Siguiendo la línea epistolar de una de ésas personas con las que siempre tendré algo sobre lo que reír o llorar -a mi oh yeah-, escribo esta misiva a quien la quiera leer; tanto a aquellos que puedan sentirse identificados, como a aquellos que la obvien por desinterés.
“Creí en usted. Tanto, estimado señor, que no me di cuenta de la grandeza de mi creencia hasta que llegó la decepción. Sus maneras, de gran caballero y pendenciero, me cautivaron sin remedio. En todo veía yo algo positivo de usted. Me enseñó su estandarte de egoísmo y sinceridad y lo reconocí, con pícara sonrisa, como mío. Siempre me arremangaba la falda, cual campesina, dispuesta a defender su inusual honradez y sus dudosas maneras, y siempre me sorprendía e irritaba que los demás no lo apreciaran. Creí entender y ser entendida. Ni sus modos –contarios a veces a sus palabras-, ni sus palabras –contrarias a veces a sus modos-, lograron que desistiera. Y seguí creyendo en usted, con el afán, no escogido, que da la poca edad y la alegría. En los pocos y breves suspiros de duda que hubieron, me envolvía la rabia ante la posibilidad de estar equivocándome y me desquitaba de malas maneras con usted, señor mío, momento en que –demostrando sus habilidades propias de hidalgo-, me calmaba o me ignoraba como si me conociera bien. Esas palabras de aliento o esa indiferencia consentida, me hacía que, pasados los suspiros, siguiera creyendo en usted con más énfasis aún.
A usted, que no pedía nada, le daba yo demasiado. Mi convicción en vos era tan certera, que jamás dudé ni de mis sentimientos ni de sus palabras. Acepté seguir el juego a su manera, poco ortodoxa para mí, pero doblemente excitante por ello. Y ante usted jugué bien. Nunca supo de mi falta de ases bajo la manga, ni de mi precariedad económica cuando defendía faroles a capa y espada. Y, errante caballero, seguirá sin saberlo. Nunca supo, ni tan solo, que mi apuesta, jugara con quién jugara, siempre era usted. No es vos caballero de difícil presión y, con una comprensión más adquirida que innata, decidía acompañarle en pensamiento de una forma sutil, como creía que hacía usted conmigo; pero lo suyo no era sutileza, era futileza.
Me sentía acompañada en un silencio tan silencioso como el que siempre había soñado. En un estar con libertad y entendimiento como el que siempre había deseado. Por encima de todo. Pero por encima de todo sólo estaba yo. No era posible creer en un silencio sin respuesta. No me enseñó que usted fuera varón de vacíos. En alguna larga conversación, versamos sobre el silencio y la espera, sobre la mala interpretación de los convencionalismos. Y, como siempre, le creí. Le creí lo increíble y luego, ya fue más fácil seguir creyendo. Me gustaban las noches en las que a través de una estrella me mandaba un beso callado, que no necesitaba de cercanía para hacerse sentir. Su ausencia física –que no mental según su verborrea-, me llenaba de una fe anhelada. Cómo iba a olvidarle, cómo iba a separarme con tanta aparente imposibilidad romántica. Debió oler usted –como buen amante del perfume humano-, mi cansancio de triunfos rápidos, y me ofreció la trampa de una simulada dificultad aderezada con la siempre atrayente magnificación del sentimiento. Ahí quedé yo, revoloteando sobre el cepo, creyendo que no era suyo o que se le había caído, pero siempre creyendo en usted.
Sus deseos, sus confesiones, sus imposibilidades, sus dudas, e incluso sus aplazamientos siempre justificados por nuestro bien, caían en mi mente como verdades tan grandes como las mías. Porque no había dudas, y cuando las había, usted se las comía. Igual que me comió a mí, sin descanso y sin intención. Porque en nada había intención más allá de lo que sus labios decían sin querer condicionarme. Porque, amado señor, usted no haría jamás nada que pudiera dolerme. Y le creí. Porque yo era llama y usted a ratos agua y a ratos llama también. Y siempre dejando brasas, por si le daba por arder definitivamente.
Sepa usted, reinventado caballero, que provoqué y acepté la no viabilidad de cabalgar juntos por la playa, que ello, dada la complejidad de nuestras mentes, me causaba más alivio que desasosiego, que me alegré de creer entender y ser entendida por una vez sin males mayores, que guardé en una vistosa caja caricias robadas, miradas cálidas y palabras sinceras. Hubiera podido quedar ahí, en una bonita historia que guardaría como especial, sobre la que quizás hubiera vuelto a anhelar con el tiempo y sobre la que de vez en cuando hubiera sonreído. Pero ¿por qué, mi decepcionante caballero, tuvo que añadir nuevos capítulos a una historia cerrada y acabada? ¿Por qué tuvo que teñir de común lo que un día fue especial, porqué tuvo que actuar como un ser terrenal después ser mágico? ¿Por qué no cargó usted con su vacío y sus leyes salvando mi rincón? ¿Por qué destrozó lo que creó si lo que creó era ya pasado y a nadie le importaba? Era usted alguien noble en la batalla, capaz de hablar con sus hombres y contar la verdad, capaz de usar la templanza cuando la situación lo requería, capaz de desvivirse porque se hiciera justicia, capaz de vivir sin vivir por un acuerdo tácito consigo mismo. ¿Por qué entonces tuvo que mentir? ¿Por qué entonces bajó a las trincheras y actuó como un soldado raso? No escribiré la respuesta porque a la decepción de nada le serviría. Pero sepa también, querido caballero, que me sorprende más a mi no creerle que lo que a usted le duela no ser creído.
Porque cuando la mirada hacia alguien cambia, por limpia que sea, caballero, crea un muro donde ya no cabe nada más que lo que el otro provocó.
A usted, estimado señor, con quien bailé en grandes castillos, hablé -con el lenguaje más sincero que supe utilizar- en modernos mundos y sentí en imaginarios cuentos, le escribo esta carta. Por hacerle saber que creí ciegamente en vos, piense usted lo que piense."