Pongo el intermitente.
Nunca me ha gustado esa zona.
Llevará diez años en obras.
Cada vez que voy ha cambiado algo. A peor.
Esta vez he visto un edificio nuevo. Rojo. Espantoso.
La fachada llena de pequeños tubos verticales.
Como si fuera una cárcel. Y altísimo.
Rotondas y más rotondas. En construcción.
Es todo demasiado grande. Demasiado urbano.
Cemento puro. Gris, gris y más gris.
Algún marrón también hay.
Da igual que algún rayo de sol se cuele entre todo eso.
Es desapacible. Inhóspito.
Trabajé cerca de allí durante una época.
Y jamás sentí impulso alguno de conocer el entorno.
Del coche a la oficina. Y viveversa. Punto.
[...]
Entro en el Ikea.
Lo primero que veo es un sofá blanco.
De charol. Ahora todo es de charol.
Los zapatos, los bolsos... Todo brillante y frío.
Y al lado del sofá un árbol de navidad.
Acabáramos...
Eso es por si a alguien no se le ocurre nada que comprar.
Que compren bolitas y adornos varios para los abetos de plástico.
Claro.
El sitio está lleno. Como si fuera sábado.
Pensamos que la gente trabaja. Pero no.
La gente está en el Ikea.
Comprando. Hablando. Paseando.
Lo de la crisis es un invento de alguien.
Subo y bajo escaleras.
Porque una flechitas pintadas en el suelo, idea -seguro- de alguien que leyó El Mago de Oz, me indican por dónde tengo que ir.
Gracias.
Puede que patente el incorporar Gps a los carritos de la compra.
Porque una flechitas pintadas en el suelo, idea -seguro- de alguien que leyó El Mago de Oz, me indican por dónde tengo que ir.
Gracias.
Puede que patente el incorporar Gps a los carritos de la compra.
Estoy buscando algo para tener ordenados los collares.
Sí.
No hay cosas para poder colgar los collares.
Y estoy harta de tenerlos todos enredados en una caja.
Me veo capaz hasta de comprarme un perchero.
Y acabar con ese absurdo.
Sí.
No hay cosas para poder colgar los collares.
Y estoy harta de tenerlos todos enredados en una caja.
Me veo capaz hasta de comprarme un perchero.
Y acabar con ese absurdo.
Le pregunto a una chica que trabaja ahí.
Y que está luchando con unos palos de madera larguísimos.
Siento tener que preguntarle.
La chica tiene una cara de agobio digna de foto.
La coleta de lado. Algunos pelos por la cara.
Agobio jpeg.
Me mira como si estuviera loca.
Que oye, también pudiera ser.
Y me dice que más adelante hay cajas de todos los tamaños.
Me ahorro decirle que conozco la existencia de las cajas.
Que se trata de ordenar, no de guardar.
Suficiente tiene ya con los palos.
Que, además, amenazan con saltarme un ojo.
Y suficiente tengo yo con buscar algo que no existe.
Vayamos todos en paz.
Sigo andando y oigo una voz que resuena por todas partes.
"A todo el personal, activado código 500".
Me quedo quieta delante de una percha con agujeros.
Prometo que es una percha con un montón de agujeros.
Pero los collares no se cuelgan en el armario. No.
Y pienso qué será lo del código 500.
Si será una amenaza de bomba.
O un lenguaje interno de los trabajadores.
Para darse ánimos de que pronto acabará la jornada o algo así.
O para hacerles saber que pueden ir al servicio. No sé.
Y pienso también cuáles serán los otros 499 códigos.
Y si realmente los trabajadores se los sabrán.
De momento, todo el mundo sigue igual.
Ajeno a todo.
Este sitio es rarísimo.
Rarísimamente normalizado. Eso.
No sé cómo, pero he llegado a una zona donde todo son sillas.
Todo.
De muchas formas y muchos colores.
Tengo que sentarme. Quiero sentarme.
Debe ser una buenísima estrategia de márketing.
Elijo una blanca. Muy rara. Redonda.
Es bastante cómoda.
Debo haber salido de mi mundo.
Porque empiezo a mirar a la gente.
Enfrente mío hay una pareja joven.
Él carga una alfombra, enrrolladísima.
Ella lleva una bolsa amarilla colgada al hombro.
Están discutiendo.
Él habla y gesticula rápido. Como enervado.
Ella mira furtivamente a los lados. Cansada.
Diría que está avegonzada. Pero no lo sé.
No sé nada y no quiero saber.
Mi mente, que está tan aburrida como embutida, empieza ya a imaginarles una historia.
De rutina, puede que de crisis económica y de hastío. Quizás hijos que estén con la abuela.
Pero me contengo.
Mal momento para crear cuentos. Demasiado palpables.
Y al pasar por su lado casi me estremezco.
Y sé bien por qué.
Sigo.
Por ese camino de adoquines verdes y amarillos.
Veo velas.
Casi siempre que veo velas sonrío tontamente.
Pero ahora es imposible.
Aquí nada es único.
Sólo son formas apiñadas, una tras otra.
Las veo todas iguales.
Aunque sé que son de distinta forma. De distinto color. De distinto olor.
Pero así no. Así son todas iguales.
Aquí nada es único.
Sólo son formas apiñadas, una tras otra.
Las veo todas iguales.
Aunque sé que son de distinta forma. De distinto color. De distinto olor.
Pero así no. Así son todas iguales.
No tiene gracia.
Lo del código 500 no era una bomba.
Porque seguimos todos ahí. Respirando.
O sí, pero la han desactivado.
Pregunto por la salida.
El chico me dice que tengo que seguir las flechas.
Que hay que dar toda la vuelta al centro.
Y mientras que voy en el sentido contrario a la flechas -y a la gente, claro- siento algo agrio.
Una tristeza vacía.
Y no es la proximidad de la navidad.
Porque a mi, la navidad, aún me gusta un poco.
Y no es la proximidad de la navidad.
Porque a mi, la navidad, aún me gusta un poco.
3 comentarios:
esperemos el día que algún código 500 dinamite flechas a seguir… saludosss me ha gustado el escrito
¡joer qué claustrofobia!!!
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