viernes, julio 13, 2007

A esos pobres diablos

Es probable que muchos de vosotros conozcáis a Carmen Laforet, una de las mejores escritoras catalanas del S.XX. Una de sus obras más conocidas es El Nada, obra maestra que además recuerdo con cariño porque fue una de las preguntas en mi examen de selectividad. Recientemente he vuelto a sentir curiosidad por las obras de esta autora, quizás por la nostalgia de estar acabando la carrera, quizás por el buen sabor que me dejó la novela…el caso es que después de unas cuantas vueltas por el Fnac encontré sus cuentos completos bajo el título de Carta a Don Juan que es precisamente uno de los relatos que contiene el libro. Sin querer desprestigiar a nadie y dando tan sólo una opinión, os diré que siempre he dado un valor especial a los relatos, a los cuentos cortos que en pocas páginas consiguen atraparnos y dejarnos con una sensación completa que nada tiene que envidiar a las extensas obras. Aprovecho, ya que va de cuentos, para recomendar también la lectura de los cuentos de Carmen Martín Gaite, otra excelente escritora del S.XX que a pesar de ser también más conocida por sus novelas, editó una selección de cuentos exquisitos.
Cada uno tenemos nuestras preferencias y yo me atrevo a compartir con vosotros uno de los cuentos de Carmen Laforet, un cuento fascinante, que destapa las verdades de amores que encuentran la belleza en el desasosiego y el anhelo, que no conocen los mares en calma, que tienen algo de peligrosos y que finalmente sirven para enseñar el sosiego de acceptar un cálido sol sin desear las tormentas.
"Fue muy bello, señor, aquel largo paseo crepuscular por las afueras, cuando yo sabía que era Usted el diablo. Un místico diablo de largos dedos, alto, con una sonrisa blanca y mundana y unos ojos cansados que a instantes se animaban tan vivamente que en su brillo advertía yo el esplendor de joyas rotas que arde en su lejana y secreta morada, señor.
El buen olor de caminos con barro de septiembre y el brillo de las grandes estrellas que Usted hizo bajar hasta mis ojos me llena de emoción ahora, al recordar aquel paseo de otoño. He de explicarle cómo le adoraba mientras andábamos juntos, porque con sus palabras sentía que mi alma se volvía dura y transparente como el cristal...sí. Sabía Usted bellas leyendas de hechicería, y mi alma cantaba a su compás, pura, nítidamente, como el cristal, como la plata, como una luna golpeada, y quemaba su ardor como el hielo vivo. Por eso le adoraba…su tortura. Una extraña tortura incrustada en su ser como un difuso bajorrelieve de dolor, me hacía fascinante aquel infierno suyo, amado y fastuoso, donde se transformaba todo, se retorcía todo ásperamente, sin más sonidos que una música baja…
Le adoraba por su maldad también. Por aquel gran encanto de su maldad. Le adoraba porque sabía que, cuando no nos viéramos ya, me quedaría su infierno como un regalo monstruoso suyo…Y su bello dolor sin causa y sin alivio sería mío…Un amor malo y exquisito por Usted, señor, tal vez…
Imposible…¡qué bella palabra, qué alta y qué brillante! Para mi, aquella noche, resumía toda su vida arrodillada, por una graciosa y fantástica hipocresía suya, junto a mi vida suave y clara, emocionable y pequeña.
Y cuando Usted ardía, con mi mano en la suya, la noche entera se hizo imposible para mí…el barro de los campos se volvió cobre rojo, puro cobre durísimo de apagado brillo. Y los tréboles eran de metal verde, frío, como sus llamas, señor. Y la hoja de plata de un álamo me rozó la mejilla como un fino cuchillo de acero.
Mi casa con las ventanas encendidas se quedó al borde del camino olvidada…y seguimos andando…porque aunque habíamos venido muy despacio hacia ella, no fue nuestra meta.
Yo me sentía en el extraño mundo donde la vida está parada siempre, los astros más bajos, las flores fastuosas y doloridas como joyas, y la felicidad de respirar no existe ya, porque no se respira el aire azul oscuro y sólo se vive en la sonrisa del único instante…
Levanté mis ojos hacia Usted; los suyos lucían vivamente. Le sonreí con angustia porque entonces debíamos separarnos. Creí que nunca en mi vida iba a olvidarle.
Y entonces se inclinó Usted, rápida y fuertemente hasta mi boca y me besó…Sus labios eran humanamente calientes y atractivos, señor…¡qué diferentes a sus largos dedos mágicos! El puro hielo cristalino que hacía mi ser vibrante y tenso se deshizo con suavidad en sangre que latía…
Todas las hondonadas de la tierra tibia estaban llenas de blanda hierba verde, que daba un olor húmedo y espeso…y mi casa allí abajo me llamaba con gente alrededor de una mesa servida…
Y Usted no pudo comprender mi risa, pero palidecía herido y suplicante. Y yo…yo era lo imposible entonces. Lo que no se puede tocar y se desea. La ilusión venenosa de sueños solos. Al despedirnos me suplicaba aún sin palabras ¿qué?... Que me dejase hechizar nuevamente, tal vez… ¡Qué pueril me parecía su deseo! Le hubiera acariciado…
Imposible, imposible. Nunca sabría llevarme a un mundo nuevo otra vez…Pero le quiero mucho, no esté triste. De verdad que le quiero, dije al cerrar la puerta. Y no podía remediar reírme. Me asomé a la ventana y le vi que se iba, despacio, por la esquina.
Su bello traje de demonio, negro, se había enganchado como en un zarza en mi risa y colgaba triste, desgarrado, con su carne morena de hombre estremecido del frío de la noche…
Me conmoví, señor, quiero que Usted lo sepa.”

1 comentario:

Miradaenfuga dijo...

Hasta los diablos más perversos parecen ridículos cuando, en lugar de hechizar, resultan hechizados, desposeídos del control de las cosas que antes manejaban como suyas, sin poder alguno.Siempre nos quedará la casa con un montón de gente alrededor de la mesa, esperándonos,y la magia de los amores nuevos, por estrenar...