
Si yo ya lo sé, que sí. Que la juventud no está hecha para lo previsto, sino para lo imprevisto. Que hay un predisposición natural a deleitarse con lo que no se sabe y a desdeñar con un gesto airoso lo que está mascado. Pero no lo lleves a los extremos. Y si lo haces, al menos que sea productivo y matricúlate en alguna escuela de cine, por eso de los guiones.
O báñate y echa sales que huelan a islas Caribeñas para evadirte un rato. O sal a hacer deporte hasta que sientas que el corazón te explota. Verás como las sandeces se calman solas y te preocupa más no morir por asfixia.
Incorregible. Porque es que encima –ya es el novamás- percibo incluso que tienes cierta simpatía por esos pensamientos sin estructura y sin razón ninguna. Azotes te daba yo por eso. Que te ponía el culo como un mandril. Artista de la insensatez.
Sí, sí, Me oyes bien. Cuando ya debes pensar que de perdidos al río, te veo… si es que te veo por un agujerillo diminuto; te apoyas contra el resquicio de la ventana, te enciendes un cigarro y, móvil en mano, te montas una fiesta con esos pensamientos. Te ríes, haces reír y te hacen reír. Todo muy gracioso, vaya.
Dominas tanto este arte sin nombre que lo retuerces a tu santo antojo para creer que te burlas de él.
Que yo no te digo que no esté bien. Que vale, tiene su mérito eso del sentido del humor desenfrenado como antídoto a cualquier situación. Pero vaya, que no mujer, que no. Que es que puedes saltarte muchas cosas y llegar directamente al humor en sí mismo. Sin darle el papel de salvador de algo.
Titúlate: ¿A dónde vas? Manzanas traigo… cargadita la cesta de ironía y cinismo.
¿Te vale la respuesta? Pues a mi tampoco.
jueves, marzo 06, 2008
-Un momentito por favor, ahora vienen a buscarla.
-De acuerdo- dijo mientras me siento.
Encima de la mesa hay varios ejemplares de diarios, pero vaya, que todo son de la misma línea, y también un National Geographic. No estoy ahora como para entristecerme, así que el National está bien.
Mientras intento entender un estudio científico sobre el desarrollo de embriones gemelos, mis ojos se desvían a las paredes. Hay murales colgados, llenos de dibujos y de palabras que llaman a la paz y a la bondad. Me levanto para verlos mejor. Hay muchas manos dibujadas, de todos los colores y formas. Algunas no tienen los cinco dedos, pero son igualmente manos. Y también hay muchos círculos coloreados con azul y verde. Son mundos.
Pasan por mi lado tres niñas de no más de cuatro años. Llevan una bata a rayas blancas y rosas. Y también llevan coletas y sonrisas.
Vuelvo a sentarme y ya paso del proceso de los embriones. Cojo el móvil y me pongo a contestar un mensaje que debí contestar ayer.
Un señor con traje se acerca.
- ¿La señorita Carolina?
-Sí- dijo mientras le estrecho la mano.
-Encantado, pasemos a mi despacho, por favor.
Le sigo por un pasillo muy largo y muy blanco. Se respira una seriedad rara, como si fuera de pegote. Malo. Ya no me gusta.
Entramos a un sitio que no es un despacho. Hay una mesa grandísima y ovalada con muchas sillas.
-Siéntese, por favor.
-De acuerdo- dijo mientras me siento.
Encima de la mesa hay varios ejemplares de diarios, pero vaya, que todo son de la misma línea, y también un National Geographic. No estoy ahora como para entristecerme, así que el National está bien.
Mientras intento entender un estudio científico sobre el desarrollo de embriones gemelos, mis ojos se desvían a las paredes. Hay murales colgados, llenos de dibujos y de palabras que llaman a la paz y a la bondad. Me levanto para verlos mejor. Hay muchas manos dibujadas, de todos los colores y formas. Algunas no tienen los cinco dedos, pero son igualmente manos. Y también hay muchos círculos coloreados con azul y verde. Son mundos.
Pasan por mi lado tres niñas de no más de cuatro años. Llevan una bata a rayas blancas y rosas. Y también llevan coletas y sonrisas.
Vuelvo a sentarme y ya paso del proceso de los embriones. Cojo el móvil y me pongo a contestar un mensaje que debí contestar ayer.
Un señor con traje se acerca.
