No me muevo.
Pienso en pájaros.
Pienso si estarán calientes en sus nidos.
A la intemperie.
Y pienso en la fragilidad de esos cuerpos blandos.
Me viene a la cabeza el sábado pasado a mediodía.
Cuando andaba yo perdida con Tere.
Y digo perdida porque era así.
Cogimos el coche y unos bocadillos.
Y nos fuimos a buscar pueblecitos de esos con encanto.
Pero sin mirar esas fantásticas guías turísticas.
Cualquiera nos servía.
Hacía calor. Justo lo contrario a estos días.
Días en los que llevo dos pares de calcetines.
Días en los que se me pone la nariz roja.
Y no exagero.
Es, simplemente, que debo tener antepasados tropicales.
Por eso me entran ganas de ser osa e hibernar.
[...]
Salimos de la autopista mucho rato después.
Y encauzamos carreteras secundarias.
De pueblos bonitos y fantasmales.
En algún momento paramos en medio de la nada.
A escuchar el silencio y a algo más.
Allí, el mundo no parecía mundo.
Sólo era un pedazo de tierra en medio de viñas y cielo.
Y nosotras sólo dos vidas.
De nuevo en el coche pusimos la radio.
Sonaba una canción de amor.
Casi todas las canciones son de amor.
En serio. O de desamor, que viene a ser otra especie de amor.
Amor mezclado con algo, pero amor.
Lo otro suele quedar difuminado.
Realmente no sé si eso es algo bueno.
Ni sé exactamente el por qué.
Pero sé que no hay muchas canciones sobre el trabajo.
O sobre las ocho, o nueve, o diez maravillas del mundo.
O sobre cualquier otra cosa que también forme parte de nuestras vidas.
Miré a Tere.
Iba tranquila. Miraba por la ventana.
Las manos relajadas sobre el regazo.
A ella le gustan las canciones de amor.
Y si son cutres más.
Es una romántica.
Quizás yo también, no lo sé.
Estaba guapa.
Con la tontería de los doscientos kilómetros que nos separan nos vemos poco.
Le había dejado unas bambas.
Porque en su maleta no caben las bambas.
Sé que se patería una montaña con tacones.
Sería muy capaz.
Domina los tacones más que nadie que conozca.
Sé que se patería una montaña con tacones.
Sería muy capaz.
Domina los tacones más que nadie que conozca.
Y quizás fueron esas canciones de la radio.
O el aire despejado y sano de aquellos pueblos que íbamos dejando atrás.
Pero cuando paramos a comer hablamos de chicos.
Sentadas en un banco.
Con el papel de plata en nuestras rodillas.
Como dos quinceañeras que ya no lo son.
Con el pelo suelto y ropa cómoda.
Lejos de nuestros trabajos.
Lejos -en aquel momento- de nuestras preocupaciones de adultas.
[...]
Luego, la noche trajo verdades ineludibles.
De esas difíciles. Que cuesta explicar.
De las que te dejan desnuda mientras estás vestida de arriba a abajo.
De las que necesitan oídos y confianza.
Y al día siguiente ella se marchó.
Con sus canciones. Con sus tacones.
Pisando segura el suelo de la estación.
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