No ha parado de soñarle en toda la noche. Ya se acostó pensando en él y en que cuando se levantara sería sábado. Y habían acordado que ese día ella le diría algo.
Intenta no pensar. Y se sumerge en las canciones, en los bailarines, en la música y en la puesta en escena.
Luego llegan felicitaciones. Y emotivos parlamentos. Y, asombrada, se encuentra secando lágrimas de su mejilla. Todo ha sido emocionante. Sí.
Lo va pensando mientras tira hacia el puerto. ¿Lágrimas? Uix.
Y suena el teléfono:
- Cambio de planes. Te esperamos en una terraza de Plaza Real.
- Bien, ya voy.
Y se sienta. Cruza las piernas y deja las manos en el regazo. Y un extraño silencio le sobreviene. Y no quiere hablar. No quiere explicar ni un solo pensamiento. Que se queden dentro y se disuelvan.
Se queda mirando a una niña. Tiene el pelo lleno de tirabuzones rubios. Una nariz respingona. Y las manos gordonzuelas y sucias. Está dando saltos en línea recta. Debe ser algo parecido a la charranca.
Y lo hace con esfuerzo. Concentrándose en no perder el equilibrio.
Hay una bravas encima de la mesa. Y claras y fanta de naranja.
Y mira las palmeras. Y la plaza. Vaya, vaya…
Y vale. Puede que la provocación de unos hechos neutralice otros. Y escribe un mensaje. Una pregunta que le parece perfecta en esa mañana soleada.
Y sonríe ante la perspectiva de otra piel que le haga olvidarse de la suya. De posibles abrazos que den sentido a un momento. De palabras que la evadan de sí misma. Eso saben hacerlo bien. Los dos.
Pero de nuevo todo la lleva a lo mismo. De nada sirve provocar otros planes si las cosas que deben ocurrir van a acabar ocurriendo. Porque sabe que sigue siendo sábado. Y que tiene que decir algo. Aún así espera una respuesta a la que agarrarse.
Pero no. Todo lo que le llega son señales que hablan de que no va a poder zafarse de lo que parece inevitable para ese día. Para esa noche.
Y así, pasea en silencio por esas calles del gótico plagadas de rostros enrojecidos y chancletas.
Va viendo arte callejero.
Y se desnuda en un probador. Todo lo que se prueba es blanco. Blanco, blanquísimo.
[…]
Llega a casa. Son ya pasadas las cuatro de la tarde.
Y lee un mail. ¡Ah! Vale.
Y llega un mensaje de móvil.
Sale al balcón.
Y mientras fuma y juega con su pelo le asalta la casi convicción de que algo va realmente mal.
Intenta no pensar. Y se sumerge en las canciones, en los bailarines, en la música y en la puesta en escena.
Luego llegan felicitaciones. Y emotivos parlamentos. Y, asombrada, se encuentra secando lágrimas de su mejilla. Todo ha sido emocionante. Sí.
Lo va pensando mientras tira hacia el puerto. ¿Lágrimas? Uix.
Y suena el teléfono:
- Cambio de planes. Te esperamos en una terraza de Plaza Real.
- Bien, ya voy.
Y se sienta. Cruza las piernas y deja las manos en el regazo. Y un extraño silencio le sobreviene. Y no quiere hablar. No quiere explicar ni un solo pensamiento. Que se queden dentro y se disuelvan.
Se queda mirando a una niña. Tiene el pelo lleno de tirabuzones rubios. Una nariz respingona. Y las manos gordonzuelas y sucias. Está dando saltos en línea recta. Debe ser algo parecido a la charranca.
Y lo hace con esfuerzo. Concentrándose en no perder el equilibrio.
Hay una bravas encima de la mesa. Y claras y fanta de naranja.
Y mira las palmeras. Y la plaza. Vaya, vaya…
Y vale. Puede que la provocación de unos hechos neutralice otros. Y escribe un mensaje. Una pregunta que le parece perfecta en esa mañana soleada.
Y sonríe ante la perspectiva de otra piel que le haga olvidarse de la suya. De posibles abrazos que den sentido a un momento. De palabras que la evadan de sí misma. Eso saben hacerlo bien. Los dos.
Pero de nuevo todo la lleva a lo mismo. De nada sirve provocar otros planes si las cosas que deben ocurrir van a acabar ocurriendo. Porque sabe que sigue siendo sábado. Y que tiene que decir algo. Aún así espera una respuesta a la que agarrarse.
Pero no. Todo lo que le llega son señales que hablan de que no va a poder zafarse de lo que parece inevitable para ese día. Para esa noche.
Y así, pasea en silencio por esas calles del gótico plagadas de rostros enrojecidos y chancletas.
Va viendo arte callejero.
Y se desnuda en un probador. Todo lo que se prueba es blanco. Blanco, blanquísimo.
[…]
Llega a casa. Son ya pasadas las cuatro de la tarde.
Y lee un mail. ¡Ah! Vale.
Y llega un mensaje de móvil.
Sale al balcón.
Y mientras fuma y juega con su pelo le asalta la casi convicción de que algo va realmente mal.
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