- ¿La señorita Carolina?
-Sí- dijo mientras le estrecho la mano.
-Encantado, pasemos a mi despacho, por favor.
Le sigo por un pasillo muy largo y muy blanco. Se respira una seriedad rara, como si fuera de pegote. Malo. Ya no me gusta.
Entramos a un sitio que no es un despacho. Hay una mesa grandísima y ovalada con muchas sillas.
-Siéntese, por favor.
-Gracias, -digo mientras pienso qué me explicaron un día sobre el significado de que te sientes más o menos cerca de la puerta, pero no me acuerdo. Así que la silla en la que me he parado ya está bien.
Él se sienta frente a mí con un montón de papeles. Y me mira sonriendo. No sé a qué viene ahora el intento de relajamiento después de tanto formalismo. Vale, quizás es que yo no estoy acostumbrada al formalismo y lo veo excesivo.
-Cuénteme, ¿qué ha estudiado?
-El comportamiento de los monos- me dan ganas de decir. Pero de mi boca sale Filología Hispánica. Ya está, ya estoy cínica perdida.
- ¿Hizo usted el CAP, no es así? – este tío o no se ha mirado mi currículum o está poniendo a prueba mi memoria reciente.
- Sí.
-¿Y qué le enseñaron ahí?
Durante unos segundos pienso que la pregunta es broma. Vaya, que igual, este buen hombre pretende que le recite un programa establecido por la UB. Aún así, un criterio correctísimo sale de mis labios.
-Psicopedagogía y didáctica- dijo muy seria. Me intento centrar y dejar de pensar en la ganas –no sé si del todo justificadas- que tengo en salir corriendo de ese edificio.
-De acuerdo.
El hombre baja la cabeza hacia el montón de papeles. Es una entrevista muy rara. La habitación es tan fría y el ambiente tan soberbiamente recargado que me dan ganas de coger un lápiz y pintar en esa enorme pared. Y no sé porqué pero pintaría un ojo enorme.
- ¿Qué significa para usted la educación?
- Verá, diría que consiste en que el profesor transmita conocimientos a los alumnos, ¿no cree?- ya he decidido no trabajar en ese colegio, es definitivo.
-Exacto- contesta el perfecto traje con ojos que tengo en frente. ¿Cómo se definiría usted en tres palabras?
Eso lo había oído en las pelis, y quizá en boca de alguien, pero jamás pensé en la respuesta y no sé lo que contesté, aunque algo dije de comunicadora.
Vuelve a remover papeles.
-Tiene usted un buen currículum para lo joven que es,- Creo que no se ha mirado mi fecha de nacimiento.
-Gracias.
-¿Por qué, además de estudiar y trabajar, se ha dedicado a actividades sin ánimo de lucro?
Sonrío. Pongo las manos encima de la mesa.
-¿Me podría decir qué cursos, asignaturas y horarios se me ofrecen?
-Por supuesto. Lengua y literatura castellana de primero y segundo de bachillerato. ¿Qué opina de la disciplina?
-Que es buena en su justa medida siempre que no vaya acompañada de la soberbia.
Sus ojos se abren mucho. Yo, en un rápido movimiento, agarro las asas de mi bolso.
-¿Está usted confirmada? – lo sabía, lo sabía, lo sabía.
-Sí.
-¿Cree que está capacitada para dar clases de religión? – me está creciendo algo en la entrepierna, lo noto.
-No tengo formación en ese sentido. Doy lengua y literatura.
-¿Por qué le gusta la lengua y la literatura?
En ese momento, reclino mi espalda hacia atrás. De acuerdo. Le hablo como si tuviera delante a cualquiera de los chicos que me preguntan eso en una primera cita. Hablo mucho rato, y él no me interrumpe.
- Veo que pese a su juventud tiene las cosas claras.
Me muerdo el labio para no decirle que él, pese a su edad, tiene un encefalograma plano y no entiende nada. No le doy las gracias por el supuesto y avispado comentario.
-Ha estudiado usted en colegios privados y religiosos.
-Sí.
-Aquí cuidamos mucho las formas. Queremos que nuestro profesorado vaya acorde a unos valores determinados.
-Claro.- No pienso incitarle a que siga en ese sentido. Ni en ningú otro, la verdad.
-Bien- dice. Era usted la última candidata. Debo hablar con el consejo y mañana le informo del veredicto.
