-Buenas tardes.
-Buenas tardes.
Este es el inicio de una conversación que anuncia educación, aplomo, cortesía…y un sin fin de modales transitorios.
Pero no.
Que es que estoy llamando a hacienda. Y eso nunca puede acabar bien por bien que empiece.
Llamar a hacienda es como… Bien, no sé. Pero hay que cogerse la tarde libre.
Hay que acomodarse en algún rinconcillo familiar. Tener el tabaco a mano. Y líquido. Porque vas a hablar. Quieras o no. Vas a dar más explicaciones y a formular más preguntas que en muchos días. Seguro.
Me atiende una señorita que, tras tanto tiempo al teléfono, empiezo a imaginar.
Debe estar sentada en uno de esos cubículos minúsculos. Que se repiten sin descanso a lo largo de muchos pasillos.
La moqueta es probablemente azul. Y el tapiz de las sillas seguro que también.
Ya saben de la importancia de las cuestiones estéticas.
Yo creo que tiene el pelo corto. Y que es rubia y rechoncha. Quizás le guste el chico del otro lado. Y mientras habla conmigo intenta lanzarle alguna mirada coqueta seguida de algún bufido que venga a decir: Dios, que tía más pesada que tengo al teléfono.
Creo también, ya con hiriente convicción, que cada vez que me anuncian que me pasan con otro departamento para que atiendan mi petición, me están pasando al compañero de al lado. Es que lo veo.
Y que la musiquilla es sólo una excusa que se toman para asomarse a la ventana y ver la lluvia. O algún resquicio de sol.
Llevaré ya dos chicas y un chico, creo. Y mis explicaciones – a fuerza de ser repetidas- rozan ya un tonillo de desesperación mal disimulada.
[…]
-Es que hay un error en su vida laboral señorita. De ahí lo problemas ¿Entiende?
-Claro. Yo lo entiendo todo. Estamos aquí para entender los errores burocráticos. Y para pagar las consecuencias. Por supuesto mujer. No sufra usted. Arréglelo. Que yo la entiendo y la disculpo. Y si quiere le canto una copla. Pero arréglelo.
-Bien. No se preocupe. Únicamente decirle que le paso a un compañero para que lo solvente.
-Pero es usted con quien me vuelven a pasar. Usted sabe lo que ocurre.
-Sí. Pero verá…disculpe. Es que mi turno acaba ahora.
-¿Cómo? ¿Qué? ¿Perdón?- Y me enciendo un cigarro mientras hay otro humeando en el cenicero.
Y sí. La buena muchacha rubia se fue. Debió corretear por el pasillo en busca de la puerta de salida. Feliz y contenta. Pensando en la bendición del silencio.
Y yo ahí me quedé. Unida a ese Call Center a través del maravilloso mundo de la telefonía. Atada a unas explicaciones que tuve que volver a dar. Y siendo la que explicara con voz certera y ya repipi que había un error en mi informe de vida laboral.
-Veamos. No se retire que vamos a comprobarlo.
Bien. Vale. Bajo a la cocina con el móvil en la oreja y me empiezo a hacer un sándwich... o algo más elaborado, no sé. Que hoy ceno acompañada por una bonita voz. Y eso hay que celebrarlo.
-Buenas tardes.
Este es el inicio de una conversación que anuncia educación, aplomo, cortesía…y un sin fin de modales transitorios.
Pero no.
Que es que estoy llamando a hacienda. Y eso nunca puede acabar bien por bien que empiece.
Llamar a hacienda es como… Bien, no sé. Pero hay que cogerse la tarde libre.
Hay que acomodarse en algún rinconcillo familiar. Tener el tabaco a mano. Y líquido. Porque vas a hablar. Quieras o no. Vas a dar más explicaciones y a formular más preguntas que en muchos días. Seguro.
Me atiende una señorita que, tras tanto tiempo al teléfono, empiezo a imaginar.
Debe estar sentada en uno de esos cubículos minúsculos. Que se repiten sin descanso a lo largo de muchos pasillos.
La moqueta es probablemente azul. Y el tapiz de las sillas seguro que también.
Ya saben de la importancia de las cuestiones estéticas.
Yo creo que tiene el pelo corto. Y que es rubia y rechoncha. Quizás le guste el chico del otro lado. Y mientras habla conmigo intenta lanzarle alguna mirada coqueta seguida de algún bufido que venga a decir: Dios, que tía más pesada que tengo al teléfono.
Creo también, ya con hiriente convicción, que cada vez que me anuncian que me pasan con otro departamento para que atiendan mi petición, me están pasando al compañero de al lado. Es que lo veo.
Y que la musiquilla es sólo una excusa que se toman para asomarse a la ventana y ver la lluvia. O algún resquicio de sol.
Llevaré ya dos chicas y un chico, creo. Y mis explicaciones – a fuerza de ser repetidas- rozan ya un tonillo de desesperación mal disimulada.
[…]
-Es que hay un error en su vida laboral señorita. De ahí lo problemas ¿Entiende?
-Claro. Yo lo entiendo todo. Estamos aquí para entender los errores burocráticos. Y para pagar las consecuencias. Por supuesto mujer. No sufra usted. Arréglelo. Que yo la entiendo y la disculpo. Y si quiere le canto una copla. Pero arréglelo.
-Bien. No se preocupe. Únicamente decirle que le paso a un compañero para que lo solvente.
-Pero es usted con quien me vuelven a pasar. Usted sabe lo que ocurre.
-Sí. Pero verá…disculpe. Es que mi turno acaba ahora.
-¿Cómo? ¿Qué? ¿Perdón?- Y me enciendo un cigarro mientras hay otro humeando en el cenicero.
Y sí. La buena muchacha rubia se fue. Debió corretear por el pasillo en busca de la puerta de salida. Feliz y contenta. Pensando en la bendición del silencio.
Y yo ahí me quedé. Unida a ese Call Center a través del maravilloso mundo de la telefonía. Atada a unas explicaciones que tuve que volver a dar. Y siendo la que explicara con voz certera y ya repipi que había un error en mi informe de vida laboral.
-Veamos. No se retire que vamos a comprobarlo.
Bien. Vale. Bajo a la cocina con el móvil en la oreja y me empiezo a hacer un sándwich... o algo más elaborado, no sé. Que hoy ceno acompañada por una bonita voz. Y eso hay que celebrarlo.
1 comentario:
Por cierto: esa ensalada tiene muy buena pinta...
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