La pregunta viene a ser toda una idea. El paraqueísmo.
Una se cuestiona –no pocas veces- si ha actuado del mejor de los modos.
Esto suele suceder tras haber tomado algún tipo de decisión rápida y no meditada. Digamos que como respuesta a algo que intuyes pero no sabes explicar.
Y ahí queda una mínima duda que te hace oscilar entre lo que te dices es sabia rectificación y la reafirmación del acto.
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Justo en el segundo necesario, aparece. La horrorosa vulgaridad. Esplendorosa.
Disfrazada de algo que la hace quizás menos soez. Pero igual vulgar.
Y los estigmas. Ésos que morirán con ellos.
Y da igual que lo esperes o no.
Que todo acaba pasando por la aprensión.
La gente ve decepciones allá donde uno mismo es el protagonista. Y, con suerte, las concebirán como algo ajeno a ellos mismos. Y maldecirán comportamientos repetitivos mientras le gritan a su suerte.
Anhelan el cambio y lo buscan. Con las pocas fuerzas que ya les quedan. Es lo más puro que tienen. El deseo de opción a que todo sea diferente a lo que fue y es.
Ajenos –la mayor parte del tiempo- a la verdad que les habita dentro.
Y buscarán con avidez recogida un pedazo de belleza que ensuciarán con solo mirar. Una verdad que, por escasa y envidiada, mancillarán sin piedad. En aras de un insolente hastío. En nombre de una insatisfacción, de un cansancio que sólo a ellos pertenece.
[…]
Quien pase por su lado será vapuleado mansamente. Desde la discreción. Incluso desde la explicación.
Será sorprendido con un olor a moho que atribuirá a cualquier otra cosa. Y saboreará un gusto putrefacto.
Absorberá su desgaste desmesurado e irreparable y le ayudará a sudarlo.
Luego, despertará una sensación de perturbación inexplicable que pasará por la inevitable curiosidad.
Hasta ya llegar –mérito de la implacable ley del tiempo y la conciencia- a la esencia y origen. A la vulgaridad del ser.
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