¿Consejo? ¿Veredicto? Me levanto de la silla imaginando que tengo los pelos de punta. Y pienso que esto lo tengo que escribir en el blog.
Abre la puerta y me deja pasar. Me ha mirado el culo.
Después de volver a recorrer el largo pastillo llegamos a una especie de pecera que debe ser administración. Él le dice a la chica de dentro que me acompaña a la salida.
Llegamos a la puerta, me estrecha la mano y promete prontas noticias.
Salgo de allí rebuznando y siento un escalofrío que no acaba de ser físico. Me subo en el coche y enciendo un cigarro. En ese momento veo pedantes hasta los semáforos.
Decido ir a ver a mi hermano, que me ha dicho que se ha hecho rastas y aún no se las he visto.
Después de comer suena el teléfono:
-¿La señorita Carolina? – ¡Juas!
-Sí.
-Llamamos por la entrevista de esta mañana, ha sido usted la persona seleccionada. ¿Cuándo puede incorporarse?
-Verá, lo lamento pero ya no tengo disponibilidad.
-¿Alguna otra oferta?
-Sí.
-Lo lamento.
-Gracias, buenas tardes.
Él se sienta frente a mí con un montón de papeles. Y me mira sonriendo. No sé a qué viene ahora el intento de relajamiento después de tanto formalismo. Vale, quizás es que yo no estoy acostumbrada al formalismo y lo veo excesivo.
-Cuénteme, ¿qué ha estudiado?
-El comportamiento de los monos- me dan ganas de decir. Pero de mi boca sale Filología Hispánica. Ya está, ya estoy cínica perdida.
- ¿Hizo usted el CAP, no es así? – este tío o no se ha mirado mi currículum o está poniendo a prueba mi memoria reciente.
- Sí.
-¿Y qué le enseñaron ahí?
Durante unos segundos pienso que la pregunta es broma. Vaya, que igual, este buen hombre pretende que le recite un programa establecido por la UB. Aún así, un criterio correctísimo sale de mis labios.
-Psicopedagogía y didáctica- dijo muy seria. Me intento centrar y dejar de pensar en la ganas –no sé si del todo justificadas- que tengo en salir corriendo de ese edificio.
-De acuerdo.
El hombre baja la cabeza hacia el montón de papeles. Es una entrevista muy rara. La habitación es tan fría y el ambiente tan soberbiamente recargado que me dan ganas de coger un lápiz y pintar en esa enorme pared. Y no sé porqué pero pintaría un ojo enorme.
- ¿Qué significa para usted la educación?
- Verá, diría que consiste en que el profesor transmita conocimientos a los alumnos, ¿no cree?- ya he decidido no trabajar en ese colegio, es definitivo.
-Exacto- contesta el perfecto traje con ojos que tengo en frente. ¿Cómo se definiría usted en tres palabras?
Eso lo había oído en las pelis, y quizá en boca de alguien, pero jamás pensé en la respuesta y no sé lo que contesté, aunque algo dije de comunicadora.
Vuelve a remover papeles.
-Tiene usted un buen currículum para lo joven que es,- Creo que no se ha mirado mi fecha de nacimiento.
-Gracias.
-¿Por qué, además de estudiar y trabajar, se ha dedicado a actividades sin ánimo de lucro?
Sonrío. Pongo las manos encima de la mesa.
-¿Me podría decir qué cursos, asignaturas y horarios se me ofrecen?
-Por supuesto. Lengua y literatura castellana de primero y segundo de bachillerato. ¿Qué opina de la disciplina?
-Que es buena en su justa medida siempre que no vaya acompañada de la soberbia.
Sus ojos se abren mucho. Yo, en un rápido movimiento, agarro las asas de mi bolso.
-¿Está usted confirmada? – lo sabía, lo sabía, lo sabía.
-Sí.
-¿Cree que está capacitada para dar clases de religión? – me está creciendo algo en la entrepierna, lo noto.
-No tengo formación en ese sentido. Doy lengua y literatura.
-¿Por qué le gusta la lengua y la literatura?
En ese momento, reclino mi espalda hacia atrás. De acuerdo. Le hablo como si tuviera delante a cualquiera de los chicos que me preguntan eso en una primera cita. Hablo mucho rato, y él no me interrumpe.
- Veo que pese a su juventud tiene las cosas claras.
Me muerdo el labio para no decirle que él, pese a su edad, tiene un encefalograma plano y no entiende nada. No le doy las gracias por el supuesto y avispado comentario.
-Ha estudiado usted en colegios privados y religiosos.
-Sí.
-Aquí cuidamos mucho las formas. Queremos que nuestro profesorado vaya acorde a unos valores determinados.
-Claro.- No pienso incitarle a que siga en ese sentido. Ni en ningú otro, la verdad.
-Bien- dice. Era usted la última candidata. Debo hablar con el consejo y mañana le informo del veredicto.
¿Consejo? ¿Veredicto? Me levanto de la silla imaginando que tengo los pelos de punta. Y pienso que esto lo tengo que escribir en el blog.
Abre la puerta y me deja pasar. Me ha mirado el culo.
Después de volver a recorrer el largo pastillo llegamos a una especie de pecera que debe ser administración. Él le dice a la chica de dentro que me acompaña a la salida.
Llegamos a la puerta, me estrecha la mano y promete prontas noticias.
Salgo de allí rebuznando y siento un escalofrío que no acaba de ser físico. Me subo en el coche y enciendo un cigarro. En ese momento veo pedantes hasta los semáforos.
Decido ir a ver a mi hermano, que me ha dicho que se ha hecho rastas y aún no se las he visto.
Después de comer suena el teléfono:
-¿La señorita Carolina? – ¡Juas!
-Sí.
-Llamamos por la entrevista de esta mañana, ha sido usted la persona seleccionada. ¿Cuándo puede incorporarse?
-Verá, lo lamento pero ya no tengo disponibilidad.
-¿Alguna otra oferta?
-Sí.
-Lo lamento.
-Gracias, buenas tardes.
sábado, marzo 01, 2008
Bailes
Una buena amiga me comenta que ha enloquecido. Del todo. Y yo no sé qué decirle porque me sorprende esa conclusión. Porque eso no es locura.
Quizás me sorprenda porque ese tipo de locura está tan extendida que se ha normalizado. Igual que se normalizan las excepciones de una regla y dejan de serlo en sí mismas para formar parte de lo aceptado sin ser común. O lo más común aparentemente.
Enloquecer no es el peor de los asuntos en la era que hoy en día corre. Ni de lejos es lo peor.
Son peores los desfases temporales. Las veces en que uno es incapaz de seguir el ritmo establecido y se marca uno propio completamente diferente del resto, o de los restos. Ahí sí que sería adecuada la frase que sigue a: “Soy Juan Palomo”.
Porque es así. Uno vive y siente cosas que pueden ser ciertas o no. Y las procesamos como queremos, sin pedir permiso para hacerlo. Sin poderlo evitar. Y son nuestras historias. A nuestro tiempo, a nuestro ritmo. Y con nuestras apreciaciones, conclusiones y decisiones. Que son certeras en tanto que así las sentimos y siguen siéndolo cuando dejan de sentirse. Porque así se recuerdan.
Y en esos desfases temporales aparece algo peor que la locura. La incerteza de los propios pensamientos. Ya no de los de los demás, sino de los nuestros. Los que no atienden a razonamiento ninguno, los que se cuelan por los agujeritos de la cordura sin que los puedas retener. Lo suficiente pequeños como para seguir viviendo en el mundo real sin que supongan una gran hecatombe.
Pero lo suficientemente grandes como para –como me acaba de decir mi amiga la mágica-, nos sintamos como una hoja. Inconsistente. Ligera. Fina. Que se sabe en el mundo sin rumbo emocional definido. Y eso jode.
Una hoja cambiante, necesaria quizás. Y esa ligereza visual no se corresponde a las venas dibujadas en ella. Porque por dentro, están cargadas, rebosantes. De sangre caliente y espesa que se mueve a ritmo de golpes de corazón. Golpes que a ratos son de pasión y a ratos de hastío.
Y entre Pito y Valdemoro, entre tanta ida y venida, entre tanta contradicción de afirmaciones, negaciones y supuestos, se presenta el cansancio, que hace caer a las hojas hacia abajo. Arrastradas por ellas mismas, sin motivo y sin remedio. O con motivo, pero sin remedio.
Y cuando ese cansancio pesante y amargo las lleva a descender y caer en el asfalto de las calles de esta vorágine de ciudad y mentes, siempre hay algo que las levanta de nuevo en vuelo. Que no permite que rocen el suelo y se sumen en el olvido o se rompan crujiendo bajo alguna suela de zapato caro y urbano.
Siempre es el aire. El mismo que nos permite seguir respirando y que en ese momento lleva sombrero y escudo, y que en un coqueto baile amoroso, las levanta para luego mecerlas al compás de una tranquilidad que, nuevamente y sin quererlo, se verá rota por otro algo u otro alguien.
Quizás me sorprenda porque ese tipo de locura está tan extendida que se ha normalizado. Igual que se normalizan las excepciones de una regla y dejan de serlo en sí mismas para formar parte de lo aceptado sin ser común. O lo más común aparentemente.
Enloquecer no es el peor de los asuntos en la era que hoy en día corre. Ni de lejos es lo peor.
Son peores los desfases temporales. Las veces en que uno es incapaz de seguir el ritmo establecido y se marca uno propio completamente diferente del resto, o de los restos. Ahí sí que sería adecuada la frase que sigue a: “Soy Juan Palomo”.
Porque es así. Uno vive y siente cosas que pueden ser ciertas o no. Y las procesamos como queremos, sin pedir permiso para hacerlo. Sin poderlo evitar. Y son nuestras historias. A nuestro tiempo, a nuestro ritmo. Y con nuestras apreciaciones, conclusiones y decisiones. Que son certeras en tanto que así las sentimos y siguen siéndolo cuando dejan de sentirse. Porque así se recuerdan.
Y en esos desfases temporales aparece algo peor que la locura. La incerteza de los propios pensamientos. Ya no de los de los demás, sino de los nuestros. Los que no atienden a razonamiento ninguno, los que se cuelan por los agujeritos de la cordura sin que los puedas retener. Lo suficiente pequeños como para seguir viviendo en el mundo real sin que supongan una gran hecatombe.
Pero lo suficientemente grandes como para –como me acaba de decir mi amiga la mágica-, nos sintamos como una hoja. Inconsistente. Ligera. Fina. Que se sabe en el mundo sin rumbo emocional definido. Y eso jode.
Una hoja cambiante, necesaria quizás. Y esa ligereza visual no se corresponde a las venas dibujadas en ella. Porque por dentro, están cargadas, rebosantes. De sangre caliente y espesa que se mueve a ritmo de golpes de corazón. Golpes que a ratos son de pasión y a ratos de hastío.
Y entre Pito y Valdemoro, entre tanta ida y venida, entre tanta contradicción de afirmaciones, negaciones y supuestos, se presenta el cansancio, que hace caer a las hojas hacia abajo. Arrastradas por ellas mismas, sin motivo y sin remedio. O con motivo, pero sin remedio.
Y cuando ese cansancio pesante y amargo las lleva a descender y caer en el asfalto de las calles de esta vorágine de ciudad y mentes, siempre hay algo que las levanta de nuevo en vuelo. Que no permite que rocen el suelo y se sumen en el olvido o se rompan crujiendo bajo alguna suela de zapato caro y urbano.
Siempre es el aire. El mismo que nos permite seguir respirando y que en ese momento lleva sombrero y escudo, y que en un coqueto baile amoroso, las levanta para luego mecerlas al compás de una tranquilidad que, nuevamente y sin quererlo, se verá rota por otro algo u otro alguien.
Llevo toda la semana cruzándome con una de mis almas gemelas. Digo una porque espero que haya más por ahí, campando alegremente.
Mis últimos cinco días han transcurrido entre aulas y uniformes de adolescentes. Y entre clase y clase, en las sala de profesores, en los pasillos, mientras que esquivaba a los niños haciendo malabarismos con los libros, mientras oía entre susurros “esa es la nueva sustituta”, me encontraba de repente con esa alma gemela.
No es una alma gemela de ésas que se fragua con el tiempo. Porque de tiempo, la verdad es que hace más bien poco. Es una de esas almas que aparecen y se reconocen con un simpático guiño que acaba en una complicidad sorprendente.
Como un reconocimiento mudo que lleva implícita una seguridad que no tendría porque ser tal pero lo es. En forma y manera.
Con esa alma gemela me fui ayer a la playa. A ver el mar. A que la tensión de la preparación de clases y el estrés de dar el tipo ante diablillos en su fase de expansión se dispersara. Se fuera con las olas que acarician la orilla. Con la brisa que dicen que relaja.
Vestidas como señoritas en toda la amplitud de la palabra, llegamos a la playa. Pisando fuerte con nuestras botas altas, nuestros abrigos de Zara y la alegría de que empezaba el fin de semana. En nuestras manos colgaba una bolsa con bocadillos recién comprados y pastas de chocolate.
Y allí sentamos nuestras dos almas. Rodeadas de turistas chinos (o japoneses) en bikini, de parejas que aprovechaban para pasear descalzos y de avispados comerciantes que ofrecían latas de cerveza o coca-cola fría.
El mar es una de esas cosas que atrapa al cerebro. Puede que, sin quererlo, el movimiento de nuestras mandíbulas al masticar se acompasara con ese sonido suave en el que se mueven las olas de los mares tranquilos. Y así, ante ese color azul oscuro, ante esa brisa que remueve los granos de arena y los mechones de pelo, fuimos escupiendo la tensión de la semana.
Había una ausencia ayer. La de una tercera alma con la que después hablamos. Y que tiene otra forma de eliminar el estrés semanal. Una forma que hoy repetiremos todas, no digo más.
Quizás se notaba demasiado que dos almas eran poco y, por eso, recibimos el cariño inesperado de los animalejos que rondaban por allí. Uno de ellos un perro blanco que parecía una cría obesa de oso polar, menudo susto. Otro, una gaviota que planeó por nuestras cabezas –o por nuestros bocadillos- luciendo un pico agresivo que nos hizo pensar en cómo quedarían nuestras cuencas sin ojos.
Hoy habrá reunión de muchas almas; algunas gemelas, otras conocidas, otras hermanas… en la variedad está el gusto.
Mis últimos cinco días han transcurrido entre aulas y uniformes de adolescentes. Y entre clase y clase, en las sala de profesores, en los pasillos, mientras que esquivaba a los niños haciendo malabarismos con los libros, mientras oía entre susurros “esa es la nueva sustituta”, me encontraba de repente con esa alma gemela.
No es una alma gemela de ésas que se fragua con el tiempo. Porque de tiempo, la verdad es que hace más bien poco. Es una de esas almas que aparecen y se reconocen con un simpático guiño que acaba en una complicidad sorprendente.
Como un reconocimiento mudo que lleva implícita una seguridad que no tendría porque ser tal pero lo es. En forma y manera.
Con esa alma gemela me fui ayer a la playa. A ver el mar. A que la tensión de la preparación de clases y el estrés de dar el tipo ante diablillos en su fase de expansión se dispersara. Se fuera con las olas que acarician la orilla. Con la brisa que dicen que relaja.
Vestidas como señoritas en toda la amplitud de la palabra, llegamos a la playa. Pisando fuerte con nuestras botas altas, nuestros abrigos de Zara y la alegría de que empezaba el fin de semana. En nuestras manos colgaba una bolsa con bocadillos recién comprados y pastas de chocolate.
Y allí sentamos nuestras dos almas. Rodeadas de turistas chinos (o japoneses) en bikini, de parejas que aprovechaban para pasear descalzos y de avispados comerciantes que ofrecían latas de cerveza o coca-cola fría.
El mar es una de esas cosas que atrapa al cerebro. Puede que, sin quererlo, el movimiento de nuestras mandíbulas al masticar se acompasara con ese sonido suave en el que se mueven las olas de los mares tranquilos. Y así, ante ese color azul oscuro, ante esa brisa que remueve los granos de arena y los mechones de pelo, fuimos escupiendo la tensión de la semana.
Había una ausencia ayer. La de una tercera alma con la que después hablamos. Y que tiene otra forma de eliminar el estrés semanal. Una forma que hoy repetiremos todas, no digo más.
Quizás se notaba demasiado que dos almas eran poco y, por eso, recibimos el cariño inesperado de los animalejos que rondaban por allí. Uno de ellos un perro blanco que parecía una cría obesa de oso polar, menudo susto. Otro, una gaviota que planeó por nuestras cabezas –o por nuestros bocadillos- luciendo un pico agresivo que nos hizo pensar en cómo quedarían nuestras cuencas sin ojos.
Hoy habrá reunión de muchas almas; algunas gemelas, otras conocidas, otras hermanas… en la variedad está el gusto.
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